Restuccia se produjo para la entrevista con la indumentaria de boxeador travesti que usa en la obra El Gimnasio

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“Quisiera no actuar más, pero no puedo porque si lo hago me muero de hambre”

Alberto Restuccia, una leyenda viva del teatro nacional, conversó con El Observador sobre la obra de Peveroni y Dodera que protagoniza, la mujer que lo habita, la dictadura, el teatro, la muerte y el amor
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30 de mayo de 2013 a las 15:52

"Puede que te atienda como Beti Faría”, es la advertencia antes de ir a la casa del Barrio Sur en la que vive una leyenda del teatro uruguayo. No hay timbre, por lo que la puerta se abre tras unos golpes de puño y la abre Alberto Restuccia con los labios rojos y enfundado en el vestuario de boxeador travesti con el que protagoniza, junto a Adrián Prego, El Gimnasio, la última obra de la dupla de María Dodera y Gabriel Peveroni. Detrás de su histrionismo, el artista se revela como un hombre de hablar pausado y mirada profunda, que navega por los avatares de su vida con la sinceridad propia de alguien que lleva 72 años siendo él mismo.

Cuando llega el fotógrafo, Beti Faría emerge por unos instantes: “esta es la travesti artística ilustrada mas culta del Uruguay”, le dice y practica poses frente a la cámara en el living de una casa poblada de libros, premios (incluido un Oscar al mejor papá), pequeños objetos, fotos; fragmentos eclécticos de un mundo llamado Alberto Restuccia.

Actor, director, poeta, dramaturgo con más de 100 obras registradas, excomunista y exanarquista, pero sobre todo transgresor, en su vida se destaca la fundación en 1961 -junto a Graciela Figueroa, Luis Cerminara y Jorge Freccero- del Teatro Uno de Montevideo (T.U.M), el grupo “que más removió” el teatro uruguayo, el que “destruyó para volver a construir”, según sus propias palabras.

El T.U.M. puso en escena a algunos de los dramaturgos más vanguardistas de la época, como Samuel Beckett y Harold Pinter, y fue artífice en los años sesenta del primer desnudo teatral en la obra Las sirvientas de Jean Genet. (“Yo quiero primera fila”, le dijo una señora a la boletera del viejo teatro El Galpón, donde se exhibía la obra. “¿Por qué?”, le preguntó la empleada.“Porque quiero ver los genitales de Restuccia”, cuenta el actor que contestó la espectadora).

El gimnasio es una especie de revancha a la pelea que la cultura perdió contra la musculación y que representó uno de los capítulos más oscuros de la vida de Restuccia. La obra está inspirada en el cierre del espacio en el que funcionaba el T.U.M., ocurrido en 1999, en el que luego se instaló un gimnasio. La obra de Dodera y Peveroni, que se presenta todos los viernes en Centro Cultural H. Bosch, se desarrolla en una sala teatral que antes fue un centro de musculación.

Las plateas de la casona donde funcionaba el Teatro Uno -que estaba protegida por ser Monumento Histórico Nacional y Finca de Interés Municipal- “las únicas en Uruguay que eran de hormigón armado”, fueron dinamitadas, pese a que Restuccia y su familia habían ocupado el lugar. “El día de la entrega de la llave el ‘Bebe’ Cerminara se quedó con un disgusto muy grande y a las 48 horas tuvo un derrame cerebral y lo perdimos. Al año exacto perdimos a Jorge Freccero, que estaba muy amargado”, dice Restuccia. “Si hay algo que el teatro uruguayo le debe a Teatro Uno es una sala”, añade.

“Extraño antes que nada a la persona”, comenta el artista sobre Cerminara, su compañero artístico y de vida por cuatro décadas. Entonces habla de su bisexualidad: “Yo nunca tuve necesidad de salir del placard. Lo primero que le dije a mis esposas es ‘esta es mi naturaleza, me tomás o me dejás”, comenta el actor que se casó y divorció en tres ocasiones y tiene hijos, nietos y bisnietos.

Beti Faría se devela entonces como algo más que un hombre vestido con ropas femeninas: “Yo me siento una mujer, una mujer que ama a otra mujer; por lo tanto soy lesbiana. Hay una frase en latín que dice ‘anima muliebris virili corpore inclusa`, un alma de mujer encerrada en un cuerpo de hombre”. Sin embargo, el cambio de sexo nunca fue una opción. “¿Por qué voy a mutilar mi pene si yo gozo por ahí?”, se pregunta.

No es fácil vivir en un país al que Restuccia siempre ha tildado de pacato. “Me he tomado un taxi vestido de mujer para ir de un show a otro y el taxista daba frenadas bruscas para que me pegara la cabeza contra la mampara”, recuerda. “En la calle me han dicho desde ‘divina’ hasta ‘puto’, lo cual no me molesta porque es la verdad”.

Tiempos difíciles

La dictadura no fue fácil, pero nunca pensó en el exilio, “fui uno de los símbolos de la resistencia cultural, han hecho películas sobre eso”, comenta con orgullo. Y narra el episodio en el que temió por su vida: “Yo estaba haciendo un espectáculo de (Antonin) Artaud y sentí que alguien entró tarde y se sentó en la última fila. Resultó ser un funcionario de Inteligencia. Se acercó y me dijo ‘vístase porque está detenido’. Me metieron adentro de una ‘chanchita’, me pusieron una capucha y empezaron a hacer bromas. ‘Este va para un cuartel del interior’, decían y yo pensé ’ya está’. Terminé preso incomunicado en una comisaría y se ve que el juez me había visto en algún espectáculo teatral y dijo ‘este hombre es un artista, no es un subversivo’, y me salvé por un pelito”. La persecución que sufrió en la dictadura derivó luego en el unipersonal ¡Esto es cultura, animal!”, una de las obras más vistas en la historia del teatro uruguayo.

Su enorme capacidad de trabajo no es, sin embargo, solo producto de su voluntad. “A esta altura quisiera dirigir pero no actuar más, pero no puedo dejar de hacerlo porque si no me muero de hambre. Ya no puedo recibir jubilación; ahora los actores acumulan aportes pero la ley no es retroactiva”, comenta el intérprete que agregará a partir de junio un unipersonal los sábados a la medianoche en la mismo espacio donde representa El Gimnasio. Además de hacer radio, Restuccia comenzó este año a estudiar en la facultad de Bellas Artes, ya que le interesa explorar la parte plástica del teatro.

En sus tiempos libres, el actor disfruta de pequeñas cosas como cocinar y tomar whisky, la bebida que le “templa el alma” y que aprendió a disfrutar cuando en sus tiempos de funcionario portuario los marineros extranjeros le enseñaron a beber.

Pero por sobre todo disfruta de la música, la profesión que hubiera preferido a la de actor. “Por suerte todos mis hijos hicieron música”, señala. Uno de ellos, Joselo, falleció de Sida a los 33 años. “El duelo nunca va a cerrar porque es una cosa ilógica a nivel etario. No practico ninguna religión, pero sigo dialogando con él, sí me comunico con lo trascendente”.

Con el río a una cuadra de distancia, la luz del atardecer que iluminaba la sala termina por apagarse y solo el tenue fulgor de una lámpara alumbra el final de la conversación. Quedan muchas más horas y anécdotas, pero como siempre el telón termina por bajar. ¿Cómo quisiera que lo recuerden?. “Me gustaría que mi lápida dijera ‘Supo ser’… Eso”

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