John Maynard Keynes y el periodista Kingsley Martin en la década de 1930
Miguel Arregui

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Analogías entre Gabriel Terra, César Charlone, Franklin D. Roosevelt y John M. Keynes

De por qué muchos políticos, de izquierda a derecha, se abrazan a un antiguo y célebre economista inglés (III)
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20 de mayo de 2020 a las 05:00

Entre 1913 y 1924, Uruguay sufrió una de depresiones económicas más largas y profundas de su historia. La crisis se inició en 1913, durante el segundo gobierno de José Batlle y Ordóñez, por exceso de gasto (y falta de crédito internacional); en julio de 1914 empalmó con la Gran Guerra europea, y se extendió más aún por la depresión de posguerra, entre 1919 y 1923.

El famoso “alto” de Feliciano Viera, presidente de Uruguay entre 1915 y 1919 que detuvo el ciclo reformista de Batlle y Ordóñez, no sólo se debió a sus presuntas tendencias conservadoras, y a la derrota electoral de los batllistas en 1916; sino, sobre todo, a que el Estado uruguayo ya no tenía dinero. Es un aspecto olvidado, o poco estudiado. Pero fue así de simple, y es así como se cierran muchos ciclos de reformas: se quedan sin plata.

Como ocurre en cualquier hogar, o en una empresa, las reformas y extensión de derechos requieren financiamiento.

La destrucción del peso uruguayo

Uruguay abandonó en 1914 el “patrón oro” (la obligación del Banco República de canjear sus billetes por oro, como garantía) y no lo retomó tras la guerra. Durante algunos años los gobiernos mantuvieron la disciplina fiscal, por lo que el peso uruguayo mantuvo la cotización casi a la par del dólar estadounidense (0,967) que tenía desde su creación en 1863.

Batlle y Ordóñez, quien finalizó su segundo mandato en 1915 y tenía muy claro que la Presidencia de su padre, Lorenzo, había naufragado en el caos financiero, “creía en el billete con respaldo y en los presupuestos sin déficit”, resumió el historiador estadounidense Milton Vanger.

Vanger dedicó buena parte de su vida a estudiar al personaje del Partido Colorado. En un altillo de su casa de Cambridge, en las afueras de Boston, Massachusetts, que compartió con su esposa Elsa Oribe Stemmer, hija del escritor y médico melense Emilio Oribe, tenía en microfilms todo el archivo personal de Batlle y Ordóñez. (El autor de esta nota cenó con ellos en su casa de Boston en noviembre de 1988. Fue una noche muy emotiva, con vino y conversación ardorosa, incluida una mirada al gran archivo. Ellos vivían pendientes de Uruguay. Narraron su historia de amor y su casamiento por poder. Las paredes estaban cubiertas de cuadros de autores como José Cúneo o Pedro Figari).

Pero los sucesores de Batlle y Ordóñez no fueron tan puristas.

Entre 1920 y 1931 el gasto público aumentó mucho. El gobierno central se amplió, el número de funcionarios públicos creció 152% entre 1905 y 1930 y comenzó a tomar un gran peso la seguridad social, gestada en 1896 con algunos sectores de funcionarios, como militares y maestros. También aumentaron los déficits, las deudas del gobierno y el descuido de la moneda, sobre todo a partir de 1925, bajo la Presidencia de José Serrato. 

En 1929 el gobierno ya no pudo mantener la cotización del peso frente al dólar, por la constante pérdida de reservas y el aumento de la deuda externa, y dejó flotar libremente el tipo de cambio. El resultado fue una seria devaluación del peso.

El ciclo de gasto que inició el Estado uruguayo en la década de 1920 fue en sintonía con lo que ocurrió en buena parte del mundo. Los estadounidenses y otros gobernantes europeos, y sobre todo los latinoamericanos, “intentaron mantener la prosperidad mediante la inflación deliberada del suministro de dinero”, resumió el británico Paul Johnson en su historia de Estados Unidos. 

Aunque la cantidad de dinero circulante en Estados Unidos se mantuvo estable: 3.680 millones de dólares en billetes a principios de la década y 3.640 en 1929, el crédito se expandió 61,8% entre 1921 y 1929. En Uruguay la expansión del crédito en ese lapso fue más del doble. (Ver este mismo blog del 17 de enero de 2018: “La desvalorización del peso y el auge de los ‘gobiernos fuertes’”).

La política de la Reserva Federal y del Congreso estadounidense de crédito fácil y tasas de interés bajas puede haberse inspirado, en parte, en el economista británico John Maynard Keynes —protagonista principal de esta serie de cuatro artículos—, quien en 1923 había publicado su influyente “Tratado sobre la reforma monetaria”. Pero, en realidad, Keynes solo era tributario, en ese sentido, de otros autores anglosajones anteriores.

De Wall Street a Terra y Charlone

A partir del crack de la bolsa de Wall Street en octubre de 1929, el mundo capitalista ingresó en la Gran Depresión. Se hundieron el comercio internacional y la industria. Los desempleados en América del Norte y Europa occidental se contaron por decenas de millones, lo que deprimió aún más la demanda. Las materias primas, desde el café de Brasil a la carne y la lana uruguayas, pasando por el cobre de Chile, redujeron abruptamente sus precios.

En 1931 incluso Uruguay, bajo el primer gobierno de Gabriel Terra, introdujo el control de cambios, una forma de racionamiento de la moneda, de efectos devastadores, que se mantuvo hasta 1974. Esa fijación artificiosa creó de inmediato un mercado paralelo, “negro” o libre, además de provocar grandes devaluaciones periódicas para sincerar el valor de la moneda. 

A mediados de la década de 1930, durante el segundo gobierno de Terra y con César Charlone como ministro de Hacienda, con los “revalúos” de las reservas de oro para aumentar la cantidad de dinero circulante —eufemismo para severas devaluaciones del peso—, comenzaron a establecerse las bases de una inflación crónica que, con algunas correcciones esporádicas, se arrastraría por 60 años.

El hábito de financiar los déficits en las cuentas públicas con emisión de billetes hizo que, entre 1951 y 1997, cuando por fin la inflación fue amansada, aunque no eliminada, los precios en Uruguay crecieron a un promedio anual de casi 50%.

Inflación, devaluaciones, estancamiento: todo aquello se parecía mucho a la Argentina de hoy, que repite el ciclo perverso en forma cíclica desde hace 90 años.

La falta de debate en el Parlamento uruguayo sobre esos “revalúos” sugiere que buena parte de los legisladores aceptaba pacíficamente que la economía podía empujarse de manera permanente emitiendo más dinero; o por lo menos que la emisión podría generar rédito político de corto plazo, aunque a costa de destrucción futura. 

Muchas propuestas de activismo monetario o administrativo son meras creencias, más que teorías económicas; o a lo sumo oportunismo político. Una imprenta no puede, al fin, solucionar los grandes dramas de la humanidad. Algo similar ocurre con la confianza en el control de precios, tan pregonado por algunos sectores populistas. Es el mecanismo más probado y fracasado de la historia, y sin embargo sigue teniendo proponentes y creyentes entre las gentes sencillas.

El fantástico código de Hammurabi, impuesto por un rey de Babilonia hace unos 3.800 años, ya regulaba precios, salarios y honorarios. Sería muy útil en tanto los reyes y señores no depreciaran su moneda; porque si la emisión se desquiciaba, las fijaciones de precios se irían río abajo por el Éufrates.

Terra y Charlone, financiándose en parte con inflación, parecían seguir el activismo experimental de Herbert Hoover, presidente de Estados Unidos entre 1929 y 1933, cuando los inicios de la Gran Depresión, basado en más impuestos, proteccionismo y grandes obras públicas. 

La central hidroeléctrica de Rincón del Bonete, iniciada en 1937, en parte es tributaria ideológica de la Autoridad del Valle del Tennessee, con sus embalses y canales, creada en 1933 para proveer energía, pero más aún para dar empleo a masas pauperizadas. 

Confortando a Estados Unidos

Después del republicano Hoover arribó el demócrata Franklin Delano Roosevelt, el presidente de Estados Unidos más exitoso de la historia, tanto que ganó cuatro elecciones consecutivas, lo que entonces se permitía, y murió en el gobierno. Impuso un frenético activismo inicial, los legendarios “cien días”, y lo denominó New Deal (Nuevo Trato), una suerte de política socialdemócrata novedosa para el país.

Roosevelt creía en los presupuestos equilibrados, por lo que su intervencionismo se hizo en base a más impuestos, no a déficits y emisión. El desempleo había trepado de 3,2% en 1929 a 26,7% en 1934 (una experiencia que se está repitiendo ahora, a mayor velocidad, debido al coronavirus). 

Pero Estados Unidos recién se recuperó francamente a fines de la década. Otros países se habían recobrado antes. Incluso en Uruguay la depresión sólo fue muy notoria entre 1930 y 1933. Roosevelt, un personaje con encanto (que visitó a Terra en una gira en diciembre de 1936), acunó al pueblo estadounidense, lo confortó con sus charlas junto al fuego; pero en realidad hizo falta una nueva guerra mundial para terminar por fin con el desempleo y los quebrantos.

Después de la Primera Guerra Mundial, y más aún a partir del comunismo soviético, los fascismos italiano y alemán y la Gran Depresión de los años ’30, adquirieron mucho prestigio las grandes planificaciones burocráticas de la economía, o al menos las grandes intervencionistas parciales.

La idea de la planificación industrial y de la distribución, así como los sistemas de cuotas y racionamiento, se gestaron esencialmente en Alemania, durante la Gran Guerra, según advirtió Keynes ya en 1915.

El capitalismo reformado de Keynes

Pero fue el propio Keynes quien se transformó en el gran teórico del activismo monetario y del gasto público a partir de 1936, cuando publicó su “Teoría general del empleo, el interés y el dinero”. Sus propuestas serían particularmente aceptadas después de la Segunda Guerra Mundial, a partir de 1945.

Dicho en forma sencilla, Keynes sostenía que el capitalismo era básicamente inestable, y que los mercados no solucionarían por sí solos los grandes desequilibrios macroeconómicos: había que ayudarlos. 

Keynes afirmó que en tiempos de depresión los gobiernos debían aumentar el gasto estatal, incluidas las grandes obras públicas, aunque provocaran grandes agujeros en sus cuentas, que podrían cubrir con más impuestos y con más emisión de billetes, lo que, de paso, bajaría las tasas de interés (el precio del dinero). 

El objetivo esencial de las ideas keynesianas era el pleno empleo, o al menos el máximo empleo posible. Los trabajadores con dinero en el bolsillo revivirían la demanda, con lo que la rueda se pondría a girar otra vez. Ya habría tiempo luego de cerrar la brecha en las cuentas públicas.

Cuando se le señalaba que el agregado abrupto de una gran masa monetaria provocaría inflación y desastres de largo plazo, Keynes respondía: “En el largo plazo estaremos todos muertos”.

“Uno de los mitos de los años de entreguerras es que el capitalismo laissez-faire arruinó las cosas hasta que Keynes, con su gran libro, ‘Teoría general sobre el empleo, el interés y el dinero’ (1936), introdujo el ‘keynesianismo’ —otra palabra para referirse al intervencionismo del gobierno— y salvó al mundo”, comentó de manera irónica el británico Paul Johnson en su historia de Estados Unidos. “De hecho, la teoría de Keynes, que abogaba por la ‘moneda controlada’ y un nivel de precios estabilizado, dos cosas que implicaban una constante intervención del gobierno bajo coordinación internacional, era parte del problema”. (Ver este blog del 28 de febrero de 2018: “Las consecuencias económicas de lord Keynes”).

El prestigio que adquirieron estas propuestas de Keynes se debió, en parte, en que daba a los políticos lo que más deseaban: gastar mucho, sin necesidad de haber ahorrado antes, o de recaudar más. Pero también había serias consideraciones políticas de largo plazo: el miedo a grandes conflictos y revoluciones.

El objetivo manifiesto de estimular la economía por el lado de la demanda “fue la consideración de que el desempleo generalizado era social y políticamente explosivo”, según resumió el historiador marxista Eric Hobsbawn. 

Próxima y última nota: Keynes en Bretton Woods 1944 y un mundo en torno al dólar; auge del keynesianismo y su ocaso por estancamiento e inflación; Hayek y Friedman se ponen de moda; los incendios inflacionarios en América Latina.
 

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