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Carretera Austral: la meca de los mochileros

Tierra de montañas nevadas, lagos transparentes, ríos turquesas y campos de ensueño. Un recorrido por las mágicas postales de la Patagonia chilena, en la temporada que más colores le regala a la vista
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18 de julio de 2017 a las 05:00

Texto y fotos Estefanía Borges

Viajaba de Caleta Tortel a Cochrane en un camión de combustible. Tienen prohibido levantar gente en la ruta, pero Pepe no pudo dejar a una chica sola bajo la lluvia. La charla era muy animada cuando la magia del otoño sorprendió a mis ojos. Enmudecí. La tormenta se había disipado repentinamente. Las nubes dejaron al descubierto un azul incipiente, una cumbre nevada, una ladera cobriza, una base donde resistían los verdes y en primer plano el amarillo encendido de los álamos. Después de 10 días de lluvia, saboreé lentamente cada píxel de esa foto. En el sur la naturaleza es salvaje y el clima caprichoso. A veces se siente desesperante y otras como un regalo generoso. La belleza de la Patagonia había logrado conmoverme otra vez.

El encanto de la Carretera Austral está dado también por su rusticidad. Muchos de sus tramos todavía no están asfaltados, describen curvas pronunciadas y desniveles audaces. Incluso hasta no hace mucho, algunos trechos apenas tenían el ancho para que pasara un auto. Algunas partes imponen un verdadero desafío que más de algún vehículo urbano no ha podido superar. La geografía de esa zona pone todo tipo de obstáculos para una carretera. Literalmente hay que dinamitar montaña para hacer una superficie "atravesable" —más o menos plana, más o menos similar a un camino— y que a su vez asegure un mínimo estándar de seguridad para los circulantes. Es necesario tener en cuenta que siempre puede haber riesgo de desprendimiento de rocas que caigan sobre el camino. Los arreglos y mantenimiento son constantes, por lo que es común encontrarse que en un determinado horario no se puede circular debido a los trabajos que están realizando en la ruta.

Caleta Tortel

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Este lugar es una joya turística, escondida entre los fiordos y las montañas de la Patagonia chilena. El río Baker, el más caudaloso de Chile, baña de turquesa las costas de este encantador poblado de poco más de 500 habitantes. Los que van en vehículo deben dejarlo en el estacionamiento que queda en la entrada del pueblo. Tortel no tiene calles, sino un entramado de pasarelas y escaleras de madera. Es una experiencia pintoresca para vivir a pie. En el recorrido se encuentran esculturas de madera, muelles donde atracan botecitos de colores y las típicas casas revestidas con tejas de madera, tan características de la arquitectura del sur de Chile.

Fuera de la temporada de verano, el pueblo vuelve a su ritmo y la tranquilidad se adueña del ambiente. El verde vivo de la vegetación abundante se deja ver a través de la niebla producida por la humedad y el humo de la calefacción a leña. Los residentes reciben a los viajeros afectuosamente, con la calidez y humildad que identifica a la hospitalidad sureña. Algunos tienen un dejo interrogante en la mirada, como diciendo: ¿por qué extraña razón estás en este lugar tan remoto, frío y lluvioso?

A diferencia de la mayoría de las caletas, Tortel es una caleta maderera en vez de pesquera. Ya a principios del siglo XX, mucho antes de su fundación, la explotación de madera en el lugar era de carácter industrial. El misterioso episodio que da lugar a la llamada Isla de los Muertos marca la identidad histórica del pueblo y está vinculado a dicha actividad. En 1905, Caleta Tortel era un lugar recóndito y solitario, al que difícilmente se llegaba a través de un laberinto de canales. Ese fue el lugar que escogió la Compañía Explotadora Baker para dejar a un contingente de 200 obreros que harían el arduo trabajo de abrir caminos, talar árboles y construir galpones. Las provisiones iban en un barco con escasa frecuencia. El aislamiento, el trabajo duro, las condiciones climáticas y la mala alimentación empezaron a hacer estragos en la población obrera. Comenzaron a enfermar y luego a morir. Para evitar la contaminación, los cadáveres eran enterrados en una de las pequeñas islas formadas en la desembocadura del Baker. En la hoy conocida como Isla de los Muertos se encuentra un cementerio con 33 cruces hechas de madera de ciprés, sin nombres ni lápidas. Se cree que originalmente eran más, pero fueron llevadas por diferentes crecidas del río.

Algunas hipótesis indican que la compañía envió provisiones envenenadas para no pagar los salarios; otras, que las provisiones no llegaban bien conservadas o que estaban contaminadas con pesticidas. También se especula que la compañía directamente los abandonó y dejó de enviar el barco de provisiones. Ninguna de estas suposiciones explica por qué los obreros no se fueron por sus propios medios, al ver que sus compañeros morían. Existen muchas teorías sobre lo sucedido, pero por falta de documentación la verdad de esta tragedia continúa oculta.

Puerto Río Tranquilo

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La Carretera Austral atraviesa Puerto Río Tranquilo, una de las localidades más pequeñas de la región de Aysén. Se ubica a orillas del lago General Carrera, el más grande de Chile y el segundo más grande de América del Sur.

Su principal atractivo son las Capillas de Mármol, un conjunto de diferentes bloques de roca labradas por la erosión del viento y del agua, que emergen desde el turquesa del lago. La única forma de acceder a ellas es por la vía acuática. Del pequeño puerto del pueblo parten las excursiones lacustres a estas increíbles formaciones veteadas: cavernas que pueden atravesarse en bote, gigantescos peñascos sostenidos por finas espigas de piedra, portales que envidiaría cualquier arquitecto.

Para paliar el frío de la vuelta, se recomienda compartir un rato en la cocina de cualquier casa de familia del pueblo, el centro social del hogar sureño. Allí, la cocina a leña está siempre encendida, calentando una caldera ridículamente grande. Por algún rincón siempre habrá un gato y alrededor de la mesa algún miembro de la familia cebando un mate chiquitito, completamente desproporcionado con la caldera. Si tienen suerte, los invitarán con un milcao o un calzón roto, delicias imperdibles de la gastronomía chilena.

Futaleufú

Muy temprano emprendí mi travesía hacia Futaleufú, uno de los destinos más populares del sur de Chile. Es la capital del turismo aventura, y en particular del kayak y el rafting. El río del mismo nombre es famoso mundialmente por sus rápidos, perfectos para practicar estos deportes con la máxima adrenalina. No en vano su nombre, que proviene del mapudungún y significa 'río grande'. También se puede practicar canyoning (barranquismo) y tirolesa, pero no todo tiene que ser tan extremo. En mi caso, los obstáculos de trasladarme sola a dedo por los rústicos tramos de la Carretera Austral ya parecían significar bastante aventura. Después de viajar en un camión de leña y una camioneta particular, quedé en Villa Santa Lucía, donde debía desviar hacia Futaleufú. En el cruce ya había cuatro mochileros esperando en lo que parecía ser el terror de todo viajero: un camino desierto. Terminado el verano, son pocos los que circulan por ahí. La soledad del camino me empujó hacia mis nuevos compañeros de ruta. Conocí a Gaby y Mateo, una pareja canadiense que hablaba en perfecto argentino. Completaban el grupo Mauro y Dani, una dupla curiosa: Mauro era seguramente el chileno más alto que he conocido y Dani el punk más bajo del País Vasco.

Mientras tomaba por primera vez un mate cebado por un canadiense, empezaba a ser consciente de que necesitábamos un milagro para los cinco. El milagro vino una hora después en forma de autobús. Llegamos a un pueblo pequeño casi vacío. A tan solo unas cuadras de la plaza céntrica me encontré con la laguna Espejo, una pequeña muestra de que no es necesario alejarse del pueblo para apreciar la hermosa naturaleza que lo rodea.

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Luego de un par de horas de caminata desde el centro de Futaleufú, se llega al mirador la Piedra del Águila. Casi al comienzo del camino se atraviesa el río, en uno de sus tramos menos agitados. La senda se adentra en campos particulares, donde las vacas más amistosas del mundo se recortan sobre el fondo amarillo que pintan los álamos de otoño. La pendiente por la que subimos describe un espiral de camino de tierra hasta un balcón natural de piedra. Parados sobre este peñasco contemplamos una hermosa vista panorámica de los campos aledaños, los cerros nevados y unas pequeñas lagunas que salpican el paisaje.

Otros senderos pueden recorrerse en la Reserva Nacional Futaleufú. Algunos son cortos y guían a impresionantes miradores, y otros insumen varios días de caminata entre la naturaleza. Para acceder al parque se cruza el puente sobre el río Futaleufú, que se manifiesta turbulento y claro. Allí se bifurca el camino hacia los dos sectores por los que se puede entrar a la reserva: Las Escalas y Río Chico. En este último, el guardaparques los asesorará sobre el estado de las sendas. Incluso si no les gusta caminar, este sector es perfecto para relajarse un rato junto al murmullo del agua. Si surge hacer un picnic, las manzanas silvestres serán brindadas generosamente por la naturaleza de la reserva. El acceso al parque es gratuito, algo poco usual en el sur de Chile. Eso reafirma la invitación para visitar la reserva más de una vez. Les aseguro que lo amerita.

Futaleufú fue mi último capítulo de la serie. Desde allí viajé a Puerto Montt, donde comienza la Carretera Austral o, en mi caso, donde termina. Ahí, de pie sobre el pavimento, en el centro de la urbe, me despedía de un recorrido escénico de más de 1.000 kilómetros de lagos, glaciares, ríos, bosques y montañas. Había sobrevivido a la geografía accidentada y a los caprichos del clima, a la naturaleza manifestándose sin censuras. Con esa sensación de nostalgia y logro, terminaba —y empezaba— una etapa de mi viaje.

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