Eduardo Espina

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Chile: estaba visto que iba a pasar

Desde hacía muchos años la sociedad chilena era una bomba de tiempo que en cualquier momento podía estallar
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23 de octubre de 2019 a las 05:02

Por varios años seguidos ya, durante los meses de junio y julio paso cinco semanas en Santiago de Chile enseñando a un grupo de universitarios. La experiencia hasta ahora ha sido fabulosa, sobre todo por los resultados intelectuales que producen los estudiantes en sus ensayos finales, en los cuales la innovación y el pensamiento crítico brillan por su presencia, los dos elementos fundamentales en toda educación exigente, sea primaria, secundaria o terciaria.

En junio pasado, una estudiante fue víctima de un robo a plena luz del día. Estaba leyendo a mitad de tarde en un Starbucks del barrio Las Condes, cuando por un acto de “descuidismo”, como algunos con torcido eufemismo lo llaman, le robaron su mochila, en la cual tenía la computadora y una suma de dinero que le había regalado su padre días antes. En total, en cuestión de segundos, le afanaron mil dólares. El gerente del lugar llamó a los carabineros, quienes no llegaron enseguida, pero llegaron. Tras hacer el reporte de lo sucedido, quien estaba al frente del grupo, sargento creo, me dijo que le informara a mi estudiante que no esperara nada. Su caso nunca iba a quedar resuelto

“Por decisión de la empresa matriz [la oficina central estadounidense de Starbucks], no podemos acceder lo que han registrado las cámaras de vigilancia, por lo tanto, tenemos las manos atadas. Quien la robó, debe estar ahora mismo robando en otra parte, y mañana va a volver a robar en esta zona”. La situación, desagradable sobre todo porque la impunidad se impondría sin jugar el partido, auspició un buen diálogo con el policía, quien demostró ser culto, considerándose lector fanático de la obra de Pablo Neruda y de otros varios escritores latinoamericanos. “Este país está cada vez más violento, y con la ineficacia de los gobiernos que hemos tenido y la complicidad de los jueces, que dejan salir a los criminales antes de entrar a la cárcel [en práctica conocida como la puerta giratoria] se ha hecho fácil cometer cualquier tipo de delito. Como le digo, dígale a su estudiante que no espere nada. Aquí los criminales controlan la ley”. Quien lo dijo, conviene destacarlo, no fue un policía del México actual, sino uno chileno, tratando de hacer su trabajo en un contexto difícil.

En Santiago, en un televisor ubicado en la vidriera de un comercio donde venden electrodomésticos, en una mañana helada vi a Uruguay ganarle a Rusia 3-0, y en un restaurante, donde comí dos empanadas de carne y dos de jamón y queso, grité como loco los goles de Cavani contra Portugal, en una tarde que a pesar de gris y lluviosa estuvo llena de brillos emocionales que me acompañarán hasta el final de mi vida. En la misma querida ciudad, que tiene el mejor metro de América (incluidos en mi afirmación todos los de las ciudades estadounidenses), la misma que tantos buenos recuerdos me ha proporcionado en invierno y en verano, vi al deterioro social progresar a pasos agigantados, uno que me animo a decir comenzó antes del primero gobierno de Sebastián Piñera. La percepción del descontrol que se avecinaba, mejor dicho, que ya había llegado pero no se había exteriorizado de manera explícita, tan radicalmente furibunda, estaba latente en todos los barrios, principalmente en aquellos que visité porque me dijeron que ahí vivían los olvidados y la masa de trabajadores que necesita dos horas de viaje en un incómodo ómnibus para llegar a su trabajo y otras dos para volver. Son los que viven para trabajar, los esclavos de la necesidad y la rutina.

Desde que he salido a ver el mundo con mis propios ojos, me he propuesto conocer las ciudades que visito en su intimidad, de ahí que recorra también aquellos barrios que los locales consideran mediana o altamente peligrosos para ellos, y muchos más para los extranjeros. Esa, la de ir, ver y escuchar, es la única forma de entablar conversaciones autenticas con quienes viven donde el periodismo solo llega –y no siempre– cuando hay un crimen o atrapan a algún capo del narcotráfico, y de poder conocer su opinión sobre eso tan diferente para todos y que llamamos realidad. Asi, entrando a los cotos de caza, conocí el Berlín oculto, el de los guetos turcos con sus idiosincrasias fuera de la ley, o los barrios de Medellín, como Santo Domingo, en los cuales el bien y el mal se reparten simétricamente el territorio, y donde sicarios y piadosos a veces se dicen “buen día”.

Lo mismo que en otras partes, en Santiago vi y viví la realidad en su privada complejidad luego de conversar con los marginales, los olvidados por el estado, por uno y otro gobierno sin distinción partidaria. La diferencia brutal de calidad de vida que separa al pituco barrio de Vitacura, con su paisaje móvil saturado de costosísimas 4x4 Land Rover y BMW ‘especialmente importados’, de la atroz marginalidad exteriorizada en cualquier calle de los barrios La Pintana y Puente Alto, en donde es más fácil comprar pasta base que un refresco, auspiciaba imaginar cualquier escenario violento a corto plazo. El derrumbamiento estaba en desarrollo, a la vista de quien quisiera prestar atención. La sociedad chilena era una bomba de tiempo que podía estallar en cualquier momento, hasta que lo hizo y de qué manera. Se lo comenté en junio de 2018 a un amigo chileno, escritor y profesor universitario, y su respuesta fue un haiku del desencanto: “Hace años que este país se fue al carajo”. Y antes de que yo pudiera agregar un comentario sentenció: “No hay un solo político que esté libre de responsabilidad”.

No sé cuántos políticos en ejercicio del poder en cualquier país del mundo saben realmente cómo vive la gente que vive al margen, sin opciones de cambio, sin dosis de entusiasmo que le haga creer en el país donde vive, sin esperanza. Los que están arriba no saben qué piensan, qué comen, qué no tienen, qué desesperadamente necesitan los que ni siquiera migajas reciben del pastel. ¿Cuántos políticos recorren a pie las calles de los barrios marginados en tiempos no electorales?

Viajo en el tiempo a Francia. Hubo en la época moderna un presidente que buscaba la reelección y que, según las encuestas, tenía posibilidades altas de ser reelecto. Sin embargo, un detalle no tan pequeño le arruinó sus aspiraciones triunfalistas. Cuando le preguntaron, “presidente, ¿sabe cuánto cuesta el boleto del metro en París?”, se quedó mudo. No tenía ni la más remota idea. Quien diga con cara de yo no fui, que los actos de protesta vandálica, anárquica y nihilista, ocurridos en diferentes partes de Chile han sido inesperados y sorpresivos, evidencia un gran desconocimiento de la realidad en descomposición que desde hacía tiempo venía insinuando un violento desenlace. Hacía tiempo que la muchedumbre de olvidados, la que no tiene plata ni siquiera para tomar el metro y no cree ya en sistema político alguno, se estaba preparando para bajar de los cerros y articular el caos como último argumento de disidencia.

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