Opinión > MAGDALENA Y EL BIBLIOTECARIO INGLÉS

Combustión espontánea y La gnossienne y el asombro

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19 de enero de 2020 a las 05:00

Estimada Magdalena:

Hace pocos años, un amigo bien relacionado, nos invitó a mi mujer y a mí a una cena to the happy few con el cocinero Ferrán Adrià, que acababa de ser elegido por Financial Times como una de las 100 personas más influyentes del planeta. Guardo un excelente recuerdo de la velada y de la persona, de su inteligencia y humildad. Fue también un momento lleno de esenciales contradicciones y de alegres carcajadas. Como en la famosa escena de la película Notting Hill, la anfitriona, una prestigiosa profesora de Filosofía, carbonizó en el horno de su casa unas gallinas de guinea. Y, ya que la profesora cocinaba -y aún carbonizaba-, el cocinero se sintió inspirado para filosofar.

Sus tesis me impactaron: en la cocina, como en el cine, el espec-tador ha perdido la ingenuidad, y se las sabe todas. Anticipa todos los movimientos pero, al mismo tiempo, se niega a las propuestas más obvias. Si el mayordomo es el asesino, aunque sea Sir John Gilgoud, dirá que es un mal actor. Y el que se sienta a comer, no se satisface ya con un puré de patatas, aunque sea el de Joël Rebuchon. “Ya no basta con dar de comer: además de cocinar, ahora es necesario entretener y sorprender”, postuló. (Tales conceptos merecieron la atención de The Monist, la revista filosófica de nuestra Universidad, que un tiempo después publicó una extensa entrevista con el chef español -seguramente el momento fundacional de la Filosofía Molecular).

Cuando escuché aquello, me pareció que Adrià incurría en la confusión -bastante generalizada hoy- entre sorpresa y asombro. (Permítame teorizar un poco al respecto. Y corríjame cuando sea su turno).

Tengo para mí que la sorpresa es algo extrínseco, que viene de afuera, y cuyos efectos internos dependen enteramente de una posición del sujeto que no es repetible. Dicho de otro modo: una, y una sola vez en la vida, podrá Ferrán Adrià sorprenderme ofreciéndome un vodka en forma de barrita helada. Si lo intenta de nuevo, la segunda vez la barrita helada va a competir sin ventajas ya con la tradicional vodka en copa. Una vez que sabemos que X. es el asesino, ya no tiene sentido volver a leer El misterio del cuarto amarillo. La alegría y la excitación, la sorpresa que sentimos al leer la novela de Gaston Leroux por primera vez, dependía de que ignoráramos que X. era el asesino. Pero, una vez que lo sabemos, es completamente imposible que volvamos a ignorarlo: la sorpresa se torna imposible.

El asombro, en cambio, es algo interior. No es un efecto acciden-tal, sino la felicidad del conocimiento, de haber descubierto algo que siempre estará allí. Su ser no se encuentra, pues, atado a la unicidad. Ni tiene fecha de caducidad. Por eso, aunque no tiene sentido reintentar una novela policíaca, podemos leer La Ilíada durante toda la vida, y el asombro que experimentamos al hacerlo perdura y aún crece, porque no depende, en lo más mínimo de despejar la incógnita: ¿lograrán los aqueos vencer a los troyanos?

Pero eso es algo que no nacemos sabiendo.

Durante muchos años yo también confundí la sorpresa con el asombro. Y perseguí, como buen cocinero postmoderno, barritas de vodka heladas destinadas a derretirse.

Creo que ya le he contado que, el 30 de julio de 1966, mi padre me llevó al antiguo estadio de Wembley, a ver la Final del Campeonato Mundial de Fútbol. ¡Fue un extraordinario partido! Cuando en el último minuto del tiempo reglamentario Alemania empató y forzó el alargue, mis 10 británicos años se derrumbaron bajo el peso de la fatalidad… Pero entonces, en medio de la noche más oscura, vinieron aquellos dos goles de Geoff Hurst. Y con ellos, la sorpresa inimaginable, la combustión espontánea, como un shot de heroína en el cerebro de un adicto.

Durante muchos años, mirando y volviendo a mirar los videos de aquella final, he buscado inútil y desvergonzadamente de nuevo sentir aquella sorpresa. Tarde aprendí que era un juguete de uso único como las maravillas que cocina el gran Adrià.

Luego, Homero vino en mi rescate. Y me regaló el asombro. Me bastaba alargar la mano hacia la mesa de luz para saber que la tragedia y la ternura siempre estarían allí.

Allí donde el mar siempre será “el vinoso ponto”, y el amanecer, “la aurora de rosados dedos”.

La gnossienne y el asombro

Estimado Leslie:

¡No imagina cuánto extrañaba la sensación de ser gratamente sorprendida por sus cartas! Después de un tiempo de ser la encargada de abrir el hilo de nuestros contrapuntos semanales, ahora me doy cuenta de la falta que me hacía el “factor sorpresa” de nuestro tan fructuoso intercambio. 

Para serle completamente sincera, nunca se me había ocurrido que el desglose de dos vocablos tan aparentemente afines como la sorpresa y el asombro fuese tan pertinente y significativo. Sin embargo (y a pesar de que en la mayoría de los diccionarios figuran como sinónimos), sí es verdad que existe una clara diferencia respecto a la cualidad del impacto que cada uno de ellos genera nosotros.

En el Teeteto, Platón afirma que ante la percepción de todo lo existente, el alma del filósofo sufre una conmoción (pathos) que lo impulsa a la búsqueda del conocimiento. Filósofo, así, es todo aquel que se encuentra poseído por ese pathos suscitado por la perplejidad provocada por la inmensa magnificencia del mundo que lo rodea. Nos asombramos al darnos cuenta -no sin angustia, vale decir- que nada sabemos, por eso ya los primeros filósofos veían en el asombro el origen de la Filosofía y la condición sine qua non del amor a la sabiduría.

 A-sombrarse significa salir de las sombras que disimulan nuestra ignorancia para vislumbrar una pequeña porción de claridad que presagia la iluminación que todos anhelamos. Pero entraña, también, un reconocimiento de la restringida materia prima de la que estamos hechos y, por ende, de nuestra insuficiencia para contemplar la luz de la verdad en toda su plenitud y con los “ojos bien abiertos”. Esto, por lo general, induce a muchos en el error de pensar que, como en la fábula del burro y la zanahoria, el asombro nos proporciona una falsa promesa de seguridad.

Pero lo cierto es que su cultivo “da propósito a la mente”, como decía Newton, moviendo al pensamiento para desencadenarlo y elevarlo por encima de las opiniones y prejuicios establecidos. 

Las sorpresas, por otra parte, nos ofrecen el gozo inmediato de un deleite inesperado. Mas, como usted bien dice, ellas son siempre irrepetibles y perecederas. En esta cualidad reside, justamente, su magia: podemos intentar reiterarla y podemos también -quizás- volver a sentir el placer de tomar vodka en forma de barrita helada, pero ésta ya no tendrá ese particular sabor de lo novedoso que tanto nos encanta. Las sorpresas son agradables y está bien disfrutarlas, como en mi caso con su carta. Pero cuando nuestro bienestar depende exclusivamente de la “combustión espontánea”, estamos condenados a la vana y fútil ilusión de creer que algún día nos sorprenderá aquella que nos hará sentir finalmente satisfechos. En este momento no puedo evitar pensar en la tan controvertida sociedad de consumo. Y meditándolo bien, lo verdaderamente extraño es que no nos asombre más la humana, demasiado humana, propensión a la confusión y la ignorancia -que Delueze llamó estupidez- mediante la cual nos inclinamos a creer que hay en el binomio consumo-felicidad un ápice de correspondencia.

Hace tiempo que me encuentro atrapada (en una suerte de compulsión a la repetición en la que tiendo a caer cuando una canción o pieza musical me fascina) por las Gnossiennes de Erik Satie, especialmente la primera, que estoy escuchando en este momento mientras le escribo. Como no sabía el significado de su nombre se lo consulté a Google, que me condujo a un curioso diccionario (The Dictionary of Obscure Sorrows) donde descubrí que gnossienne alude “al instante en que nos hacemos conscientes de que esa persona que tanto creíamos conocer posee una vida interior escondida y misteriosa.

 Que en algún pasillo recóndito de su ser hay una puerta trancada por dentro, con una escalera que sube a un altillo inconcluso, destinado a permanecer inquietantemente desconocido.

Porque, al fin y al cabo, la verdad es que ninguno de los dos tiene el mapa, ni la llave maestra, o manera alguna de saber exactamente dónde estamos parados”.  Y ahora, ¡oh, causalidad!, no se me ocurre una forma más atinada para expresar el pasmo brutal de una conciencia que toma contacto con la evidencia de lo inefable. Tiene razón Juarroz: hay palabras que son como una fiesta que cae del pensamiento engendrado por una mente elevada por su capacidad para asombrarse.

 

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