Opinión > COLUMNA/EDUARDO ESPINA

Cómo se dice Uruguay en chino, parte 1

En la China actual coinciden culturas y costumbres de diferentes siglos
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06 de octubre de 2018 a las 05:03

Es la noche del 24 de setiembre. En China concluye un feriado de tres días. Se ha celebrado el Festival del Medio Otoño, festividad para agradecer a los dioses terrestres por las cosechas del año, también festejada en Japón, Vietnam, Corea y Nepal. Hay luna llena, pero no se ve. El cielo está encapotado. La lluvia es pertinaz. A ratos llueve en forma torrencial, por lo que el viaje de unos 190 kilómetros entre Zigong y Chengdu, que regularmente lleva hacerlo unas dos horas, hoy llevará el doble de tiempo. El camino de tierra por donde siglos atrás anduvieron Li Po y Du Fu, hoy es una autopista asfaltada repleta de autos, miles de Mercedes, Audi y BMW. Está como la rambla montevideana a la hora pico. Salimos a las 19 horas y son las 23. Además, a las dos horas de haber salido el chofer de la camioneta en la que viajamos cinco escritores se detuvo a descansar, pues, según dice la traductora que nos acompaña, en China el gobierno obliga a los conductores profesionales que transportan gente a descansar 15 minutos cada dos horas de manejar en la carretera, para minimizar así las posibilidades de accidente. El descanso lo hacemos en un parador donde venden todo tipo de artesanía. Los viajeros de paso comen a gran velocidad conejo, el plato de esta región. Dicen que las patas de los conejos traen suerte. Los conejos tienen cuatro patas, pero estas a ellos no les trajeron suerte. Terminaron en la boca de gente que va a alguna parte y que forma parte de la población de un país con un 1,6 mil millones de habitantes. Para los conejos, pues, China es como Vietnam para el ejército estadounidense, territorio bélico.


El persistente golpeteo de la lluvia en la ventana del amplio local del parador se transforma en una especie de rara música milenaria, pues aquí todo queda convertido en una forma u otra de arte, desde lo poético hasta el gastronómico. Sichuan es la provincia de la gran cultura china, de donde han salido los principales poetas, sin los cuales China no sería China. 


Este país, reino también de la imaginación, es sobre todo su cultura. Nunca conviene olvidarlo. Si llegara a hundirse la tierra del planeta, los poetas chinos quedarían flotando, salvados por la posteridad que los protege. Al mundo tan inculto de hoy, tan poco leído, le cuesta entender eso y cree que China es solo la gran fábrica mundial de los productos baratos, de la tecnología copiada en otras partes y aplicada luego a teléfonos celulares, computadoras y autos con fecha de vencimiento a corto plazo. Es la paradoja gigante que en cierta forma define a la China de hoy, tan saturada de realidades superpuestas: tiene una cultura indestructible, pionera, faro de civilizaciones, incluida la occidental, pero produce objetos materiales de notoria fragilidad, que atentan contra la eternidad y tienen por el contrario una vida contada en instantes, en tiempo de corta existencia. El día que ambas cosas entren en permanente sintonía, China será recién la gran potencia mundial que aspira ser a partir del presente siglo. Tienen al tiempo de su parte, pues el tiempo siempre ha estado de su parte. 


Es mi segundo viaje a Sichuan, cuna también de la mejor comida china, la que por sus condimentos convierte al comensal que se anima a disfrutarla en un dragón instantáneo. Yo fui uno días atrás, luego de comer lengua de cerdo adobada con una salsa que era fuego verde. Deliciosa, de textura insuperable, pero con una serie de efectos secundarios. También los placeres de la lengua vienen con riesgos incluidos. Forman parte del viaje a través de lo inesperado que uno acepta hacer apenas el avión aterriza en Beijing.


Ahora voy de salida nuevamente de China, de Sichuan, por lo que tengo la cabeza llena de recuerdos asociados a otra experiencia difícil de traducir en palabras y en razones totalmente racionales. Ha sido una semana de una intensidad existencial difícil de traducir con las mismas palabras que ahora utilizo. Quizá sería más eficaz hacerlo mediante ideogramas bien dibujados, pero me doy cuenta que he cometido un grave error: se me ha ido gran parte de la vida y no ha aprendido mandarín. Nunca es tarde para comenzar, pero al menos esta noche se ha hecho tarde para todo. 


Estoy deseando llegar al aeropuerto de Chengdu para iniciar la segunda etapa de un viaje interminable; cuatro horas en auto desde Zigong hasta la cuarta urbe china en población (22 millones); tres horas veinte en avión de Chengdu a Beijing; y de allí otras 14 horas hasta Houston. China queda muy lejos, y hay veces en que queda demasiado lejos. El mundo de China tiene un tiempo diferente. Es lo más diferente que tiene esta nación tan diferente en todo. Cuando uno entra a este territorio vasto, indómito y extendido, entra a otra dimensión temporal. Y pasa lo mismo al salir. El viajero se lleva consigo una noción inédita de la temporalidad, que dificulta mucho el reingreso a la realidad occidental, con su tiempo más cronológico y bajo control. 


Durante los magníficos días en China, el tiempo transcurre a otra velocidad, pero no hablo del tiempo veloz y acelerado de la China turística, que quiere occidentalizarse, la que se vive y presiente en ciudades como Beijing y Shanghai, tal como aparecen en postales, con sus visualidades de extrema contemporaneidad que todo el mundo cree conocer. No es esa China for export de la que hablo, sino de la de tierra adentro, la China profunda, la provincial de pequeños pueblos y ciudades, de exquisita lentitud, donde nadie habla inglés –y cuando digo nadie incluyo a quienes trabajan en hoteles cinco estrellas–, con sus costumbres marcadas a fuego por siglos de persistencia en las mismas técnicas y emociones, las que han originado una cultura y una civilización cuyo poderío viene de la acumulación de tiempo y experiencia, de la mezcla de ambos recorriendo siglos en el bote de la paciencia. Pude constatar esto la tarde que visité una botica en Zigong, donde venden todo tipo de té, hierba y raíces medicinales. La famosa medicina china reside ahí a la vista en varias góndolas cargadas de productos naturales, los que están embolsados tras haber sufrido un proceso de secado bajo el sol y la luna (hasta para hacer medicamentos los chinos tienen en cuenta a la poesía). 

Me acompaña un médico internista, que estuvo 24 horas al día al servicio de la salud de los escritores que participaron en el simposio, y quien durante un par de horas de periplo callejero tuvo la enorme paciencia –y uso enorme como sinónimo de paciencia china–, de explicarme los efectos y beneficios de algunas de las raíces a la venta en ese local con aspecto de supermercado de la edad media. Además de medicinas tradicionales, aquí venden cigarrillos (unas 30 marcas chinas) y licores nacionales, varios con una graduación alcohólica de 80, y hasta más. Para millones de chinos, ambas cosas son medicina para el espíritu. Vinimos a la apoteca a comprar una pomada, la cual, según me dijeron, hace maravillas. En China la usan desde hace miles de años. Después de tantas horas encima de aviones, tengo la columna y la espalda, huesos y músculos, hechos bolsa. 


Caminamos entre las góndolas, como si estuviéramos en el Louvre rodeados de obras maestras. No hay ninguna Mona Lisa, pero sí mayor dosis de exotismo. Le pregunto por una raíz cuya extraña forma me llama la atención. Me dice que es buena para todo tipo de inflamación y para mantener “la juventud”, lo que eso quiera decir. Un paquete más pequeño que mediano, y cuyo contenido dará para tomar té por tres meses seguidos, cuesta US$ 200. Se trata de ginseng puro, proveniente de un árbol muy viejo, esto es, garantiza una efectividad magnificada. El viaje por el largo y ancho local es uno en alfombra mágica y voladora. Cuando salimos, el médico enciende un cigarrillo y se pone a mirar el cielo. Como en la noche de Galileo, está estrellado. Se queda pensativo. Traductora mediante le pregunto, pues esta es tierra de notables poetas, si lee poesía. “Por supuesto, es fundamental para la salud del alma”, responde con inefable certeza. “Y es muy buena para el cuerpo”, agrega. “Yo tengo 79 años y aún sigo en el mundo como si recién hubiera llegado”. En China, uno siente que está llegando al mundo por primera vez. 
 

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