Opinión > COLUMNA/EDUARDO ESPINA

Comunicación, sí, pero profunda

Entre las pantallas y los celulares han arruinado las posibilidades del diálogo
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06 de julio de 2019 a las 05:01

El martes pasado fui con mi sobrina a ver Toy Story 4 en uno de los cines del Punta Carretas Shopping. Sobre esa gran nueva obra maestra del cine de ficción, otra de las notables creadas por el maestro John Lasseter, voy a escribir dentro de un par de semanas, aunque en verdad también el tema de hoy proviene de un detalle no tan menor que la película presenta con delicada atención. En todo el filme de 100 minutos de duración no aparece ni un solo teléfono celular, tampoco los niños miran televisión. Ya solo esa notable intervención de la inteligencia en uno de los desafíos y lacras de la vida actual hace de la película muchísimo más que un filme de entretenimiento. Al salir a la fría intemperie de la noche montevideana pensé, no sé por qué, pero en verdad, sí, lo sé, en Philo Farnsworth, uno de los genios grandes en la historia de la humanidad.

Farnsworth (1906-1971) es uno de los personajes más extraordinarios y fascinantes que ha dado la historia moderna. A él se le debe la existencia del aparato electrónico de mayor popularidad de todos los tiempos: el televisor. Fue un genio, y por serlo, le robaron en la corporación la idea, mejor dicho, se la pagaron a medias. En lugar de hacerse millonario con su invención, Farnsworth debió seguir trabajando ocho horas diarias en la RCA para mantener a su familia. Era un hombre de impecable ética, y al principio creyó con ingenuidad de genio que su revolucionario invento iba a cambiar la vida de los seres humanos. La cambió, no hay dudas al respecto, pero no como él se lo imaginaba. El tiro no le salió por la culata, sino por los ojos.

Farnsworth creía que el televisor iba a ser el libro de la época moderna, llegó a verse a sí mismo como el Gutenberg de la pantalla catódica. Por consiguiente, quedó decepcionado cuando vio que su invento solo era utilizado para entretener y pasar informaciones “desagradables”, cargadas de violencia. Su indignación no fue generada por la programación de los tiempos actuales, sino la de 1950, cuando la televisión estadounidense había tomado vuelo, ayudada por la imaginación de legendarios libretistas (Rod Serling, uno de ellos), quienes habían dado rienda suelta a su talento para crear las primeras innovadoras series, caracterizadas por el derroche de imaginación, varias de las cuales se vieron en los inicios de la televisión uruguaya. Farnsworth, sin embargo, creía convencido de que todo eso era superficial entretenimiento y les prohibió a sus hijos que miraran televisión. También él dejó de verla. Si viera el poder de influencia que tiene su invento en la actualidad, quedaría tan confundido como seguramente lo estaría Alexander Graham Bell (1847–1922) cuyo gran invento, el teléfono, se convirtió en ruidoso tirano de las vidas actuales.

Confundido, digo, pues Bell concibió a su aparato como una forma rápida de comunicación, no como medio generador de adicciones, como tantas y todas las que hoy proliferan. El 25 de enero de 1915, cuando Europa era un sangriento campo de batalla, Bell inauguró el primer servicio telefónico transcontinental. Desde Nueva York, Bell llamó a su exasistente, Thomas Watson, quien estaba en San Francisco. Fue una llamada corta, simplemente para comunicar la noticia de que su invento funcionaba y que la historia del hombre no volvería a ser la misma, porque ya no volvió a serla.

Doce años después de que los hermanos Wright lograran hacer despegar al primer avión del suelo y mantenerlo en el aire por unos segundos (así comenzó esa historia) y que Henry Ford comenzara a producir el primer vehículo de cuatro ruedas accesible a la clase media, la modernidad completaba su primer gran triángulo de novedades con la invención del teléfono. Los estadounidenses demostraban al mundo que eran los grandes pioneros de la modernidad tecnológica y que estaban prontos en forma anticipada para mantener la vanguardia en ese rubro, tal como la han mantenido hasta el día de hoy. Al menos por ahora.

De la misma forma que Farnsworth tendría problemas para aceptar tanta mala televisión, de la más abominable calidad como la que se produce de manera masiva en estos días, y para peor es rabiosamente aplaudida (no lo digo yo, sino los ratings), tampoco Bell vería con buenos ojos la banalización de su invento, convertido hoy en día en instrumento de todo tipo de distracción, en eso más que nada, y no en intermediario para trasmitir informaciones personales y generales de relieve o importancia, tal como su inventor lo había imaginado. El teléfono se convirtió en una más de las adicciones populares de nuestros tiempos, tan ubicua como las drogas recreacionales (las tradicionales y las sintéticas) y la pornografía (la industria estadounidense de la pornografía genera mayores ganancias que todas las ligas deportivas profesionales juntas).

Según varios estudios científicos realizados, la dependencia excesiva a las posibilidades de comunicación del teléfono, esto es, a vivir pegado a la interconectividad, está produciendo estragos en la mente y en el cuerpo de los usuarios en sobredosis del aparato. Hay quienes los llevan con ellos todo el tiempo, como si fuera otro órgano esencial de su cuerpo. Un hígado o páncreas, el órgano que prefieran, que emite sonidos. Duermen, comen, miran televisión, hacen el amor, sus necesidades, manejan, estudian, con el teléfono al lado, como si fuese un mejillón que no puede despegarse de la roca. Es el dios menor de la sociedad actual. Donde esté su dueño, ahí están ellos. ¿Cuál de los dos es más importante? El usuario no lo sabe. El teléfono celular recibe mayor atención que la esposa o esposo, que los hijos o cualquier otro familiar, más incluso que las mascotas. Los celulares reciben mayor dosis diaria de ternura y cariño que el perro del hogar. Nadie puede vivir lejos de ‘su celular’ ni tolerar que este se encuentre descargado. ¡Qué horror!, si eso pasa. La falta de interconectividad así sea solo por unos segundos, genera ansiedad. Si el teléfono se queda sin batería o descompone, el propietario pierde los estribos. ¿Qué está pasando en el mundo del tuit?, se pregunta desesperado. Lo invade el insomnio, la ansiedad, como la que tenía Nat King Cole en su canción, que nadie cantó tan bien como él: “Ansiedad, de tenerte en mis brazos”, dice la letra, y cuando falta el teléfono, la ansiedad del usuario es por no poder tenerlo en la mano, aunque no haya nada importante para comunicar ni para que le comuniquen.

Durante el siglo XX la telefonía fue la encargada de hacer posible la comunicación a la distancia. En el siglo actual, la historia es diferente; la telefonía se transformó en símbolo material de una inquietud colectiva por comunicar la falta de comunicación con nosotros mismos. Se depende demasiado de la necesidad de escuchar al otro, a “lo” otro. Aunque el mensaje no sea para nosotros, queremos igual conocerlo, entrar en el chimento, en la farandulización de la comunicación vacía, carente de emotividad y trascendencia; no vivimos para las redes sociales, sino que estas pasaron a ser nuestra principal vida. Hasta tanto han llegado. Son responsables de un nuevo padecimiento universal. Hasta hay un nombre para el trastorno: FOMO (sigla de la expresión en inglés fear of missing out: miedo a quedarse fuera). No es miedo a quedarse fuera de la fiesta, sino fuera de línea, offline, esto es, quedarse sin saber lo que está pasando en las redes sociales.

En Miami o en Pocitos, en Niza o en Piriápolis, la gente va a la playa. Ahí, o donde el mundo sea un lugar visitable, la toalla y el bronceador dejaron de estar solos. Ahora el principal acompañante es el celular. Ya nadie quiere ser un Robinson Crusoe feliz y despreocupado, y fugarse a descansar en una playa solitaria en medio de la nada. Si la isla no tiene wi-fi, no voy, dicen sin hacer concesiones. En plenas vacaciones, cuando el cuerpo y la inteligencia recomendarían desconectarse por completo del mundo, ahí está como si nada el perturbador aparato hecho cada vez más chico, transformado en responsable principal de las grandes pérdidas de tiempo en que se convirtieron las vidas humanas desde que descubrieron la posibilidad de comunicarse sin que haya nada importante para comunicar, ni siquiera para decir.
La dependencia a lo que sucede en el instante de lo momentáneo, aunque esto sea totalmente prescindible, como el noventa por ciento de las veces lo es, ha generado un nuevo tipo de trastorno, una patología cuyo peligro viene en aumento y entre cuyas consecuencias figuran: déficit de atención entre estudiantes, todo tipo de accidente, conflictos a nivel de pareja (la adicción al teléfono aparece como causa en cada vez mayor cantidad de divorcios), etc. La peligrosísima enfermedad devino una usina de ansiedades y obsesiones, de fobias y trastornos, de comportamientos anormales, de fracasos absolutos en la intimidad que más lastima. 

Pronto los consultorios médicos comenzarán a llenarse de pacientes que dirán desesperados, “doctor, deme algo contra la falta de interconectividad, contra los deditos para abajo que me envían, contra la pérdida de amigos que no conozco en Facebook; estoy al borde de la desesperación, me siento terriblemente solo, temo cometer una tragedia”. Para la disfunción eréctil está Viagra, la mágica pastilla azul, y dos medicamentos más; para las arrugas, una inyección de Botox; para la gripe y el sarampión hay vacunas, etc. ¿Y para los miedos y ansiedades producidos por no saber ser uno mismo sin depender de la tecnología? Dudo que temprano o tarde vaya a aparecer una pastilla para combatir y solucionar el problema. Una receta médica será innecesaria para algo que carece de solución. 
 

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