Cuenta Cicerón, en sus Disputas Tusculanas, un episodio acerca del rey Dionisio, un déspota que tenía sometidos a los pobladores de Siracusa, en calidad de esclavos. Cicerón describe a Dionisio como una personalidad conflictiva y compleja. Se trataba de un tirano con sumos poderes, que ejercía su autoridad en forma activa y con energía, pero con un carácter dañino e injusto. Sin embargo, Cicerón señala que este monarca posiblemente haya sido alguien con una vida muy miserable, ya que no habría obtenido lo que tanto deseaba, a pesar de disponer, de una autoridad sin límites. En Dionisio, el filósofo romano destacaba una debilidad muy singular y paradójica: la de una absoluta desconfianza hacia su entorno, aun estando rodeado de muchas amistades y admiradores. Tal era esta condición, que compuso a su guardia personal con esclavos liberados por él, y tan sólo sus dos hijas podían afeitarle la barba, ya que “no le confiaba su garganta a nadie”. Era, según Cicerón, la extrañeza de un rey, encerrado en su propia prisión.
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