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Donald Shih Huang Ti Trump

El muro que propone el presidente de EEUU es un delirio como el de la Gran Muralla China
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12 de febrero de 2017 a las 05:00
Por Eduardo Espina, especial para El Observador

Hay una foto de Jorge Luis Borges sentado en un muro que no es el de los lamentos. Tiene cara de estar todavía vivo, aunque su extática quietud recuerde a la de un muerto. Los muros, por una razón u otra, han estado asociados a la muerte. Junto a un muro, tal vez por su condición de espacio que separa un dentro de un afuera, nadie se siente del todo vivo. De chico sentía algo parecido al pánico cada vez que me llevaban a visitar muertos al cementerio del Buceo. Creía que los muros permitían entrar, aunque no salir. Pero nunca sentí tanta angustia como la noche en Berlín cuando con el poeta español Marcos Canteli estuvimos parados junto a un muro donde habían fusilado a cientos de judíos durante las primeras purgas del régimen nazi. La muerte se había quedado ahí, pegada al cemento agujereado por las balas.

Un muro existe entre dos espacios; cercena la visión y por tanto impide que la mirada ejerza el tono mejor de su libertad. Ahí mismo empieza el final de algo. Los turistas sienten fascinación por los muros, tal vez porque es fácil fotografiarlos, congelar la imagen de la inmóvil soledad que los caracteriza. Ante un muro experimentamos el miedo de lo que fue origen y continuidad. ¿Cuántos murieron para poder construirlo? La Gran Muralla China –resulta interesante que para un muro de enormes proporciones necesitamos la versión femenina del mismo– tiene como apodo "el cementerio más grande sobre la faz de la tierra", porque se calcula que al menos un millón de persona murieron durante su construcción, muertos que han quedado en perpetuo estado de anonimato, tragados por el vacío infinito de la historia de la humanidad, tan llena de barbaries a las que se las hace pasar por actos civilizatorios.

La literatura y la música han sentido una especial fascinación por los muros, a los cuales el idioma español, en sintonía con un sentido de indefinición, llama también muralla (diferencia que en ingles no existe, pues wall se usa para todo). Mucho antes de The Wall de Pink Floyd, un escritor argentino escribió la mejor reflexión sobre un muro o muralla, incluso superior a la de Franz Kafka sobre el mismo tema.

La Gran Muralla China no es un muro, tampoco un murito de esos que uno puede subir y bajar sin necesitar escalera, o donde cualquiera puede ser fotografiado. Un muro es algo que supera la perspectiva racional de la imaginación. "La muralla y los libros" fue publicado en el diario La Nación de Buenos Aires el 22 de octubre de 1950; es breve, tiene apenas 983 palabras, pero su poderío poético roza lo sublime. Después de leerlo, nadie verá de igual manera a la mastodóntica construcción china. La tan bien trabajada brevedad del "ensayo" de Borges es un tour de force que exige atención, y sobre todo detención. Invita a quedarse por un rato en las frases y encontrarles la vuelta. La diferencia está en los detalles, no en la totalidad gigantesca, como con la muralla en cuestión.

Irracional obsesión


Con su núcleo argumental no narrativo, caleidoscópico, de linealidad esporádica, donde al unísono cabe todo lo que se cuenta y se piensa, "La muralla y los libros" no pretende ser un manual metafísico sobre la falta de explicaciones que caracteriza a la vida del ser humano. La edificación de la Muralla China destaca que la finalidad de esta no era otra que exaltar la irracional obsesión del emperador que la mandó construir y comprometer a la vez a todos quienes participaron de la monstruosa tarea de edificación (reitero, murieron miles antes de terminarla), convertida en testamento oficial de la locura humana cuando cuenta con la complicidad de la ingeniería y de un rey alucinado y listo para dilapidar las arcas del imperio en menesteres inexplicables.

Como si se hubiera propuesto devolverle al Lejano Oriente su exotismo –el mismo que fascinó a los poetas modernistas hispanoamericanos– el emperador Shih Huang Ti (260 AC-210 AC) quiso dejar en claro que ese a la vista, hecho de arcilla y arena, era su autorretrato y que quedaría caracterizado por una longitud con aspecto de infinita. Sin dejar todo para después, el loco monarca asiático levantó en su nombre una colosalidad arquitectónica, patrimonio del autoritarismo.

Barbarie e irracional lirismo


A la muralla que planea construir Donald Trump no podemos dejar de imaginarla aunque aún carezca de existencia. De igual manera, exhibiendo impúdica su irracional lirismo a lo largo de los siglos, la Gran Muralla que mandó construir Shih Huang Ti mantiene su condición de objeto paulatino, cuyo pasado milenario era para Borges mucho más interesante que el presente peronista de la Argentina en ese momento. De la misma forma, si no fuera por su nefasto costo político, social, humano, económico y ecológico (decenas de especies corren serio riesgo de extinción, entre otras, la tortuga del desierto, los berrendos sonorenses, los castores, y los ocelotes), la primera gran muralla a construirse en América tiene todo para alimentar el frenesí de la imaginación, tan proclive a celebrar aquellos actos que escapan de la rutina diaria, esto es, que convierten a la realidad en "casi" ficción. La idea de Trump es una locura mayúscula y como tal tiene un trasfondo real con tanto de barbarie como de irracional lirismo.

Fueron esos precisamente los ingredientes que convirtieron al proyecto de Shih Huang Ti en un acto con interés poético, tal como Borges lo vio tan bien, sobre todo porque el emperador chino acompañó la construcción de la muralla con otra decisión demencial: quemar todos los libros.

Sin embargo, su megalómana orden respondía a un criterio más lógico de lo que en apariencia pareció: al desaparecer todos los libros del mundo, desaparecería también la memoria de lo que había antes del reinado de Shih Huang Ti, ergo, la historia comenzaría con él.

Y con la muralla en pie, el único universo posible y necesario sería el que quedara situado dentro de aquel tan bien protegido imperio.

Las simetrías entre el delirio del emperador chino y el del nuevo presidente estadounidense no son tan descabelladas como parecen, por más que en las cabelleras es donde Shih Huang Ti y Donald Trump menos se parecen.

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