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Drama venezolano: el aborto, entre la criminalización y el tabú

Tras dos décadas y media de gobierno chavista, el país sigue sancionando con penas de hasta seis años de prisión la interrupción voluntaria del embarazo
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26 de julio de 2023 a las 08:48

María tomó un brebaje con semilla de aguacate, hojas de “mala madre” y otras plantas para tratar de interrumpir su embarazo, pero no funcionó y quedó sin opciones. Abortar en Venezuela es ilegal y a la práctica médica sólo se puede acceder en forma clandestina si se tiene dinero para pagarla.

Con 26 años y madre de cinco niñas, María vive en la pobreza extrema, alojada en casa de una amiga en un barrio popular de Caracas. “Una pierde la vida pariendo, pariendo, pariendo”, dice la joven, que pide proteger su identidad con un nombre ficticio. “Yo no quería tener más hijos, me llené de muchachos demasiado rápido”, se lamenta.

Con ella viven sus dos hijas más pequeñas; una de tres años y una bebé de diez meses. Las otras tres, una de cinco años y dos gemelas de nueve, están en casa de su abuela.

María intento abortar durante su tercer embarazo. “Intenté sacármela, tomé pepa de aguacate, remedios caseros y nunca se me salió”, cuenta María, quien confiesa que la “receta” se la dio una amiga que la había probado con éxito.

Venezuela, un país intensamente católico y conservador, sanciona el aborto provocado con una pena de cárcel por hasta seis años. Según el código penal de 1926, reformado en 2005, las penas se reducen si el aborto se realiza para proteger el “honor” de la mujer y su familia, sin especificar a qué se refiere ello, y se condonan si se hace para “salvar la vida” de la madre.

“Con los guarapos caseros, supuestamente, se te sale el bebé y no queda residuo de nada”, explica María. “Con las pastillas sí queda y los doctores se dan cuenta, y aquí tú no puedes hacer eso porque te meten preso”, relata la joven.

“No es una prioridad”

En el mundo, el 60% de los embarazos no deseados termina en un aborto y el 45% de ellos se realiza en forma insegura, es decir en la clandestinidad, según los reportes de la agencia de salud de Naciones Unidas (ONU). En el caso de Venezuela, no hay datos oficiales.

Una cosa es segura en medio de la opacidad existente: el país, de casi 30 millones de habitantes, está lejos de subirse a la “marea verde” de los movimientos pro interrupción voluntaria y legal del embarazo que bañó América latina en los últimos años y que llevó a la Argentina, Colombia, Cuba, México y Uruguay a despenalizarlo.

El derecho, sin embargo, no fue prioridad en los 24 años de gobiernos del movimiento chavista. El Parlamento, de mayoría oficialista, anunció en 2021 que legislaría sobre el asunto, pero hasta el momento no hay nada concreto.

“No es una prioridad en Venezuela que las mujeres no mueran por abortos en condiciones inseguras”, se lamenta Belmar Franceschi, directora ejecutiva de la oenegé Plafam, que brinda servicios de orientación sexual y sobre salud reproductiva.

En 2020, una maestra fue detenida por asistir el aborto de una adolescente de 13 años, embarazada producto de una violación. La niña estuvo nueve meses bajo arresto y el agresor quedó libre. En mayo pasado, la Policía desmanteló una presunta “banda dedicada a promover el aborto ilegal”, que no era más que un colectivo feminista que acompañaba a mujeres que querían interrumpir su embarazo de forma segura.

Una influencer antiaborto en las redes sociales hizo la denuncia y publicó la foto de una mujer custodiada por un policía. A raíz del caso, muchas activistas cesaron su actividad ante la posibilidad concreta de terminar en prisión.

“Como una adolescente”

En los hospitales públicos el aborto es imposible y en los centros privados cobran hasta US$ 1.000 por practicarlo clandestinamente. En ese contexto, Zarina, una música de 35 años, supo que estaba en estado de gravidez al cuarto día de retraso menstrual. Tres pruebas dieron positivo. Sin embargo, no lo entendía, pues estaba tomando píldoras anticonceptivas.

Finalmente, decidió abortar, pero no sabía cómo. “Asume tu responsabilidad”, le dijeron en el primer centro de salud al que fue a preguntar. “Me sentí como una adolescente”, confiesa la mujer.

Compró unas pastillas que en un portal de comercio electrónico ofrecían como abortivas. Las buscó en una barriada, a escondidas, y las tomó mientras se sometía a un tratamiento de acupuntura. Todo falló.

Las semanas pasaban y la desesperación crecía. Consultó a médicos, que a medida que le iban explicando el procedimiento para interrumpir el embarazo borraban mensajes para no dejar evidencia. Le pedían entre US$ 400 y US$ 1.000.

“No tenía el dinero y a una le dije que le dejaba mi instrumento, que vale miles de dólares, mientras lo reunía. Me dijo que no le interesaba, que trajera el dinero y listo”, cuenta Zarina. Finalmente, un ginecólogo la atendió. Le cobró en cuotas un total de US$ 500.

“Me sentí a salvo”, recuerda Zarina, que también pidió cambiar su nombre para “no ir presa”. “Aborté con respeto, calidez humana, sin dolor, sin psicoterror, sin regaño”, relata.

“Castigo divino”

Pese a la posición del gobierno, las manifestaciones a favor del aborto seguro se multiplicaron en Venezuela durante los últimos tiempos. “De manera novedosa para la escena política venezolana, el tema ganó la calle de manera masiva”, destaca Claudia Rodríguez, activista de la ONG feminista Mujer en Lucha.

Sin embargo, y al mismo tiempo, crecieron las expresiones antiaborto, como una marcha impulsada por movimientos evangélicos que congregó a cientos de personas en Caracas, la capital del país, hace unos días.

Ketsy Medina, de 40 años, sufrió en la novena semana de gestación un aborto retenido, en el que el cigoto no es expulsado. Era un embarazo deseado. Decidió esperar para expulsar el embrión. Con el paso de las semanas, tuvo esperanza de que el diagnóstico fuese un error y el feto estuviera bien. En esa situación, fue a una maternidad para que le realizaran una ecografía esperando detectar latidos, pero la recibieron con sospechas.

“No importa qué edad tengas, siempre van a sospechar que te provocaste un aborto”, cuenta la mujer, que volvió a quedar embarazada y un año después dio a luz a una niña, hoy de tres meses.

Además, la condena social tan arraigada viene cargada de culpa. María quiere ligarse las trompas, pero no pudo en su último parto por un episodio de preeclampsia, una complicación del embarazo potencialmente severa caracterizada por una presión arterial elevada que puede ser letal para la madre y el bebé.

Ahora, está ahorrando el dinero necesario para realizarse los exámenes exigidos por el Estado para poder en un centro público ligarse las trompas en forma gratuita. Y está preocupada por su hija de tres años, hospitalizada por un ataque de asma. Piensa que se trata de un castigo divino.

“Yo le pido perdón a Dios por todo lo que hice, por intentar sacarme a mis hijas. Me arrepiento”, subraya cabizbaja.

(Con información de AFP)

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