Guillermo Lasso, el presidente de Ecuador

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Ecuador y Perú, un problema de diseño… y algo más

La cuestión de la unicameralidad combinado con la escasa cultura cívica entre amplios sectores de la población son un cóctel incompatible con la salud del sistema democrático
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19 de mayo de 2023 a las 05:00

La disolución del Parlamento que decretó el presidente Guillermo Lasso en Ecuador se inscribe en una severa crisis de institucionalidad que viven hoy las sociedades andinas.

En Perú también, antes del intento fallido del expresidente Pedro Castillo de cerrar el Congreso en noviembre del año pasado, lo había hecho Martín Vizcarra en 2019. En aquella oportunidad, nadie lo acusó de golpista ni dijo que era un quiebre del orden institucional (como en efecto lo era), en pocas palabras, porque nadie quería al Congreso.

La razón principal –si bien no lo única– de estos excesos que se cometen en democracia parece estar en el problema de unicameralidad. Muchas veces el parlamento unicameral se extralimita en su labor de vigilante y contrapeso del Ejecutivo, politiza el ejercicio legislativo y pretende cargarse al presidente. Es lo que sucedió en los últimos años en Perú con una bancada mayoritaria muy fuerte del fujimorismo que impulsó en dos oportunidades una moción de vacancia contra el ex presidente Pedro Pablo Kuczynski, que terminó renunciando, y otras dos veces contra el propio Vizcarra.

Como en Ecuador, allí tampoco existía un Senado que atemperara las decisiones de la cámara, y todo se resolvía en un juego de suma cero: destituido el presidente o disuelto el Congreso.

En los países donde hay cámara de senadores, esta suele actuar como un muro de contención a esos abusos. Sucedió por tres veces en Estados Unidos, donde si hubiera sido solo por la Cámara baja no habrían terminado sus mandatos ni Andrew Johnson, ni Bill Clinton, ni Donald Trump. En los tres casos, la Cámara de Representantes votó por la destitución mediante impeachment, por razones fundamentalmente políticas, carentes de méritos para destituir a un presidente. Y en los tres casos, los salvó el voto del Senado.

Si la idea tanto en Perú como en Ecuador es tener esa rotatividad en el Ejecutivo, o que el presidente tenga esa facilidad de ser removido, entonces bien harían en adoptar un sistema parlamentarista a la europea, donde el jefe de gobierno cada vez que pierde apoyo en el Legislativo, enfrenta un voto de censura y muchas veces cae el gobierno.

Pero en los sistemas presidencialistas, como los son todos en América desde Estados Unidos hasta Argentina, la destitución de un presidente (que además en estos países es también el jefe de Estado) suele ser un trauma institucional. No se puede andar destituyendo presidentes y cerrando congresos como quien se cambia de camisa. Ya que a la inversa es igualmente traumático, y hasta peor: que un presidente disuelva un parlamento que ha sido elegido por el pueblo es, en cualquier caso, un golpe, no me importa en cuántas constituciones políticas esté contemplado; es siempre un quiebre, un incumplimiento en el mandato de las urnas. Y el de Lasso no es la excepción.

En todo esto hay también un tema cultural hondamente preocupante; esto es, de cultura cívica, o falta de la misma, en esos dos países. Tanto en Perú como en Ecuador, hay amplios sectores de la ciudadanía que se manifiestan en las calles pero que no tienen ningún respeto por el estado de derecho ni por el normal ejercicio democrático. Pretenden hacer política e imponer su ley precisamente desde las calles. Y está bien la protesta, está bien la movilización, es parte de la democracia; pero no querer torcer la expresión del soberano volviendo violenta la manifestación. Es un sistema de representación: hay unos comicios, hay unas instituciones, y es en esos ámbitos donde se deben canalizar los descontentos, impulsar los cambios y expresar los desacuerdos.

Pero estos sectores por lo general no muestran ningún apego a eso. En el Perú de los últimos 30 años, se da mucho incluso en una actitud simplemente muy poco cívica, no tienen por qué estar ejerciendo la violencia en las calles. Es el caso de la disposición frente al Congreso, visto por la mayoría de los peruanos como un nido de holgazanes y trepadores que no merecen estar allí. Nadie sabe siquiera quién es su congresista, ni ninguno de ellos los representa. Hay pues una clara crisis de representación. En consecuencia, si al presidente de turno se le ocurre cerrarlo, nadie se va a rasgar las vestiduras, y hasta puede que lo aplaudan, como fue el caso de Vizcarra y antes de Alberto Fujimori.

En Ecuador lo que hay es un sector indígena –minoritario, pero a la vez muy movilizado y cohesionado– que se agrupa en la llamada Confederación de Nacionalidades Indígenas (Conaie) y en el Movimiento Pachakutik; y cada vez que no les gusta una medida de gobierno, estallan en protestas violentas que paralizan el país. Muchas veces, el presidente tiene que renunciar, si es que no se aviene a las exigencias de estos sectores. Le pasó al expresidente Jamil Mahuad en el año 2000. Luego le sucedió a Lucio Gutiérrez en 2005, quien paradójicamente se había aprovechado de los disturbios contra Mahuad para participar en el golpe que lo terminó derrocando y, cinco años más tarde, él también hubo de renunciar tras la llamada Rebelión de los forajidos, en la que participaron estos grupos indígenas a pesar de haber integrado el gobierno de Gutiérrez hasta poco antes de las protestas. Le pasó más tarde a Lenín Moreno, en 2019, cuando le incendiaron el país por subir el precio de la gasolina, e increíblemente Moreno tuvo que mudar la sede del gobierno a Guayaquil y poco después desistir del aumento y ceder en todo a fin de complacer a estos grupos para no tener que renunciar. Y le pasó al propio Lasso en junio del año pasado, cuando la Conaie le paralizó el país simplemente por disentir de su política económica.

En ese momento, todo terminó en una moción de censura impulsada luego por el correísmo –también en la Asamblea– de la que el presidente se salvó por un puñado de votos.

Y ahora, otra vez la pelota en la casa de Doña María: la Asamblea controlada por la oposición pretendía destituirlo por un supuesto “peculado” bastante dudoso, y el presidente los madrugó con la llamada “muerte cruzada” y los disolvió a ellos.

No sé a ustedes, pero eso a mí no me parece una democracia sana. La disolución del parlamento que acaba de decretar Lasso acá, por ejemplo, sería inadmisible. Pero convengamos que se da en un contexto donde nadie respeta las reglas de la democracia, y donde la cultura del linchamiento parece cada vez más difícil de erradicar.

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