A lo largo de nuestros encuentros semanales, he procurado no mencionar al Protocolo y al Ceremonial. Me parecía que podrían sonar a grandiosidad o a formas de comportamiento un poco alejadas de nuestra vida cotidiana. Personalmente no lo comparto. Por eso llego con cordialidad a los tan amables lectores de El Observador con el tono habitual de estos encuentros semanales mencionando algunos aspectos del Protocolo.
Antes y no me refiero al tiempo anterior al Diluvio Universal, teníamos a nuestro alcance tratados y manuales con sabias orientaciones. Eran las luces claras que guiaban a quienes se dedicaban al Protocolo y al Ceremonial. Son normas y formas de una innumerable cantidad de actos humanos que encuentran respuesta en esas disciplinas.
Tiempo atrás tuvo lugar un banquete para mil doscientos comensales con la asistencia del mundo oficial y el empresarial. Fue en Buenos Aires en la sede del antiguo correo central hoy rebautizado con las siglas CCK. Los invitados fueron recibidos y ubicados en las mesas porque cada uno de ellos llevaba una tarjeta personal con un código de barras. Fue un acierto. Contrastó, afortunadamente, con las planillas en mano que se utilizaban por lo general. Durante mis estudios de Protocolo, aprendí una definición de igualdad. Dice que igualdad es dar a cada uno lo suyo pero no significa dar a todos lo mismo. En reuniones masivas hay ciudadanos “de a pie” y también otros que merecen un mayor respeto por su situación en la vida.
En los años de mi posgrado en España, tuve ocasión de visitar la empresa de unos colegas. Aquel país va por delante en temas protocolares. Ellos estaban ensayando la ceremonia de entrega de los premios “Príncipe de Asturias” (hoy “Princesa de Asturias”). Con sorpresa escuché emocionado, los primeros compases de nuestro Himno Nacional. Lo encontraron digitalmente y pensaron darme una alegría.
Hoy, todo aquello que nos parecía de ficción ya no lo es. Es cierto que no es posible abandonarnos por completo con un programa en la pantalla de una computadora. Las precedencias -quién va antes y quién después- que daban dolores de cabeza y parecían no tener solución, pueden ser ahora perfectamente desarrolladas. Aprendí con las lecciones de mis profesores que debíamos ser dibujantes, creadores, verdaderos artistas. Todo aquello se ha simplificado enormemente y así es posible pensar en una sala con quinientos invitados, una entrega de premios, una graduación universitaria, la inauguración de una planta industrial con invitados extranjeros y nacionales y un muy largo etcétera.
Viene a mi memoria una ceremonia en el lejano otoño de 1991 en Buenos Aires. El entonces Príncipe de Asturias iba a recibir el título de “bachiller jurídico honoris causa”. El homenajeado era por entonces estudiante en Madrid y le correspondía la titulación de acuerdo a su condición. El sitio elegido fue el Aula Magna de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Es un espacio muy solemne y amplio presidido por un cuadro inmenso de la creación de la Universidad de Buenos Aires por el Padre Antonio Saénz en 1821.
Se trataba de organizar una mesa presidencial con once asientos. A último momento, se presentó un funcionario oficial para verificar las precedencias. Desgraciadamente no se lució. El ahora rey de España ocupó la presidencia y tuvo a su derecha al presidente de la Suprema Corte de Justicia y, a su izquierda al Rector de la Universidad de Buenos Aires. Han pasado los años y puedo comprobar que con la ayuda digital no se hubiera logrado semejante solución. Un programa especial hubiese podido solucionar no sólo las precedencias sino el orden de los discursos y un largo etcétera.
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