Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

El comic y Archie

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07 de julio de 2019 a las 05:00

Por Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford, para Magdalena Reyes Puig
Querida Magdalena:

 

El cómic devoró a la tragedia

A través de sus cartas, he sabido que están ustedes inmersos en un torbellino de pasión política que concluirá dentro de unos meses con la elección de un nuevo Presidente y la renovación de las Cámaras Parlamentarias.

En el Reino Unido, estamos también a la espera de un nuevo inquilino para el nº10 de Downing Street. Desconozco su grado de familiaridad con los pormenores del fenómeno del Brexit. Sólo diré aquí que está agotando a los humoristas gráficos de todos los diarios y devorando a un Primer Ministro tras otro. Existe fundada sospecha de que nadie sabe, en la élite del poder, de qué se trata, ni los riegos y beneficios que involucra. Estamos yendo no sabemos bien adónde, guiados no sabemos bien por quién. Y para terminar de complicar la cosa, se ha hecho un referéndum en el que la mitad de la población ha manifestado estar a favor no se sabe bien de qué, pero la otra mitad ha dicho estar en contra de eso mismo que se ignora. Pero quizás lo más emocionante de la actual (por llamarla de algún modo) crisis, es que en medio de la incompetencia más absoluta, una vez declarada la sede vacante en Downing Street, las encuestas favorecen a quienes afirman que, de ser elegidos, realizarían acciones más atolondradas, irracionales o con perspectivas más ruinosas. Se ha declarado una verdadera competencia de inteligencia inversa, donde tiende a ganar el que parece más tonto, como si el entero sistema político que alguna vez fue una democracia ejemplar hubiera perdido su capacidad para realizar lo mejor y ahora, by default, entregara siempre sólo lo peor de sí mismo.

En este cursus honorum del revés, la política imita al arte -en este caso al séptimo. Quizás usted sea demasiado joven para recordarlo, pero yo no. Me refiero a cuando el cine era considerado un arte y no un entretenimiento. Entonces, incluso en nuestra humilde Oxford, uno podía elegir entre pasar un par de horas leyendo a Shakespeare en esta Biblioteca o disfrutar, en algún lugar no lejano, de una proyección del Pygmalion de George Bernard Shaw -me refiero al film de 1938 con guión del mismo autor y la legendaria actuación de Leslie Howard, que aún no se había transformado (irreversiblemente, he de decir), en el flemático Ashley Wilkes. 

En aquellos años, aún íbamos a ver ciertas películas con la misma reverencia con la que pedíamos prestado Enrique V en la biblioteca. Hoy, en cambio, vamos a ver ciertas películas con la misma irreverencia con que, en mi infancia, comprábamos un cómic de Superman en el kiosco de la esquina: sabiendo que se trataba de un entretenimiento barato que nos daría todo lo que le pidiéramos, siempre y cuando no le pidiéramos mucho. El kiosco ha sustituido a la biblioteca. El cómic ha devorado a la tragedia. Pero ir al cine es una experiencia devaluada, y las palomitas de maíz son a veces su mejor recuerdo. 

Podemos decir que el cine contenía embrionariamente, al mismo tiempo, a Enrique V y a Superman. Pero que el Segundo Principio de la Termodinámica (el del desorden prevalente) condenó al héroe de la jornada de San Crispín. La humanidad entera abandonó a Shakespeare y a George Bernard Shaw y, bajo los efectos de la criptonita verde, se entregó a las interminables sagas de los superhéroes.

Del mismo modo, los líderes de nuestro mundo se están convirtiendo en entertainers. Ya no son los que están ahí porque ven lo que nosotros no vemos, sino como pretendida expresión del triunfo del promedio sobre la excelencia.

El mecanismo podría ser éste: 

1) Los líderes averiguan qué quiere la gente. 

2) En vez de plantarse frente a la gente y exigir de la sociedad lo mejor (aunque a veces eso sea sangre, sudor y lágrimas), se sitúan entre la gente y le devuelven la imagen que la gente desea recibir (aún a costa de consentir ser engañada). 

3) La gente premia con su audiencia o con su voto al líder más irrelevante -y así autosatisface su afán igualitario.
Corolario: la sociedad termina privada de los referentes que necesitaría, y aceptando, en contrapartida, falsos superhéroes que lamentablemente suelen perpetuarse en series dinásticas. Igual que en el cine. Pero de un cine que ha dejado de ser arte y en el que las palomitas de maíz y las gaseosas azucaradas sólo garantizan un prolongado, previsible y merecido dolor de barriga.

 

Archie al rescate

 

De Magdalena Reyes Puig para Leslie Ford del Trinity College
Estimado Leslie:

 

Espero que no me tome por kriptomaníaca (el neologismo es tan oportuno ahora como lo fue el de la posverdad hace un trienio, cuando sus conciudadanos votaron  a favor del Brexit), pero ciertamente añoro los tiempos cuando iba al kiosco de mi barrio en busca de un cómic de Archie, rezando para encontrar alguno que me faltara.  Pocas cosas me gratificaban más que tirarme en el sillón, haciendo globos rosados con el chicle Bazooka jirafa, a leer la flamante historieta del pelirrojo adolescente y pecoso. Un auténtico galán, que manejaba un Beetle rojo convertible y tocaba la guitarra sin nada que envidiarle a B.B. King, Keith Richards o Jimmy Hendrix.  

No recuerdo pedirle nada especial a Archie (claro que no era el típico superhéroe con capa y poderes mágicos, siempre pronto para salvarnos de los infortunios trágicos), mas sí puedo rememorar el goce que me generaba el ritual. Mientras no perdiera la irreverencia que redundaba en sus fascinantes aventuras, ya me bastaba y sobraba. Porque Archie  me concedía la posibilidad de “desviar la atención” y evadir -por un rato- la angustia existencial, para deleitarme en la fantasía de una realidad alternativa. El entretenimiento goza de muy mala prensa, pero ya lo dijo Pascal: “Sin entretenimiento no hay alegría, y eso es también lo que hace la felicidad”. 
Dijo Nietzsche que,  “para alguien que piensa las cosas que yo tengo que pensar, el peligro de destruirse a sí mismo está siempre muy cerca”.  Y el peligro lo venció, es verdad, porque no hay conciencia capaz de soportar el fulgor de tanta luminosidad. Pero, incluso a años luz de la profundidad intelectual de Nietzsche, la amenaza siempre está al acecho. La realidad es, para todos y sin excepción, un caudal pletórico de frustraciones. Por eso tenía tanta razón Pascal.  

No sé si Archie sembró en mí alguna enseñanza excepcional, pero sí me reveló que un toque de comedia es un coadyuvante eficaz para perdurar en el sentimiento trágico de la vida. ¿Acaso puede un adolescente perseverar en la aflicción avivada por la trágica vida de Zezé (el niño mestizo que protagoniza la maravillosa novela de José Mauro de Vasconcelos, Mi planta de naranja lima) sin el complemento extravagante y frívolo de un superhéroe simbolizando el costado más absurdo de la vida? Alineada con la teoría del justo medio aristotélica, es muy probable que la existencia humana sea,  a fin de cuentas, una tragicomedia. 

Este es el sentido que se desprende de la anécdota de Sócrates, cuando fue al teatro a ver la representación de “Las Nubes” en la que el comediante Aristófanes se mofa de él , personificándolo como un  sofista charlatán. Cuenta la leyenda que Sócrates no sólo no se enojó, sino que sorprendió a todos con su hilaridad. El hombre más sabio de Atenas, el mismo que hizo de su vida una prédica de la virtud encarnada en la búsqueda de la verdad,  riéndose de la caricatura más grotesca de sí mismo: presumo que no debe de existir un ejemplo más ilustrativo de conocimiento de uno mismo y clarividencia intelectual.   

Así y todo, coincido con usted en que cuando se encumbra a líderes políticos en función de los poderes que les confieren sus respectivos trajes de superhéroes,  la decadencia está a la orden del día. Parafraseando a Jesús de Nazareth, “Al gobernante lo que es del gobernante, y al entertainer lo que es del entertainer”. 

Hace unos días, y en medio de la atmósfera de pasión política que se respira en mi país, yo despotricaba contra la discordante apatía que parece ser tendencia entre la mayoría de los jóvenes, que dedican más tiempo a compartir historias en Instagram o gifs en Whatsapp que a deliberar acerca de la mejor forma posible de administrar nuestra coexistencia social.  Fue entonces cuando mi hija lanzó sobre mí una interpelación concluyente: “Esta realidad contra la cual tu despotricás no la creamos nosotros, mamá. Ella es el resultado de las decisiones que tomaron ustedes”. 

El cómic no devora a la tragedia, no.  En todo caso, y por mal que nos pese, entre tanta palomita de maíz,  a ella la devoramos nosotros. El problema es cuando el dolor de barriga lo padece el heredero,  al que tildamos –inmerecidamente- de irreverente. 

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