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El enigma de la Mujer de Isdal: ¿Una espía asesinada o una víctima de un crimen ritual?

En 1970, una familia de excursionistas descubrió el cuerpo quemado de una mujer en el antiguo “Valle de la Muerte”, cerca de Bergen, en Noruega. Al principio se creyó que había sido asesinada por una secta, pero con el tiempo se supo que había fotografiado instalaciones militares y usado ocho pasaportes falsos en menos de un año
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03 de agosto de 2022 a las 05:03

Por Daniel Cecchini

Isdalen, Noruega, 29 de noviembre de 1970. El domingo había amanecido despejado y luminoso en la ciudad de Bergen, un día ideal para dar un paseo. Marcus, un padre separado, decidió llevar a sus dos hijas de menos de diez años a caminar por el Valle del Hielo, un lugar elegido por los senderistas en épocas más cálidas del año, pero bastante solitario al avecinarse el invierno.

Es probable que mientras caminaban – o quizás cuando a mediodía hicieron un picnic - Marcus les haya contado a sus hijas que esas tierras, en épocas muy lejanas, se las conocía como el “Valle de la Muerte”, porque habían sido escenario de suicidios y sacrificios rituales durante la Edad Media escandinava. No se trataba de una historia truculenta: era lo que cualquier guía les contaba a los turistas como una curiosidad más durante el recorrido.

Lo truculento se les presentó cuando estaban desandando el camino y un olor muy fuerte a carne quemada le llamó la atención a Marcus. No fue él sino una de las chicas la que descubrió que entre unas rocas había un cuerpo calcinado. No miraron más, el hombre tomó de las manos a las pequeñas y volvió más rápido que ligero a la ciudad para denunciar ese hallazgo macabro.

Así nació, casi por casualidad, el misterio de “la mujer de Isdal”, uno de los mayores enigmas de la Guerra Fría que, más de medio siglo después, nadie ha podido resolver.

La primera investigación

Guiado por el propio Marcus, un equipo de la policía local llegó al lugar con las últimas luces del día. El cadáver estaba fuera del camino, en un lugar por donde rara vez pasaban los caminantes, y de no haber sido por el olor a quemado podrían haber pasado meses allí sin que lo descubrieran.

Era el cuerpo de una mujer joven con la parte de adelante quemada por completo – una dificultad para identificarla – y la espalda extrañamente ilesa. El cadáver parecía corresponder a una mujer de entre 25 y 40 años, de cabello “largo y marrón oscuro”, una cara pequeña redonda, ojos marrones y orejas pequeñas.

Alrededor del cuerpo, la policía encontró una serie de objetos: un reloj, una sombrilla rota, tres botellas – dos intactas y una rota – dos aros y un anillo. También había un par de botas de goma, unas medias de nylon y una docena de pastillas. No estaban tirados así nomás: la manera en que estaban dispuestos daba la impresión de que podían ser parte de un ritual.

Cuando los forenses empezaron a examinar el cadáver se toparon con otro hecho extraño. Las prendas que se habían salvado del fuego tenían las etiquetas cuidadosamente cortadas. Era imposible determinar – por lo menos a simple vista – sus marcas o su procedencia.

La autopsia, practicada en el Gades Institutt, en el Hospital Universitario Haukeland, concluyó que la víctima había muerto por una combinación de incapacitación a causa de la ingesta de fenobarbital y envenenamiento por monóxido de carbono. Había restos de hollín en los pulmones, lo que indicaba que estaba viva cuando se quemó; tenía, además, lesiones en el cuello, que los médicos adjudicaron a una caída o un golpe.

Los análisis de sangre y estómago mostraron que había ingerido entre 50 y 70 pastillas para dormir de fenorbital – de marca Fenemal -. Iguales a las encontradas cerca del cuerpo.

Los forenses decidieron guardar muestras de tejido de los órganos, y también los dientes y la mandíbula de la mujer porque tenían un trabajo de relleno en oro que, quizás, sirviera para identificarla.

La identidad de la víctima – o de la suicida, porque debido a las pastillas se barajó esa hipótesis – era un misterio.

Una pista: las valijas

En los ’70, entre los muchos procedimientos de rutina de la policía noruega para tratar de identificar a una persona figuraba el de preguntar en los depósitos de las terminales si alguien había dejado de retirar valijas. En la estación de trenes de Bergen había dos que un empleado dijo que pertenecían a una mujer. Cuando los policías describieron lo poco que sabían de su aspecto en vida, el empleado les dijo que podía ser. No les pudo dar el nombre de la propietaria, solamente el número de la consigna.

Al abrir las valijas encontraron ropa, un par de anteojos sin graduación, cosméticos, algunos saquitos de té, una crema medicinal contra los eczemas, un peine y un cepillo; hasta ahí, nada extraño. En cambio, sí llamó la atención que tuviera varias pelucas con diferentes colores de pelo y mucho dinero en efectivo, entre marcos alemanes, francos belgas y suizos, libras esterlinas y coronas noruegas. Y un elemento todavía más misterioso: una carta escrita en código.

Por primera vez, los investigadores pensaron que la mujer muerta podía ser una espía. En una de las valijas había una huella digital que tal vez le perteneciera.

Cuando examinaron con más detalle las prendas que había en las valijas descubrieron que – igual que las que vestía el cadáver – tenían las etiquetas cuidadosamente cortadas. Con respecto a la ropa, la única pista que podían seguir era la de las botas encontradas cerca del cadáver.

Así llegaron, semanas más tarde, a la zapatería Oscar Rørtvedt, ubicada en la ciudad noruega de Stavanger. Cuando el hijo del propietario, Rolf Rørtvedt, les dijo que había vendido un par de botas de goma a “una mujer atractiva y muy bien vestida, de cabello oscuro”, los investigadores creyeron que habían dado un gran paso para conocer la identidad de la mujer.

Le pidieron a Rolf que la describiera con más detalle e hicieron un identikit, con el cual recorrieron los hoteles de la ciudad.

Todos nombres falsos

El recepcionista del hotel St. Svithun dijo que una mujer parecida se había registrado unos meses antes con el nombre de Fenella Lorch. Había estado unos días, casi no había salido de la habitación y al irse pagó en efectivo. ¿Le pidieron el pasaporte?, le preguntaron. Claro, nosotros cumplimos con la ley, respondió el indignado empleado del hotel.

No demoraron en descubrir que, si la mujer realmente había presentado un pasaporte, era un documento falso: Fenella Lorch no existía. Para entonces, la policía ya sabía que la huella digital encontrada en la valija no figuraba en sus registros.

En los dos meses siguientes, los investigadores descubrirían que la supuesta Fenella se había alojado en otros hoteles de Noruega, donde fue reconocida por el identikit. Se había identificado con pasaportes diferentes: Genevieve Lancier, de Louvain, se quedó en el Hotel Viking, de Oslo, desde el 21 al 24 de marzo de 1970; Claudia Tielt, de Bruselas, estuvo en el Hotel Bristol, en Bergen, del 24 al 25 de marzo, y en el Scandia, de la misma ciudad, entre el 25 de marzo y el 1° de abril; Claudia Tielt, de Bruselas, se quedó en el Hotel Skandia, también en Bergen, del 25 de marzo al 1 de abril; Claudia Nielsen, de Geut, se alojó en KNA-Hotellet, de Stavanger, del 29 al 30 de octubre; Alexia Zarne-Merchez, de Liubliana (Eslovenia), pasó 6 días en el Hotel Neptun, en Bergen, del 30 de octubre al 5 de noviembre; Vera Jarle, de Antwerp, se quedó en el Hotel Bristol, en Trondheim, del 6 al 8 de noviembre; Fenella Lorch, en el Hotel St Svithun, de Stavanger, del 9 al 18 de noviembre; Ms Leenhouwfr (así la registraron), pasó la noche del 18 al 19 de noviembre en el Hotel Rosenkrantz, en Bergen, del 18 al 19 de noviembre; y Elisabeth Leenhouwfr, de Ostend, se quedó en el Hotel Hordaheimen, también en Bergen, del 19 al 23 de noviembre.

Una recepcionista del Neptun les dio además un dato interesante a los investigadores. La señora Alexia Zarne-Merchez se había reunido varias veces con oficiales de la marina alemana en el lobby del hotel.

Ninguno de los nombres de los pasaportes pertenecía a una persona real: la identidad de la “mujer de Isdal” seguía siendo un misterio, pero quedaba claro que era una espía.

Entonces, a fines de febrero de 1971, la policía recibió la orden de cerrar el caso y caratularlo como “suicidio”. El cadáver fue enterrado en el cementerio de Bergen.

Los servicios de inteligencia

Para ese momento – pero esto se sabía muchos años después -, los servicios de inteligencia noruegos estaban investigando a la “mujer de Isdal” y no querían ni interferencias ni filtraciones de información. Se habían interesado en ella cuando su descripción coincidió con la de una mujer que, meses antes, fue vista fotografiando una prueba militar de nuevos cohetes en el oeste de Noruega. La tenían vigilada, siguiéndola paso a paso, pero de pronto se les había esfumado sin dejar un rastro.

Sabían que en noviembre de 1970 había estado de manera clandestina en Noriega un coronel de la KGB, justo cuando se estaban probando en secreto los misiles Pengüin. Sospechaban que la “mujer de Isdal” era su agente local y que le había pasado información.

Con respecto a las anotaciones en código encontradas en una de las valijas, los agentes de inteligencia estaban más avanzados que la policía. Las habían descifrado sin muchas dificultades, pero más allá de algunos lugares y fechas, no decían nada de utilidad.

La investigación de inteligencia y sus resultados – si los hubo – se mantuvieron en secreto.

Para la policía era caso cerrado. Debieron pasar décadas para que alguien lo recordara.

Un testimonio tardío

En noviembre 2005, Ketil Kversoy, residente de Bergen que tenía 26 años en 1970, contó a un periódico local que tras ver el retrato robot, sospechó que la víctima podía ser una mujer a la que había visto cinco días antes del hallazgo del cadáver, cuando estaba de excursión por el valle.

Dijo que se decidió a contarlo después de leer una nota conmemorativa del hallazgo del cadáver de la “mujer de Isdal”. Una simple nota de color para recordar la ocasión.

Kversoy recordó que la mujer no estaba vestida con ropas adecuadas para el senderismo y que metros detrás de ella había dos hombres, también con ropas de ciudad. “Cuando nos cruzamos ella me miró a los ojos. Me pareció que estaba entre asustada y rendida. Los hombres estaban a unos veinte metros. Al mirarme creí que ella iba a decir algo, pero no lo hizo y entonces miró detrás suyo y miró a estos hombres que estaban a su espalda. Estoy seguro de que sabía que la estaban persiguiendo. Recuerdo su cabello negro, oscuro, no muy largo. Los hombres que la seguían también tenían pelo negro. No lucían para nada como noruegos. Para mí eran del sur de Europa. Nunca conté nada porque tuve miedo de que me creyeran loco”, dijo.

Una simple nota en un diario local no alcanzó para reabrir el caso, que siguió cerrado otra década más.

Un hallazgo y la mandíbula

En 2016, un hombre encontró un bolso enterrado a unos cuarenta metros de donde había aparecido el cadáver calcinado. Era un bolso de mano que estaba muy corroído. La policía lo hizo examinar y no se encontró nada de utilidad, pero la presunción de que hubiera pertenecido a la “mujer de Isdal” despertó renovado interés por su caso, no sólo por parte de las autoridades sino también del periodismo.

El médico Inge Morild era un niño a principios de la década de los ’70, pero recordaba que en sus primeros tiempos como forense en Bergen, la mandíbula de la mujer, guardada por su antecesor, había sido enviada al sótano del Hospital Universitario de Haukeland. No le resultó fácil encontrarla.

Los análisis de isótopos de estroncio y oxígeno, que rastrean compuestos absorbidos en etapas específicas del desarrollo de los dientes, indicaron que la mujer se pudo haber trasladado desde Europa oriental o central hacia Occidente en su adolescencia o poco después.

Un indicio más de que la “mujer de Isdal” podría ser una espía que vino del frío.

Cuando buscó las muestras de tejido conservadas por los forenses que hicieron la autopsia, la policía descubrió que ya no estaban donde debían estar. Podían simplemente haberse perdido, pero lo extraño del caso es que no faltaba ninguna otra muestra de la época, ni de antes y de después. Los tejidos de la “mujer de Isdal” eran los únicos desaparecidos, lo que hace sospechar que fueron a parar a las manos de la inteligencia noruega.

Finalmente se pudieron rescatar muestras de ADN de los dientes, pero no hubo coincidencias en ninguna de las bases de datos – incluida la de Interpol – con las que fueron comparados.

Más de medio siglo después, la verdadera identidad y la nacionalidad de la “mujer de Isdal”, qué hacía en Noruega en 1970 y por qué la mataron, siguen siendo parte de un misterio sin resolver.

Uno de los enigmas que dejó el despiadado mundo del espionaje durante la “Guerra Fría”.

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