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El éxito de una rebelión: confianza, consenso y creer que es inevitable

Las razones del fracaso de la oposición en la caída de Maduro
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12 de mayo de 2019 a las 05:00

Max Fisher
New York Times News Service

 

Para entender qué es lo que hace que un golpe de Estado tenga éxito, como sucedió hace poco en Sudán y Argelia, o un fracaso, como ocurrió la semana pasada en Venezuela, es útil considerar los eventos que transcurrieron en Libia hace 50 años.

Durante la mayor parte del año 1969, circularon rumores sobre un inminente golpe de Estado en el país. En setiembre, un puñado de vehículos militares llegaron a las oficinas y los centros de comunicación del gobierno, y una breve declaración anunció el fin de la decrépita monarquía de Libia.

Las unidades del ejército en todo el país, que asumieron que los jefes militares estaban al frente del golpe y que se presentarían en cualquier momento, aseguraron el resto de Libia de manera incruenta. Las potencias extranjeras pronto reconocieron al nuevo gobierno. Nadie se molestó en confirmar quién estaba liderando la toma del poder.

Una semana después, un teniente desconocido del Cuerpo de Señales del Ejército anunció que, en realidad, él y unas cuantas decenas de oficiales de bajo rango habían escenificado el golpe de Estado. Su nombre era Muamar Gadafi que se mantuvo en el poder durante 42 años.

Si los libios se sintieron engañados, ya era demasiado tarde. Sacar a los oficiales requeriría que una gran cantidad de personas influyentes, ciudadanos y aliados extranjeros de Libia se unieran en contra de los nuevos dirigentes, algo que no se había logrado orquestar ni siquiera en contra de una monarquía tan poco popular.

En Venezuela, el líder opositor, Juan Guaidó, luchó para crear un sentido de inevitabilidad en torno a su plan para derrocar al presidente en funciones, Nicolás Maduro, pero el respaldo militar que convocó nunca llegó.

Su fracaso, junto con el éxito que han tenido las estrategias recientes para derrocar a líderes repudiados en Argelia y Sudán, subraya la dinámica que por lo general hace que un golpe de Estado sea un éxito o un fracaso. Al parecer, un periodo histórico de calma sin golpes de Estado ni revoluciones está llegando a su fin, lo cual hace que esta dinámica sea cada vez más importante más allá de Venezuela.

Solemos pensar que los golpes de Estado los llevan a cabo manifestantes furiosos u oficiales rebeldes. Sin embargo, en la práctica, casi siempre los realiza la élite dominante política, militar y empresarial del país.

Después de todo, esas personas influyentes tienen la última palabra para determinar si un líder se queda o se va. No obstante, solo pueden destituir a un líder si trabajan en conjunto, lo cual convierte a cualquier golpe en lo que Naunihal Singh, un líder académico especialista en golpes de Estado, llama un “juego de coordinación”.

En Libia, Gadafi fue capaz de detonar el equivalente político a una estampida bancaria, y la mayoría en Libia se unió a su toma de poder, pues todos suponían que la caída del gobierno era inminente.
Guaidó ha estado tratando de cultivar una sensación parecida de consenso e inevitabilidad entre la clase influyente de Venezuela.

Algunos de los errores de Guaidó han sido tácticos, como publicar su llamado a la acción en Twitter, dijo Singh. Por lo general, los que dirigen un golpe de Estado recurren a la televisión o las estaciones de radio nacionales porque al tener dominio sobre ellas el país se convence de que ya tienen el control.

Guaidó también convocó a los líderes militares para que se unieran a su causa, lo cual llamó la atención hacia su falta de apoyo.

“No puedes decir: ‘Solo si tenemos su apoyo podemos ganar’. Lo que debes decir es: ‘Ya ganamos’”, explicó Singh. “Cuando haces que parezca que ya lograste el cometido, obtienes el apoyo necesario para lograrlo”.

Hay un problema más profundo que ha estancado los intentos para derrocar a Maduro: la clase influyente de Venezuela, al igual que sus ciudadanos y la comunidad internacional en general, está gravemente dividida.

Aun cuando cada una de las élites políticas o empresariales se beneficiaría con la salida de Maduro, no pueden coordinarse para crear la sensación de inevitabilidad necesaria. Pero muchos de ellos son lo suficientemente receptivos para que la amenaza de un golpe de Estado se cierna sobre Venezuela.

Iniciar un golpe de Estado sin ese apoyo crucial de las élites puede ser peligroso. Cuando un grupo de oficiales detractores intentaron expulsar al gobierno turco en 2016, al parecer dieron señales de un apoyo político que nunca se materializó. El intento, y la respuesta del gobierno, derivaron en decenas de muertes y los conspiradores terminaron en prisión.

La debacle en Turquía destacó que un golpe de Estado es menos un operativo militar y más un asunto de acción colectiva.

Las élites que determinan el resultado de un golpe normalmente son demasiado numerosas y dispersas como para comunicarse directamente. Además, le temen a los riesgos. La tarea de los dirigentes de un golpe es convencer a cada élite de que las demás se unirán, y así lograr que actúen al unísono.

Esto a menudo implica conducir a los manifestantes y a los gobiernos extranjeros para que apoyen la causa, y así crear la apariencia de consenso.

Es por eso que la lucha por el poder en Venezuela se ha desarrollado en parte en torno a lo que parece ser un tecnicismo: la afirmación de Guaidó de que es el presidente legítimo del país.

La legitimidad de un líder funciona como las divisas modernas. El papel en sí mismo solo tiene valor porque los consumidores lo tratan como si lo tuviera. De igual forma, un líder solo es legítimo si los ciudadanos y las instituciones de su país lo tratan como tal.

Si una cantidad suficiente de ciudadanos e instituciones venezolanas se convencen de tratar a Maduro como un líder que ya no es legítimo, dejará de serlo en la práctica. Pero, una gran cantidad de personas aún lo tratan como legítimo, aunque solo de manera pasiva.  

El desafío de Guaidó quizá sea que está tratando de resolver dos problemas a la vez. Intenta usar indicios de que las élites están abandonando al gobierno de Maduro para incitar un levantamiento popular más amplio, a la vez que trata de usar las manifestaciones para motivar más deserciones de parte de las élites.

Estos dos grupos, en cualquier movimiento para derrocar a un gobierno, suelen buscar objetivos incompatibles. Las élites normalmente quieren mantener el statu quo. Por lo general, los ciudadanos buscan cambios más profundos: la democracia, que amenaza el poder de las élites, y el Estado de derecho, que puede ser una amenaza para los ingresos de las élites e incluso para su libertad.

En Zimbabue en 2017, esta contradicción se volvió evidente después de que las élites cumplieron la exigencia de los manifestantes de destituir a Robert Mugabe, el líder del país desde hacía muchos años.

En vez de implementar una democracia, instalaron a otro miembro de su clase.

Es muy probable que las manifestaciones hayan estimulado a las élites de Zimbabue para coordinarse y sacar a Mugabe. Sin embargo, dieron prioridad a sus propios intereses y usaron las manifestaciones como una excusa para cambiar a un líder viejo y poco fiable por uno nuevo. Puede que el golpe haya sido un éxito para las élites de Zimbabue, pero se podría argumentar que no lo fue tanto para sus ciudadanos.

Tras exigir con éxito la salida de sus propios tiranos envejecidos, los manifestantes en Argelia y Sudán están alertas a una estrategia similar de “carnada e intercambio”.

Ambos golpes de Estado fueron casos típicos: élites poderosas y fuertemente unificadas, que se coordinaron con relativa facilidad, aprovecharon las manifestaciones para desplazar a un líder débil y detestado.

Las probabilidades de que un golpe de Estado conduzca a la democracia son escasas. Desde la Segunda Guerra Mundial, solo uno de cuatro casos en los que se derrocó a un dictador esto condujo a la instalación de la democracia.

Incluso cuando los dirigentes de un golpe emprenden una transición real a la democracia, con frecuencia se aseguran de que los privilegios y los derechos de las élites no se vean afectados, prácticamente garantizando que la democracia plena no pueda entrar en vigor sino hasta que la antigua élite desaparezca, literalmente.

Amy Erica Smith, politóloga de la Universidad Estatal de Iowa, escribió para el sitio web Vox que las condiciones en Venezuela aumentan las posibilidades de un golpe de Estado que conduzca a la democracia, y las enlistó: “Un régimen autoritario desprestigiado; un historial de resistencia ciudadana en contra del régimen; una alianza entre los políticos democráticos y el ejército; una historia de competencia electoral partidista”.

Sin embargo, las mismas condiciones que han hecho al gobierno de Maduro excepcionalmente resistente a los intentos de golpes de Estado —una élite y una población divididas, corrupción enraizada en el ejército, un punto muerto entre las potencias extranjeras— podrían dificultar el establecimiento de una democracia.

“La historia está plagada de casos de transiciones de poder respaldadas por el Ejército, las cuales supuestamente deben conducir a las elecciones y la democracia… y no resulta así”, escribió Smith. 
 

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