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El fútbol como deporte debe parar; como negocio, probablemente no pueda

El deporte está frente a un escenario inédito con la pandemia de coronavirus
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15 de marzo de 2020 a las 17:56

Rory Smith

The New York Times News Service

De repente, en el transcurso de unas 72 horas, lo que había sido un flujo estable —un aplazamiento por aquí, una prohibición de fanáticos por allá, una respuesta gradual a una crisis devoradora— se transformó en un aluvión.

Italia suspendió la temporada de la Serie A. España hizo lo mismo con La Liga. El jueves 12 de marzo, varias ligas de Europa siguieron el ejemplo. El 13 de marzo por la mañana, la Premier League —finalmente— decidió distanciarse de la postura del gobierno británico y también anunció una pausa.

Fueron presionados a tomar esa decisión no solo por la necesidad de evitar fomentar la propagación del COVID-19, sino por el creciente número de casos dentro de la cancha. Esta semana, primero la Juventus de Turín, luego el Inter de Milán, habían entrado en cuarentena. Daniele Rugani, defensa de la Juventus, salió positivo en la prueba. Se sospechó de un caso en el equipo de básquetbol del Real Madrid, y el club respondió suspendiendo todas las actividades deportivas.

Luego vino Benjamin Mendy, del Manchester City, quien entró en autoaislamiento; luego Mikel Arteta, entrenador del Arsenal, y Callum Hudson-Odoi, extremo del Chelsea, dieron positivo; luego vinieron el Leicester y el Watford, temiendo que sus jugadores y miembros del personal hubieran sido expuestos al virus.

El fútbol ha resistido todo lo que ha podido, por mucho más tiempo del que debió haberlo hecho. Realmente fue durante esas 72 horas —una vez que algunos equipos estuvieron en cuarentena y los jugadores ya estaban enfermos— que el fútbol entendió que no podía arreglárselas a su manera. No podía seguir pretendiendo que todo estaba normal.

Los líderes visibles del deporte perdieron la esperanza de que todo simplemente pasara, o jugar esa carta confiable que tienen reservada para este tipo de situaciones: identificarse como una “distracción” en tiempos difíciles, creyendo de alguna manera que eso les concede inmunidad.

El 12 de marzo, la UEFA convocó una videoconferencia con todos sus miembros constituyentes, así como con FIFPro, el sindicato de los jugadores, y el organismo que gobierna a todas las ligas principales de Europa. Conversarán el 17 de marzo, para intentar encontrar una solución. Todas las opciones serán consideradas. Según los familiarizados con las negociaciones, nada será descartado.

Como el resto del mundo, finalmente han entendido la realidad de la crisis del coronavirus: cuán grave es todo esto y cuán amplias serán sus implicaciones.

Digo finalmente, porque los clubes han estado haciendo todo lo que pueden desde hace un tiempo. Al menos un equipo de la Premier League ha estado realizando reuniones diarias para sus ejecutivos, para asegurarse de que estén conscientes de las recomendaciones médicas y gubernamentales más recientes, y revisando sus políticas —desde las relacionadas a la salud y seguridad hasta el proceso para el reembolso de entradas de la temporada— para asegurarse de que sean sólidas y justas.

La mayoría ha tenido desde hace semanas una prohibición general de entrada a visitantes no esenciales a las áreas del equipo principal. Algunos han separado los equipos jóvenes y femeninos de los principales en un esfuerzo por reducir el riesgo de contagio.

Otros han desinfectado completamente sus instalaciones de entrenamiento, prohibido viajes de ida y venida a áreas de alto riesgo, y alentado a las personas a trabajar desde casa cuando sea posible. Otro equipo de la Premier League le ha dado instrucciones a los miembros del personal de lavar sus manos al entrar y salir de cada habitación. Los departamentos médicos han estado incrementando lentamente las medidas de higiene a medida que la crisis se intensifica.

Sin embargo, mientras los clubes estuvieron haciendo lo poco que podían, también esperaban la aparición de un liderazgo. A los equipos individuales no les corresponde tomar decisiones generales que puedan afectar torneos y temporadas enteras. Los equipos requerían de alguien por encima de ellos que tomara las riendas. Y hasta esta semana, eso simplemente no había sucedido.

La respuesta del fútbol al coronavirus ha comprobado dos cosas. La primera, es cuán fragmentada se ha vuelto la estructura del juego, cuán incapaz es de comunicar algo con una sola voz, incluso en temas tan urgentes como su papel en mitigar una emergencia de salud pública. Cada organismo ha sido incapaz de mirar más allá de su propia responsabilidad ni de imaginarse como parte de un conjunto mayor.

Por supuesto, ese siempre ha sido el caso. Es lo que constituye la esencia de las continuas conversaciones sobre el calendario global, la eterna lucha por incorporar las ambiciones y la codicia de los clubes aristocráticos de Europa a una estructura más amplia. 

Pero en las últimas semanas ha quedado en evidencia cuán plagado de egoísmo está el juego, cuán poca importancia se le da al deporte como un todo, y cuán vulnerable queda todo en consecuencia.

La crisis ha revelado cuán renuentes son las entidades organizadoras a importunarse y qué tan sumidos en el ombliguismo pueden estar los directivos de los clubes, preguntándose si sus jugadores estarán muy exigidos por los juegos de recuperación, cuando existe la posibilidad de que la temporada entera pueda ser cancelada.

La segunda no está desvinculada. Nadie duda que el fútbol —como deporte— por su misma naturaleza, no es una actividad esencial. No tiene importancia, al menos no la importancia que tiene garantizar que los niños tengan acceso a la educación o que una economía pueda seguir funcionando o que la gente tenga suficientes alimentos. El fútbol se encuentra en la primera fila de las cosas que deben considerarse opcionales y que se pueden sacrificar con facilidad por el bien común.

Pero el fútbol, como negocio, no lo ve así. Sin duda se hubieran tomado acciones mucho antes si no hubiera tanto dinero apostado en el deporte. Todas las soluciones disponibles parecerían mucho más factibles si no hubieran tantos factores financieros —y legales— a considerar.

Si las cadenas de televisión no vieran al fútbol como algo que no es tanto un deporte sino un contenido que ha costado millones de dólares para ser adquirido (en el Reino Unido, cada transmisión de un juego de la Premier League le cuesta a su canal anfitrión nacional US$ 16 millones), entonces quizás la temporada podría ser cancelada, o culminada prematuramente.

Si la UEFA no tuviera que tomar en cuenta los acuerdos de patrocinio, sería mucho más simple posponer los campeonatos europeos de este verano por un año. Si la FIFA no estuviera tan determinada a meterse a la fuerza a las riquezas disponibles del fútbol de clubes con su renovada y extendida Copa Mundial de Clubes en el 2021, habría más holgura —y más buena voluntad— de realizar lo que, en este punto, luce como la medida inicial más obvia.

Y si los equipos no fueran, en esencia, negocios que dependen del dinero de los premios, quizás las consecuencias de anular la temporada no serían tan duras. Gran parte del enfoque, naturalmente, está en saber qué equipos ganarían cada título nacional —como el Liverpool, que tiene tres décadas sin ser coronado campeón y al que se le ha negado el campeonato cuando finalmente tiene la posibilidad de ganarlo— pero las complicaciones reales podrían venir después. ¿Quién clasificaría a la Liga de Campeones y su lucrativo premio? ¿Quién sería promovido y quién relegado, y como se podría organizar eso sin tener problemas judiciales?

Ese es el problema que la UEFA, y todos los organismos que opinarán el 17 de marzo para elaborar un plan con el fin de salir de esta crisis, intentarán desenmarañar. El fútbol, frente a una pandemia que podría costar cientos de miles de vidas, claramente no importa, no en ningún sentido real. Posponerlo, cancelarlo, lo que sea. Hay cosas mucho más importantes en las que se debe pensar. A fin de cuentas, es un deporte.

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