Cerrá los ojos”, pidió con el llanto apretado en la garganta. “Es como estar en la playa” explicó mientras alejaba de la nariz el frasco de bronceador. Lo invité al cine, ya era demasiado tango para la sexta tarde consecutiva de lluvia. La sala me recordó otra de Cinemateca. La misma impresión agradable de proyección improvisada en lo que bien podría pasar por el living de una casa. Pero ver El cadáver de la novia era 100 veces mejor plan que seguir llorando frente al chuparena con patente en trámite. El público resultó variado; diez espectadores, pero bien segmentados: cuatro niños, tres adolescentes y cinco adultos. Salvando el pop húmedo y el sonido supeditado a la potencia de ¡dos! waffles, la exhibición tenía que ser normal. Ley de Murphy mediante, los cuatro nenes usaron sus celulares permanentemente, entre otras aberraciones. Una señora los delató con el portero que, acostumbrado a esos inconvenientes, los hizo callar. La mujer permaneció indignada, yo no. Había tenido suficiente con los niños por una semana y todo, de alguna manera u otra, estaba relacionado al cine. No sólo me habían arruinado la película, sino que también se metieron con mi autoestima. Unos días antes esperaba una computadora en la cola del ciber video club y dos nenes buscaban desesperados en el anaquel de los estrenos. Uno se distrajo. Con el dedito índice me repasó de arriba a abajo: “Mirá, mirá”, le dijo a su amigo. “Se parece al hijo de Chucky”, sentenció. Les devolví la mirada confundida y con la esperanza de que cambiaran, o afinaran, su apreciación. Quizá el parecido se notaba antes de la transformación del muñeco en instrumento de Satanás. Pero lo dudo. Como dice el refrán, los niños y los borrachos no mienten. Confío sobre todo en los primeros. La experiencia me indica que a los borrachos se les nubla el criterio. Imaginen que casi vuelvo a sufrir por tercera vez en el cine porque quedaban sólo dos cervezas y una tercera que estaba vencida.