Xi Jinping.

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El mundo que se viene (III)

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26 de febrero de 2021 a las 05:03

La crisis en Myanmar no será la Helena de Troya entre Estados Unidos y China (como llevo dicho, esta, de existir algún día, en todo caso será Taiwán). Pero sí ha generado un estado de cosas que ha permitido a la nueva administración de Joe Biden endurecer a ritmo vertiginoso su postura frente a Beijing.

A juzgar por las escuetas declaraciones y los comunicados del gobierno chino, ya desde el 10 de febrero, tras la primera conversación telefónica que sostuvo con Biden, Xi Jinping y sus colaboradores parecen haber tenido claro que, al menos en el fondo, la política dura ejercida durante la era Trump queda en pie.

Lo que nunca imaginaron es que fuera a ser tan rápido y de forma tan agresiva. En pocos días, Washington ha logrado armar con sus aliados del Asia una pinza diplomática alrededor de China: primero, retomando el foro del Quad —que Trump había descongelado del freezer de iniciativas asiáticas fallidas— junto a Canberra, Tokio y Delhi para declaradamente velar por los derechos humanos y la democracia en la región; y luego, directamente desafiando en el plano militar la política de expansión china en el Mar Meridional de China, incluidos varios despliegues navales en aguas en disputa con sus vecinos.

Es la primera vez que Xi (con diferencia, el líder chino más agresivo y ambicioso desde Mao) parece descolocado. No encuentra una respuesta adecuada a la ofensiva de Washington y prefiere el silencio, cuando antes, ante cualquier bravata de Trump, la réplica del gobierno chino era inmediata.

El caso es que no es tan fácil con el gobierno Biden. Después de todo, Trump no tenía muchos aliados; y para los pocos que tenía, era un tipo totalmente impredecible. Nadie estaba dispuesto a jugársela por él, menos contra China.

Con Biden es diferente. Sus aliados asiáticos que sostienen diferendos marítimos con China ahora se sienten respaldados y han endurecido su postura hacia Beijing. Ese apoyo a los países de la ASEAN fue puesto en negro sobre blanco en la declaración de los cancilleres del Quad, tras la reunión de la semana pasada encabezada por el secretario de Estado Antony Blinken. A partir de ahí, Filipinas, Vietnam y Malasia han denunciado –incluso, desafiado-- la nueva ley marítima china, que permite el uso de la fuerza contra buques extranjeros que se encuentren navegando en aguas donde reclama soberanía.

Y es que entre el desprestigio internacional de Trump y la pandemia del coronavirus, a China se le había hecho el campo orégano. En estos pocos meses, Xi aprovechó que el mundo estaba distraído para acelerar las construcciones artificiales en el Mar Meridional de China, creó dos nuevas regiones administrativas para reafirmar sus reclamos de soberanía en esas aguas y, apenas 15 después de que Biden asumiera como presidente, aprobó esta ley marítima violatoria de todos los tratados internacionales. Seguramente si Trump hubiera ganado la reelección, habría quedado todo por esa plata. Nadie movía ficha contra Beijing ahí en el Sudeste Asiático. Ahora no solo es de palabra; algunos países como Vietnam y Filipinas han empezado a reforzar sus posiciones en el Mar Meridional con armamento, buques y equipamiento militar.

Lo que se suma a la Operación Libertad de Navegación (FONOP, por sus siglas en inglés) que Washington lanzó en estos días con sus aliados del Quad, reforzando su flota con varios portaaviones y buques anfibios, en abierto desafío a la nueva ley china. Lo mismo sucede con los tradicionales aliados de Washington que durante la era Trump se habían mantenido a la expectativa. Ahora no solo es Australia y Japón. El gobierno de Francia ha anunciado que están enviando submarinos de guerra a la zona; y buques de la Armada canadiense también participarán de las maniobras, que no son otra cosa que una flexión de musculatura a las puertas de Beijing.

Realmente, la respuesta al golpe militar en Myanmar le ha dado a Washington una muestra de su capacidad de liderazgo, y ahora, envalentonado, pareciera ir por todo, ante la aparente parálisis del gobierno chino. La pregunta que uno se hace es si, desde el punto de vista geoestratégico, tiene sentido, o es sostenible, una política tan agresiva. Para empezar, la Armada china ha tenido un desarrollo descomunal en las últimas dos décadas.

Los chinos aprendieron la lección: en el siglo XV, durante la dinastía Ming, inexplicablemente, renunciaron a su poderío naval; y con ello, a su liderazgo global. Tuvieron que presenciar cómo las potencias europeas dominaban el mundo desde los mares, se le despegaban en la llamada Gran Divergencia (“The Great Divergence”) con la Revolución Industrial –después de que ellos habían inventado la pólvora, la brújula, la imprenta y hasta el papel— y eran humillados en las Guerras del Opio y colonizados varios de sus territorios.

Ahora que China ha despertado de su larga siesta colonial, vuelve por sus fueros, su liderazgo milenario. Y quien crea que en ese empeño no ha desarrollado una armada sin igual, se equivoca. Todos esos portaaviones pueden ser destruidos en pocas horas con el impresionante sistema anti-marítimo chino y sus misiles “carrier killer” (asesino de portaaviones). Es posible que en el corto plazo la firme postura de Biden le arroje algunos dividendos en algún cálculo geopolítico tal vez pasatista, esos golpes de efecto que siempre se ven bien en las portadas de los periódicos. Pero en el largo plazo, creo que de ninguna manera. El afianzamiento del liderazgo chino en su propio patio (incluso, más allá de este) es un hecho inevitable. Lo puede llevar al banco y depositarlo.

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