Eduardo Espina

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El Oscar hace harakiri

La ceremonia de trasmisión del premio cinematográfico no solo careció de imaginación, sino también de audiencia
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14 de febrero de 2020 a las 18:20

Qué es lo que quiere ver la gente en televisión? La pregunta se la hacen los directivos de los canales, aquí como en cualquier otra parte donde los niveles de audiencia de la programación incidan directamente en las ganancias anuales de la televisora. Tanto en televisión abierta, por cable, satélite, o streaming, los gustos de los televidentes son impredecibles. De pronto una televisora invierte millones de dólares en producir una serie de primer nivel, tanto a nivel de elenco, dirección o calidad del tema, y se encuentra con la sorpresa de que solo a una inmensa minoría le interesa el estreno.

Los productores de la trasmisión televisiva del Oscar deben estar agarrándose de los pelos, nerviosos y desesperados tras el extraordinario fracaso que resultó ser en cuanto a fríos números la 92ª ceremonia de entrega de las estatuillas. Por lo que dijeron los números, no fue precisamente lo que la gente quiere ver. Fueron los peores ratings de la historia en el país de emisión del programa. La cadena ABC, que ha pagado una millonada por los derechos de trasmisión, debe estar preguntándose si lo ocurrido en esta ocasión fue la excepción, o bien el imán del Oscar perdió su magnetismo. Habrá que esperar hasta el próximo año para saberlo, pero es evidente que el Oscar generó escaso interés.

¿Habrá sido que la ausencia de un conductor, que siempre en lo previo genera comentarios positivos o negativos, pero comentarios al fin, tuvo impacto en el interés de los televidentes, que desertaron en mayoría? ¿Tuvo que ver el hecho de que entre las nueve películas nominadas solo una fue gran éxito masivo, Guasón, y que las otras ocho no dieron como para motivar y pasar tres horas y pico ante al televisor?  Si bien Parásitos es la película extranjera de entre las nominadas al Oscar más taquillera de la historia, tampoco es nada del otro mundo en cuanto a cifras de recaudación. El irlandés, que en salas cinematográficas solo recaudó US$ 8 millones, tuvo su auge en streaming, por lo tanto pareció caballo de otra carrera.

La reciente trasmisión de la ceremonia tuvo una pérdida del 31% de audiencia con respecto a 2019, la cual de por sí había sido pobre y que tampoco tuvo conductor. A la del año pasado la vieron 29,56 millones de televidentes en EEUU; a la de este año apenas 23,6 millones, números bajísimos en comparación con los de 2004 (43.5 millones, ceremonia conducida por Billy Crystal) y los de 2014 (43.7 millones, con Ellen DeGeneres como conductora). A pesar de eso, el Oscar es la ceremonia de premiación con mejores ratings, por encima de los Grammy, los Globo de Oro y los Emmy. El récord de audiencia de los premios Oscar es de 1998, cuando 55 millones de personas sintonizaron la trasmisión para ver ganar a Titanic.

A decir verdad, en cuanto a calidad artística, la ceremonia de este año fue de regular para abajo, y el público estadounidense, cansado de que la entrega de los premios Oscar se haya convertido en el sitio preferido para ejercer la corrección política y vociferar a los cuatro vientos proclamas soporíferamente predecibles, ha ido perdiendo el entusiasmo. Cuando la creación artística pasa a ser lacaya de posiciones políticas emitidas en público, ahí el asunto pierde pronto credibilidad. Esta, justamente, es una de las razones principales del fracaso.

El público, que no traga vidrio y se cansa de que año tras año le vendan una repetición de la misma farsa, sabía de antemano que la entrega de cada premio en la larga noche venía acompañada de una sarta de gansadas supuestamente “serias” y aleccionadoras sobre el estado del mundo, que siempre terminan siendo parecidas a las protestas de un niño consentido. La falta de mágica y de inventiva fue casi total. Hizo bien Joe Pesci, nominado en la categoría Mejor actor de reparto por su labor en El irlandés, en quedarse en su casa.

Ni la divertida espontaneidad del genio premiado de la noche, el surcoreano Bong Joon-ho, con sus comentarios de agradecimiento por encima de las circunstancias, salvó al paquete de la debacle. Esa fue la solitaria excepción de una velada a ras de tierra, con una cantidad de discursos polarizantes o bien rozando el colmo del total aburrimiento, como el de Renée Zellweger, quien estuvo cuatro minutos, ¡cuatro!, hablando de nada. Parecía la novia borracha al final de la fiesta de despedida de soltera. Joaquin Phoenix balbuceó durante 45 segundos sobre los beneficios del veganismo. ¿Era un programa de entrega de premios a la creación artística o uno sobre cómo vivir más comiendo mejor? Como si la sobredosis de nadería y corrección política no hubiera sido suficiente, faltó locura, la que suelen imponer conductores que saben cómo salvar a lo interminable del tedio.

Los productores del Oscar deberán replantearse los movimientos a dar, sí o sí, en el inmediato futuro, para salvar a las futuras ceremonias de una debacle irreversible. De continuar así, sin inteligencia (pero con intolerable abundancia de corrección política) y sin desparpajo que se salga del libreto, los premios Oscar están jugando a la ruleta rusa con cinco balas en el tambor.

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