Gabriel Pereyra

Gabriel Pereyra

Columnista

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El Pepe y las gambetas a la pobreza

El fútbol, la violencia y, por encima de todo, una pasión difícil de explicar
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19 de enero de 2019 a las 05:01

En estos días conté en Twitter un encuentro fortuito que tuve con José Cruz, un puntero derecho de Peñarol de la década de 1970. Me paró en un negocio, me felicitó por mi trabajo periodístico y se presentó con humildad: “Me llamo José Cruz, jugué en Peñarol”. Mientras me daba un baño de niñez, exclamé: “¡El Pepe Cruz!”, y me quedé mirándolo admirado. Ese veterano, un tanto cabizbajo, está vinculado a algunos de los recuerdos más felices de mi infancia. ¿De mi infancia? Luego de que nos despedimos, me puse a pensar que si hacía un repaso sobre mi vida, al pasar raya, llegaba a una conclusión que seguramente será vista como frívola por los que no entienden el fútbol y a quienes les pido disculpas por no encontrar las palabras justas para explicarles esos extraños mecanismos que llevan a un cincuentón con miles de kilómetros recorridos, con cuatro hijos y un nieto, a realizar esta afirmación: Cruz, Peñarol, el fútbol, están en el escaparate de mi vida con otras siete u ocho preseas, no más, que me llevaron a algunas de las sensaciones más sublimes que puede experimentar un hombre; sentir que la felicidad es posible sin recibir nada cambio, que uno puede emocionarse y llorar a mares por el triunfo de unos colores que por casualidad fueron esos, pero que podrían haber sido otros.

Ya había reflexionado cómo en mi niñez, un tanto carente materialmente, pero llena de amor, de integración, de ejemplos de honradez y trabajo, el fútbol me había extasiado de pasión, y me comparé con otras personas que no solo crecieron carentes de bienes materiales sino también de los afectivos, rodeados de violencia, miseria y olvido. Esos chispazos de alegría futbolística seguro eran, son, para ellos mucho más abarcativos que para mí. Eran la convicción de pertenecer, de comulgar con otro y alejarse de la soledad, de llorar, por una vez, no de dolor sino de alegría. 

Pero si cuando se enciende una luz se agranda la oscuridad, esos chispazos deportivos empezaron a exhibir con el tiempo la dimensión de la oscuridad que emergía de algunas personas detrás de cada vuelta olímpica.
En los partidos clásicos, a Pepe Cruz lo veía con mi hermano desde el balcón de la tribuna Ámsterdam, que da a la tribuna América, donde estaba la barra de Peñarol, mientras que en el otro extremo de la misma tribuna se ubicaba la barra de Nacional. Hablarle de esto a un joven es como hablarle de tranvías. 

Cuando la luz del fútbol empezó a alumbrar y a mostrarnos con horror la oscuridad que emergía detrás de algunas pasiones, fue necesario separar a las hinchadas por tribuna. Luego no alcanzó, y algunos partidos se jugaban con una sola hinchada. Los argentinos, siempre más extremos, más pasionales, más violentos, llegaron al colmo de tener que jugar un clásico entre equipos locales en Europa, lejos de la violencia de sus hinchadas.

Nada de teorías, ni hipótesis sobre la fractura social. Si hubo un lugar donde por TV la vimos estallar, fue en los estadios de fútbol.
Dejo de lado el extremo más grave en que la degeneración social se manifestó en el fútbol, que son las organizaciones mafiosas y de narcos que se amparan en las hinchadas. Me limito al hincha que no gana un peso, pero que está dispuesto a dejar la vida y llevarse la de otro por esa pasión desbordada.

Lo que para un pibe con la panza vacía pero el corazón henchido el fútbol se puede convertir en un momento sublime que da color a su, en ocasiones, gris vida, para otro con el corazón tan baldío como su panza, se puede transformar en un infierno de oscuridad y dolor. Repito: esto que suena a teoría sobre la pobreza y la violencia lo vimos por TV porque en ningún otro ámbito es tan pero tan evidente. Es un estudio de sociología exhibido por TV en 90 minutos y sus alrededores. Las autoridades no pudieron y siguen en ocasiones sin poder controlar las cosas en un coliseo donde ricos y pobres, profesionales y analfabetos, blancos y negros se juntan por un rato. ¿Cómo habrán de poder controlarlas cuando el espectáculo termina y esa multitud se desparrama por la ciudad y vuelve “la zorra pobre al portal y la rica al rosal”? 
Si esto ocurre de manera tan cruda y evidente, es porque ese deporte mueve fibras íntimas sobre las que han escrito decenas de novelistas, filósofos y expertos, conscientes de que no se puede explicar a quien no lo vive los límites de esa pasión. 

Es como explicarle el gusto del chocolate a alguien que nunca conoció el cacao. Por eso pido disculpas a quienes no entienden el fútbol por mi incapacidad para explicar ese misterio que lleva a un hombre con medio siglo de vida, a reflexionar de pronto en plena calle sobre la pobreza y la violencia, y a no saber cómo hacer para desatar ese nudo que se le formó en la garganta, solo porque un veterano, un poco cabizbajo, se le presentó de improviso: “Me llamo José Cruz, jugué en Peñarol”. 

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