Opinión > ANÁLISIS

El pequeño país modelo no lo es tanto

Unos tipos insultan a un ministro y develan, otra vez, un submundo desagradable
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29 de diciembre de 2018 a las 05:03

En los días previos a Navidad, un par de hombres insultó desde un automóvil al ministro de Economía, Danilo Astori, y a su familia, quienes caminaban fuera de un centro comercial. El incidente fue filmado y esta semana se distribuyó ampliamente por las redes.


La gran mayoría se indignó por la bajeza, aunque una minoría festejó. Sobran cretinos e intransigentes en Uruguay, desde la militancia política a las canchas de fútbol; y la atmósfera preelectoral se está poniendo tóxica. Las redes sociales y los comentarios al pie de los artículos periodísticos en la web revelan un submundo harto desagradable.


Los insultos o ataques físicos a gobernantes o figuras públicas son bastante comunes, y más aun en turba o a escondidas, así sea tras un perfil falso en Facebook. 

 

El 3 de junio de 2002, en medio de una profunda depresión económica nacional, el presidente Jorge Batlle recibió insultos y salivazos de un grupo de sindicalistas del Casmu y el Hospital Italiano, entonces en quiebra, a la salida de un liceo de la Unión.


En setiembre de 2005 el expresidente y entonces senador Julio María Sanguinetti fue agredido en la calle a golpes de puño por un joven que luego huyó.

El mismo Danilo Astori contó a este cronista en marzo de 2012 que se metía en un gimnasio cuatro veces por semana, para hacer aparatos y correr en una cinta, pues ya no podía salir a trotar por las calles. Demasiadas personas pedían favores, o insultaban. También había dejado de ir a las tribunas del Estadio Centenario o del Parque Central, a ver a Nacional, aunque lo sigue haciendo desde un palco privado.


Muchos otros gobernantes, incluidos expresidentes como Luis Alberto Lacalle y José Mujica, han recibido insultos en forma directa. Pero casi todos ellos, valerosamente, siguen recorriendo las calles, donde, en general, son tratados con respeto y admiración. Casi todos los uruguayos, o al menos los montevideanos que frecuentan lugares centrales, pueden dar fe de ello. Es fácil encontrar a Lacalle, Sanguinetti o Mujica en cualquier sitio, como sus padres o abuelos podían cruzarse con Luis Batlle Berres o Luis Alberto de Herrera. 


Las agresiones de todo tipo a gobernantes son moneda corriente en el mundo. De hecho, casi todos se movilizan con guardia de corps. A los uruguayos, habitantes de un país pequeño y relativamente amable, les gusta creer que no es así, pero los hechos lo desmienten. Pese a la relativa tolerancia actual, el país tiene una larga tradición de sectarismo y violencia política, con graves recaídas recientes, como la ocurrida en las décadas de 1960 y de 1970.

 

El insulto fácil, al estilo porteño e italiano, es un viejo vicio montevideano, como debieron aprender, consternados, los inmigrantes del interior del país.

 

Lo auténticamente novedoso es que ahora esos ataques pueden grabarse y difundirse con extraordinaria facilidad, debido a los teléfonos con cámaras y las redes sociales. 

 

Pero, a pesar de todo, los expresidentes de Uruguay aún pueden reunirse para un acto, o compartir una mesa, para orgullo de muchos ciudadanos. Ocurrió por ejemplo en 2009, cuando la inauguración del nuevo aeropuerto de Carrasco o de la terminal de contenedores del puerto de Montevideo; o en 2016 cuando Tabaré Vázquez los convocó para discutir una política de Estado en caso de hallazgo de grandes cantidades de petróleo. No todos ellos se quieren, pero los rencores no los paralizan. 

 

La posibilidad de reunir a los expresidentes, como los viejos sabios de la tribu, es muy rara en América Latina. Puede ocurrir en Uruguay y tal vez en Chile (en Estados Unidos los expresidentes forman la corte más alta y respetada). Es impensable que suceda en Brasil, Argentina, Venezuela, Ecuador o Perú, países partidos en bandos inconciliables. ¿Alguien imagina a Macri con Cristina, o a Lula con Bolsonaro?


Que los gobernantes uruguayos puedan recorrer libremente el país y las ciudades, incluso utilizando transporte público, es un valor a preservar a toda costa. Los insultos en general, y hacia ellos en particular, deben ser perseguidos por la Justicia, pues son delitos; pero, sobre todo, deberían recibir la más completa condena social, que es, al fin, la más eficaz barrera de contención. 

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