Gabriel Pereyra

Gabriel Pereyra

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El rapiñero y el papá que mató al hijo de un fierrazo

La rehabilitación, una palabra que se ha convertido en políticamente incorrecta
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15 de noviembre de 2016 a las 05:00


En estos días se informó que en un año 20 mujeres y siete niños fueron asesinados en episodios de violencia doméstica. En términos de vínculos humanos, siempre me resultó incomparable la muerte de una persona a manos de un rapiñero que la de una esposa, un esposo o un hijo a manos de un familiar. El rapiñero es alguien ajeno, no comparte con la víctima amor filial, ni un pasado común, ni fotos en el álbum familiar. El rapiñero expone a todos a un momento límite y a veces algo falla. En general las rapiñas con muertos no se iniciaron como intentos de homicidio sino que son situaciones mal resueltas, a veces por el rapiñero a veces por el rapiñado, aunque duela (sí, ya sé, hubo un caso, o dos o los que sea en 23 mil rapiñas que se dan cada año, en que el delincuente entró disparando). En un año, de 23 mil rapiñas unas 30 terminaron con un muerto.

Pero la violencia doméstica, con su carga de inimaginable dolor, tiene para aportar un elemento de análisis a la violencia ciudadana al que deberíamos prestarle atención.

Las rapiñas, en las que solemos concentrar el debate de manera más intensa que en la violencia doméstica, pueden, potencialmente, combatirse con diferente tipo de armas. No sólo las armas que portan los policías sino también estrategias de patrullaje e investigación: cámaras de seguridad, presencia policial en las calles, leyes severas. Todas esas medidas represivas dejan arrumbada en un rincón la que posiblemente sea la medida más eficiente a mediano plazo: la rehabilitación del rapiñero.

Hay mucho odio y violencia en la sociedad contra los delincuentes como para que haga carne cualquier medida que tienda a ubicar al reo en su calidad de persona: nada de mejores cárceles, nada de psicólogos, nada de piedad. Son irrecuperables que solo entienden el lenguaje de la violencia.

Ese debate desenfocado de una solución permanente se puede dar, entre otras cosas, porque, como fue dicho, quienes no quieren oír hablar de rehabilitación, pueden esgrimir entre sus argumentos la mano dura, los años de cárcel, el reclamo de más policías en la calle, la bala.

Pero ¿qué pasa cuando la violencia se desata entre las paredes de un hogar protagonizada por quienes allí habitan? ¿Qué pasa cuando el marido la mata a golpes? ¿Qué pasa cuando ella o él ponen una almohada en la cara de su pequeño hijo y aprietan hasta matarlo? Como supongo que a la ciudadanía que está en pie de guerra contra la violencia le importa tanto la muerte provocada por un rapiñero como la protagonizada por un marido violento, se abre lugar a varias preguntas: ¿cuál de todas las medidas duras que se reclaman ante cada rapiña encaja aquí como presunta solución? ¿Cámaras de seguridad en los dormitorios? No parece muy adecuado. ¿Policías patrullando de la cama al living? Sería raro. ¿Tirar a matar? Habría que darle formación policial a mujeres y a niños por doquier.

Resulta que la violencia doméstica, a pesar del enojo y del pavor ante niños masacrados a martillazos, abre un resquicio para la solución humana: la palabra rehabilitación parece la única en el horizonte a la que aferrarse. Son gente enferma que si se la trata con profesionales puede que ya no incurran en la violencia.

Pero las rapiñas nos condicionan tanto a la respuesta violenta, a enfocar allí y solo allí buscando una solución, que cuando hay otro problema mortal cuya única arma para afrontarlo es la rehabilitación, no tenemos ni la vocación ni el reflejo de apelar a ella.

Como la palabra rehabilitación se ha convertido en algo que solo mencionan los pro chorro, los pro Bonomi, los débiles ante la delincuencia, es políticamente incorrecta y ni siquiera se nos ocurre echar mano a ella cuando se trata de maridos y padres violentos. ¿Qué medidas se le aplican, además de la cárcel, a quien mató a su esposa y una vez que cumpla la pena seguramente tendrá a su lado a otra mujer?

Parece no importarnos demasiado, abrumados como estamos por el miedo al extraño que llega para llevarse lo nuestro, para quitarnos la vida. Aquí no se trata tanto del delito como de la violencia. La violencia que busca concretar un delito provoca cada año casi tantas muertes como esta otra violencia por la violencia misma que se da entre cuatro paredes.

Aferrados a la idea de responder a la violencia con violencia, sin lugar a medidas que le concedan al delincuente violento una segunda oportunidad, hemos dado vuelta la cara a aquellas situaciones en las que el único camino para enfrentarlas es la comprensión del fenómeno y el tratamiento al padre o la madre violentos, para evitar que lo que hicieron vuelva a ocurrir. Situaciones donde los mismos que piden actuar con violencia contra "los irrecuperables" - esos extraños que vienen por lo que les es ajeno- se quedan sin discurso cuando la muerte tiene la cara de papá o de mamá.

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