Opinión > HECHO DE LA SEMANA

En Brasil lo más duro está por venir

Hartazgo, furia y un salto al vacío
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13 de octubre de 2018 a las 05:03

Quien quiera que gane el balotaje del próximo 28 de octubre: el ultraderechista Jair Bolsonaro (el más probable) o el izquierdista Fernando Haddad, tendrá que enderezar un barco, el Estado brasileño, que naufraga; y vivificar a una sociedad cabizbaja y enojada.
Las elecciones del domingo pasado fueron un baño de sangre: una purga de dirigentes de un país que padece una severa crisis económica, política, moral y cultural. Decenas de millones de brasileños, que hasta hace poco creían acariciar, por fin, el destino de grandeza que tanto ansían, ahora están furiosos y se prenden de un clavo ardiente con la esperanza de renacer. 

¿Qué ha hecho la izquierda brasileña, que gobernó entre 2003 y 2016, para provocar semejante reacción? Esencialmente, acabó con el sueño del desarrollo económico sostenido, en torno a una sociedad más laboriosa e igualitaria y un Estado limpio y eficaz.
Brasil pagó un alto precio en la década de 1990 para acabar con una hiperinflación de 2.500% al año, y con toda suerte de desastres macroeconómicos, que lo mantenían postrado. No se puede entender el acceso de Lula al gobierno en 2003 sin la base de estabilidad, modernidad y apertura que le legó Fernando Henrique Cardoso.

El ciclo de Lula coincidió con el mayor auge de las materias primas, y el más duradero. Como toda América Latina, Brasil nadó en dinero gracias al petróleo, el mineral de hierro, la soja, el azúcar o las carnes que exportó en cantidades crecientes.
Lula y su Partido de los Trabajadores (PT) extendieron los planes sociales asistencialistas hasta lo más recóndito, favorecieron la enseñanza y la salud públicas, y hermosearon al siempre fiestero Brasil con una Copa del Mundo 2014 y unos Juegos Olímpicos 2016. En cambio, no realizaron reformas estructurales profundas y modernizadoras. El proteccionismo preservó una industria ineficiente, salvo para vender en el Mercosur, un mercado cautivo, y la exportación se concentró en bienes primarios.

Para mantenerse en el poder, Lula y su sucesora, Dilma Rousseff, se aliaron con lo peor, a fuerza de dinero y prebendas, y crearon un aparato de poder que en varios aspectos se parece al peronismo argentino. Montaron el más grande esquema de corrupción de la historia, en torno a los contratos de la estatal Petrobras, tanto como para dejar a Fernando Collor de Mello, quien presidió el país entre 1990 y 1992, a la altura de un ladrón de gallinas.
Dilma fue reelecta a duras penas en 2014 pero, con la caída de los precios internacionales, el gasto del Estado se le había ido de las manos. Los planes sociales ya no tenían financiamiento, y la pobreza aumentaba por el desempleo. Y cuando intentó un ajuste, se halló en minoría ante el nuevo Congreso, que la destituyó en 2016.

Entonces el déficit fiscal rondaba el 10% del PBI, una cifra gigantesca, similar a la que dejó Cristina Fernández en Argentina. El presidente interino Michel Temer, un oportunista impopular, inició un ajuste que pronto se quedó sin votos.
En los últimos años Brasil ha tapado sus agujeros a crédito. La deuda se acerca al 80% del PBI y el momento del crac no puede estar muy lejos. Cuando el crédito de un país se agota, como ocurre con Argentina, ya se sabe lo que sucede: fuga de capitales, crisis cambiaria, alta inflación, ajuste por la vía de los hechos.
Y luego están la dimensión política y cultural del ajuste, mucho más difíciles de evaluar.
Sorprende ver el enojo de amplios sectores de la sociedad brasileña. Les importa poco cometer injusticias si, a cambio, logran una barrida de una aristocracia social, política y burocrática que los ha robado durante siglos. 

El torrencial éxito de Bolsonaro –autoritario, imprevisible y sin aparato y liderazgo probados– también dice que la mitad de los brasileños prefieren casi cualquier cosa antes que un regreso del PT, que asocian con el fracaso socio-económico y la corrupción sistémica. 
Es también una expresión de hartazgo con una recesión que empezó ya en 2014; con millones de pequeñas empresas y unipersonales que están tecleando; con los 13 millones de desempleados y los salarios decrecientes; es una forma de desprecio por los centenares de miles de cuadros militantes que el PT metió como empleados públicos; es odio hacia la tilinguería, el discurso correcto y la irresponsabilidad que campean en la burocracia y los intelectuales; es cansancio y miedo ante el auge de la delincuencia; es desesperación por el pesado endeudamiento familiar, estadual y nacional; es empalago por la esterilidad del consumismo; es pesar por una historia de frustración perenne. 
Es un salto al vacío a cambio de una esperanza; el sueño vano de una redención violenta y purificadora. 

 

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