Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

Filósofos cercanos del tercer tipo y la virtud y el vicio

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25 de agosto de 2019 a las 05:00

Por Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford
Querida Magdalena:


 

Filósofos cercanos del tercer tipo

La semana pasada, a propósito de Sartre, discutimos la pertinencia de conocer las vidas de los filósofos como vía de entender su filosofía.

Luego me quedé pensando que fue precisamente a través de alguna de estas biografías que empecé a interesarme por la Filosofía, de la manera menos solemne y sistemática que cabe imaginar. 

Mucho antes de leer la Apología de Sócrates, había leído el Santo Tomás de Aquino de Chesterton, la Historia Calamitatum de Abelardo y la Vida de una familia judía de Edith Stein.

Con el tiempo he llegado a entender que hay al menos tres tipos de encuentros filosóficos (siendo el interés por las personas de los filósofos el tercero de ellos). 

El primero, el más profundo y extendido -aunque con infinitas variaciones y dosificación entre la profundidad y la extensión- es el que se refiere directamente a la Sabiduría. Y que se expresa en aquella famosa pregunta que un Procurador romano le hizo a un condenado a muerte hace ya muchos siglos: ¿Qué es la verdad? Las distintas declinaciones de esta pregunta conforman los problemas filosóficos propiamente dichos. Podríamos suponer -al modo de un joven y optimista profesor de Filosofía- que, puesto que el objeto natural de la inteligencia es la verdad, todos tienden hacia ella o, lo que es lo mismo, que el hombre es filósofo por naturaleza. Pero no todos son de esta opinión. John Henry Newman, del que ya hemos hablado usted y yo, creía con cierto pesimismo dogmático que esta búsqueda alcanza, en los hechos, magros resultados, pues se ve frecuentemente impedida -ya sea en las premisas, ya en el proceso- por una tendencia al error que arrastra la naturaleza humana. En todo caso, ahí están las grandes cuestiones, al alcance de todos: el origen y el sentido de la vida, el ser y la nada, Dios y el mundo, el motor de la historia, el amor (a case of do or die, como afirma Dooley Wilson), el bien y el mal, el significado del dolor, el individuo y la especie, la vida social, la justicia, la posibilidad del conocimiento, la verdad y la opinión, el relativismo… 

Un segundo modo, más indirecto, aunque no necesariamente incompatible con el anterior, de acercarse a la Filosofía, es interesarse, no por las grandes cuestiones que me interpelan, sino más bien por el modo en que éstas han sido acometidas a lo largo de la historia. No ya: ¿Qué es la verdad para mí?, sino: ¿Qué dijo San Agustín sobre la amistad?, ¿Qué entendía Spinoza por Ética? ¿Qué variaciones presenta el Argumento Ontológico en Anselmo y Descartes? ¿Era Platón realista o idealista respecto al ser? Quien avanza por este camino, puede que se sienta inconscientemente atraído por la Verdad y por la Sabiduría con mayúscula, pero su interés primario es la forma en que esa búsqueda ha sido llevada a cabo por los “filósofos”, es decir, por los buscadores directos del primer tipo. La Filosofía, que designaba el amor a la Sabiduría, se ha transformado en amor al camino y amor a la Historia de la Filosofía. Pero nada garantiza, en realidad, que el Historiador de la Filosofía se convierta algún día en Filósofo -ni que la Historia conduzca a la Sabiduría. Puede que en el alma del lector de textos filosóficos arda el amor a la Sabiduría, pero lo que tiene bajo la piel (como dice Cole Porter) son cosas como la Polémica de los Universales -una discusión de casi dos mil años sobre una pequeña frase de la Metafísica de Aristóteles-, o las variaciones del Cogito cartesiano. A lo mejor es incapaz de enfrentarse directamente, en la quietud de su habitación, con el sentido de la vida, pero puede sospechar, con alguna aproximación, cuál era ese sentido para Boecio, para Anselmo o para Federico Guillermo.

Luego, si uno no es un Filósofo “directo” del primer tipo, sino más bien un historiador indirecto del segundo tipo, casi necesariamente incurrirá en el interés del tercer tipo, que es la afición por las vidas filosóficas.

No permita, Magdalena, que mis inaceptables simplificaciones la impacienten. Dígame, en cambio, qué valor filosófico le parece razonable atribuir a las biografías de los filósofos que amamos. Y si, en su experiencia, un encuentro cercano del tercer tipo puede convertirse en uno, más cercano, del primer tipo, con la Sabiduría.

Luego, si uno no es un Filósofo “directo” del primer tipo, sino más bien un historiador indirecto del segundo tipo, casi necesariamente incurrirá en el interés del tercer tipo, que es la afición por las vidas filosóficas.

 

La virtud y el vicio

De Magdalena Reyes Puig para Leslie Ford, del Trinity College
Estimado Leslie:

 

Lo que somos no siempre está a la altura de lo que pensamos.  Esta propensión a ser (o hacer, ya que “somos lo que repetidamente hacemos”, según Aristóteles) algo distinto -contradictorio incluso- a lo que pensamos, es una de las desavenencias más comunes en el alma de todo ser humano.  Y más que en la Filosofía, es en el ejercicio de la psicología clínica donde he aprendido a reconocer y comprender la naturaleza profundamente humana de este conflicto. 

Es cierto que la verdad es el objetivo natural de la inteligencia y que, por ende, todos la buscamos alguna vez en la vida.  Pero no es un propósito fácil, y por eso cunde la extendida tendencia a aferrarse a prejuicios, opiniones y creencias no examinadas, que proporcionan respuestas a las cuestiones que usted expone en su carta.  Mas, aún siendo espinoso el camino hacia el conocimiento, lo es todavía más el conciliar las ideas que descubrimos a lo largo del mismo con nuestra motivación para decidir y actuar.  Porque, aunque fundamentales, las ideas no son nunca per se suficientes para proyectarnos en la vida. Ellas deben decantar en el núcleo más profundo de nuestra interioridad para, así, animar a esa “fuerza omnímoda” que subsiste en cada uno de nosotros y que Schopenhauer llamó voluntad.  

La decantación de las ideas –o la apropiación de las mismas, no sólo con el intelecto, sino con todo nuestro ser- lleva su tiempo. “Todos los pozos profundos viven con lentitud sus experiencias; deben esperar largo tiempo hasta saber qué fue lo que cayó en su profundidad”: nada más idóneo que esta intuición de Nietzsche para expresar el proceso que debe atravesar un pensamiento para empozar en el espíritu. Pero no un tiempo pasivo, como el de quien espera pacientemente hasta ser atendido. La apropiación de la idea requiere de un arduo trabajo con uno mismo; a esto aludía Sócrates cuando estimulaba a sus discípulos con la máxima délfica “Conócete a ti mismo”. 

Usted afirma que es imprescindible escudriñar la vida de los filósofos para poder echar luz sobre sus ideas. Por mi parte, pienso que hay algo de razón en su juicio, pero también creo que podríamos incurrir en una terrible injusticia si aplicáramos siempre y categóricamente su cláusula.  Porque, aunque intelectualmente más iluminados, ¿no son los filósofos igualmente humanos? ¿No están ellos, también, destinados a aprender a conciliar sus ideas con su motivación para decidir y actuar en la vida cotidiana? ¿Acaso no es posible concebir El Ser y la Nada y, al mismo tiempo, soñar con seducir mujeres enfundado en pantalones de franela clara? Pienso que esta incongruencia es lo que hace a Sartre más humano y, por ende, más auténtico.  A su aguda inteligencia se contrapuso siempre una apariencia física claramente desafortunada, y si bien no le faltaron pretendientes, ellas eran cautivadas fundamentalmente por la gracia de su intelecto.  Así, podemos comprender por qué Sartre soñaba con conquistar mujeres, ya no en virtud de La Náusea o El Ser y la Nada, sino por mérito de su “facha”: el primer móvil era el habitual, y por eso era precisamente el segundo el que él realmente ambicionaba.  Ya lo dijo Platón: todo deseo (incluso del Bien, la Belleza o la Verdad) mana de la naturaleza incompleta del alma humana.  Deseamos lo que carecemos, que experimentamos como una falta,  y vamos en su búsqueda, motivados por el anhelo de completud -o de inmortalidad, al parecer de Harari y también de los antiguos griegos-. 

En cuanto a mi, tuve la fortuna de encontrarme tempranamente con Nietzsche, pero no a través de su biografía, sino de Humano, demasiado humano, que leí ávidamente, aún sin entender del todo sus máximas. Fue entonces que descubrí a la Filosofía y me lancé  a la aventura de explorarla.  Así y todo, no puedo separar en mí los diversos tipos de encuentros que usted menciona en su carta.  Yo los vivo a todos como hallazgos compaginados, que me acercan más y más a la aprehensión de la clarividencia de Spinoza: “Para moralizar, basta con no comprender”.  De todas formas, siempre son valiosas las biografías de las mentes más iluminadas. Porque en ellas descubrimos al hombre, y aprendemos que la lógica binaria (que excluye a la virtud del vicio, y viceversa) puede aplicar a la inteligencia artificial, pero no siempre a las complejidades insondables de la psyché humana. 

 

 

 

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