El escritor y filósofo Bertrand Russell, John Maynard Keynes y el escritor Lytton Strachey, del círculo de Bloomsbury, en 1915
Miguel Arregui

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Keynes y Churchill, un duelo de gigantes

De por qué muchos políticos, de izquierda a derecha, se abrazan a un antiguo y célebre economista inglés (II)
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13 de mayo de 2020 a las 05:04

El fin de la Gran Guerra en 1918 produjo una gran depresión en todo el mundo debido al agotamiento económico y la caída del comercio. Incluso Uruguay tuvo deflación —lo contrario a inflación—. Los precios internos en promedio cayeron en Uruguay en 1921 (-5,6%), 1922 (-8) y 1923 (-4,4), antes de que se iniciara por fin una firme recuperación gracias, como es habitual, a las exportaciones. 

La deflación es consecuencia de la falta de vitalidad económica y de la depresión de la demanda. Si los gobiernos caen en la tentación de imprimir más moneda con fines “reactivadores”, o para pagar el presupuesto, como ha sido muy común en el mundo en el último siglo, suelen agregar inflación al estancamiento. (El caso argentino de los últimos 10 o 12 años es un ejemplo paradigmático).

Para que los precios permanezcan constantes en el largo plazo, sin inflación o deflación, es necesario que la cantidad de dinero circulante aumente (o disminuya, según el caso) de acuerdo a la variación del producto bruto (PBI) del país en cuestión. 

Cualquier emisión por encima del PBI es potencialmente inflacionaria, del mismo modo que un retiro masivo de dinero provocaría deflación (caída perdurable del nivel de precios). 

Hay excepciones, naturalmente, como los “shocks” de precios provocados por el aumento abrupto de un bien, como ocurrió con el petróleo en 1974, 1979 y 2007. Pero se trata de “saltos de precios”, que son una readecuación repentina de los precios relativos, que adquieren una nueva normalidad; y no de un proceso permanente, como es la inflación debido al aumento constante de la cantidad de dinero, que los gobiernos imprimen para pagar presupuestos deficitarios.

Las consecuencias económicas de Winston Churchill

Gran Bretaña salió deprimida de la Gran Guerra, debiéndole mucho dinero a Estados Unidos —aunque era acreedora de Francia, Japón, Bélgica e Italia—, y con exceso de circulante por la generosa emisión del Banco de Inglaterra para financiar el gasto público.

El país estiró la deflación de postguerra a partir de fines de 1924, cuando Winston Churchill asumió como ministro de Hacienda (chancellor of the Exchequer) del gobierno del Partido Conservador liderado por Stanley Baldwin.

La mayoría de la Cámara de Diputados (House of Commons), junto al gobierno, había dispuesto el regreso al patrón oro, abandonado en 1914, al iniciarse la Gran Guerra, que hacía que la libra esterlina pudiera canjearse por oro en las ventanillas del Banco de Inglaterra. Era una garantía absoluta de respeto por la moneda, que incluso Uruguay tuvo casi siempre para su “peso oro”, aunque con períodos de caos, entre 1863 y 1914.

El célebre político y escritor, que alcanzaría fama universal durante la Segunda Guerra Mundial, lideró una política monetaria contractiva para barrer los excesos de emisión, y así recuperar el valor de la libra inglesa y regresar a la paridad de antes de la Gran Guerra: 4,86 dólares estadounidenses por libra. A cambio, al retirar de golpe mucho dinero de circulación para restaurar la fortaleza de la moneda, el gobierno de Baldwin y Churchill aceptó recesión y desempleo.

John Maynard Keynes, un economista de la Universidad de Cambridge que ya había publicado en 1923 un ensayo crítico sobre las políticas deflacionarias de post guerra, atacó duramente a Churchill desde la prensa, con agudeza e ironía. Esos artículos fueron reunidos y publicados en 1925 en forma de libro, bajo el título: “Las consecuencias económicas del Sr. Churchill”.

Aunque Keynes tenía prestigio intelectual, era poco conocido. En tanto Winston Churchill, ya dueño de una vida fabulosa y un escritor de prestigio, era entonces un extravagante líder conservador que venía del Partido Liberal, que no se llevaba bien con el aparato de su partido y que estaba bastante aislado.

La revaluación a prepo de la libra para regresar al tipo de cambio de preguerra, el desempleo masivo y las grandes huelgas ayudaron al triunfo del Partido Laborista en mayo de 1929, por primera vez en la historia (antes había gobernado en minoría).

El caldero de los años ‘20

La depresión de posguerra contribuyó a hundir a los países derrotados, como Alemania y Austria. Estaban en quiebra y recurrieron a enormes emisiones de billetes para cubrir los agujeros de sus presupuestos, y para pagar a la vez las “reparaciones de guerra” impuestas por el Tratado de Versalles de 1919 (ver el primer capítulo de esta serie). 

Así, entre 1921 y 1923, Alemania y Austria (y también Hungría) sufrieron una inflación con picos anualizados de 56.000.000.000%. La inflación enloqueció a las personas, que se sacaban el dinero de encima lo más rápido posible. Por fin la economía de esos países se desmonetizó: las personas recurrieron al trueque, ciertamente engorroso, pero más confiable que mantener billetes.

Keynes seguía en general las reglas de la economía clásica. Él, un intelectual liberal, sabía que el capitalismo había llevado a la civilización humana a un grado muy superior en el brevísimo período de un siglo, entre Waterloo 1815 y los disparos en Sarajevo en 1914. 

En 1922, cuando fue consultado por el gobierno alemán en los inicios de la hiperinflación, propuso una drástica reducción del déficit en las cuentas públicas y acabar con la emisión de dinero para cubrirlo: una solución ortodoxa que hoy se denominaría “monetarista”. 

Keynes tampoco vio en el comunismo un avance respecto al capitalismo, salvo como religión, y concluyó que “el capitalismo bien dirigido puede ser probablemente más eficaz […] que cualquier otro sistema disponible”.

La inflación siempre, sin excepción, ha sido ocasionada por gobiernos que estafaron al público cubriendo sus déficits, en todo o en parte, con más papel moneda, que se desvaloriza rápidamente. 

Según el enfoque monetarista, la inflación tendría que desaparecer en cuanto los gobiernos cubrieran el déficit fiscal con más impuestos, menos gastos o más deuda: con recursos genuinos, no imprimiendo más billetes.

Esa explicación, que hoy es bastante obvia, entonces tenía firmes contradictores en un arco ideológico que iba desde el nacionalismo estatista al marxismo, que luego se transfirió al “desarrollismo” pregonado por la Cepal desde mediados del siglo XX. 

Al menos desde la década de 1930 la literatura económica nacional e internacional, inspirada en John Maynard Keynes, aportaría nuevos puntos de vista sobre la inflación, o al menos enfoques complementarios: la teoría de la inflación de costos, o de la espiral salarios-precios, o de la lucha de los sectores por conservar sus participaciones relativas en el producto social, etc. Pero la experiencia histórica demostró que, si bien esos factores podían incidir en algunos casos puntuales, y por algún tiempo, todos los fenómenos inflacionarios eran fácilmente explicables si se miraba la cantidad de dinero. 

Las gráficas de la inflación calcan escrupulosamente, con un poco de rezago, las gráficas de la emisión. 

En los años ’20, cuando Keynes comenzó a convertirse en una estrella de los círculos académicos e intelectuales anglosajones, el comunismo y el fascismo se ofrecían como alternativas al caos y la miseria. Tenían un sentido religioso nada desdeñable, que atraía a millones de personas en todo el mundo. 

A su regreso de la URSS en 1924, Keynes predijo: “Confío en la creencia de que, si el comunismo llega a alcanzar cierto éxito, no lo alcanzará como teoría económica perfeccionada, sino como religión”.

“El culto al poder es la nueva religión de Europa”, comprobaría otro intelectual inglés, George Orwell.

Próxima nota: La Gran Depresión de los años ’30; el aumento del gasto propuesto por Keynes en su “Teoría general del empleo, el interés y el dinero”

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