No hay brillos. Solo grises, verdes apagados y marrones.
Hay una mujer –joven, veintipocos años– que va a trabajar. Llega antes que todos. Se va después del último. Es secretaria en las oficinas neoyorkinas de un estudio cinematográfico. El trabajo le agarrota las ilusiones, pero persiste: quiere ser productora.
Hay un día como el resto. Hay muchas sesiones de fotocopiadora, hay llamados por teléfono, agendas que coordinar, vuelos que reservar, problemas en los sets que solucionar. No hay variación: todo es un puré uniforme de rutinas que embarran los sentidos.
Pero hay otras cosas también. Hay rutinas que no deberían ser, pero son. Hay llamadas furiosas de una voz de mujer que pregunta si él está con una de las otras. Hay violentas amenazas ante la que la asistente no sabe cómo reaccionar, hay manchas turbias que limpiar en los sillones, hay malos gestos, hay pésimos gestos, hay un productor jefe ausente, presente, agazapado en la oscuridad como un puma.
La asistente es una película minúscula y sutil. Es el retrato de un día en la oficina de Jane –maravillosa Julia Garner–, que debe lidiar con toda clase de trámites engorrosos y papeleos infinitos que le quitarían el entusiasmo a cualquiera, pero que también la hacen convivir con una realidad que jamás se expone de manera explícita pero que cruza y resuena durante todo el relato: la del hambre depredadora de un jefe que, oculto por una estructura aceitada y colaborativa, va de un casting sábana al otro y no se atiene a consecuencias.
En épocas post-MeToo es fácil y casi simplón asociar esta producción al caso de Harvey Weinstein y sus derivados. Pero aunque podría existir alguna referencia perdida por allí, en realidad lo que hace La asistente es bucear en los micro y macromachismos corporativos que anidan en cualquier lugar, especialmente en una industria tan pasada de rosca como la cinematográfica. No habla de un caso en particular. Habla de una realidad.
Dirigida con precisión por Kitty Green –directora que debuta en la ficción–, la película encuentra su grandeza, entre otras cosas, por dos aspectos puntuales. En primer lugar porque prefiere mostrar los hechos nimios y aislados que van empedrando una evidente situación de abuso crónico, y deja así de lado la exacerbada propuesta de otras películas fallidas que han querido retratar este tema, como la reciente El escándalo (Bombshell, de Jay Roach). Las comparaciones son odiosas, pero también útiles: si se pasa raya al final, la propuesta fría, pausada y neutra de La asistente termina siendo mucho más desesperanzadora y, por ende, efectiva. Es la prueba de que se puede tener contundencia –muchísima– sin gritarlo a los cuatro vientos.
En segundo lugar, La asistente también debe agradecerle sus buenos resultados al trabajo de su protagonista, Julia Garner. Como Jane, la actriz que saltó a la fama en la serie Ozark demuestra su capacidad a la hora de darle a su particular personaje lo que necesita. Y esto es: un rostro elástico que pasa de ser una máscara pétrea de indiferencia a una mueca de vulnerabilidad total, una personalidad dura y resistente que sin embargo teme derrumbarse ante la imposibilidad de hacer algo para revertir lo que sucede en su oficina. Una mujer que sabe que está sola, aislada, en un mar de injusticias diarias e invisibles.
En ese sentido, la escena que confirma todo eso es, a la postre, la mejor de la película: un encuentro entre la joven y una especie de encargado de Recursos Humanos al que recurre con la intención de plantearle una situación determinada con una de las nuevas “pasantes personales” del productor. El ida y vuelta entre Jane y el personaje, interpretado de manera siniestra por Matthew Macfadyen (Tom en Succession), es desolador. Absolutamente rutinario y apático. Pero desolador. Tanto como esta excelente película y todos los casos que, ficción mediante, llega para recordar.
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