Batalla de Stalingrado

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La batalla de Stalingrado, el principio del fin del nazismo

El próximo martes, 23 de agosto, se cumplen 80 años del comienzo la batalla por el dominio de la ciudad rusa -hoy Volgogrado- que, según un extendido consenso, cambió el rumbo de la II Guerra Mundial
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21 de agosto de 2022 a las 05:00

Por Rubén Furman

El 1° de junio 1942 Adolf Hitler voló a ciudad ucraniana de Poltava para conferenciar con sus generales de los ejércitos del sur en el Frente Oriental. El objetivo era informar los planes definitivos de la Operación Azul para tomar los campos petrolíferos del Cáucaso, un hecho que imaginaba definitivo para el derrumbe de la Unión Soviética. 

Stalingrado apenas fue mencionada en la conferencia. Sólo para definir la destrucción de sus fábricas de armamento y como una posición a tomar sobre el rio Volga para seguir avanzando. 
Entre los presentes sobresalía el general Friedrich Paulus, conocido como el Lord por su aspecto siempre pulcro, aunque de buen contacto con la tropa. Estudioso de la campaña de La Grand Armée de Napoleón en 1812, era un devoto de Hitler. Se había ganado su confianza por haber detenido apenas unas semanas antes una contraofensiva del general Semión Timoshenko en Jarkov, “embolsando” a su ejército y capturando unos 200 mil prisioneros. Su misión sería tomar Voronetz y de allí a la región petrolera. Un “paseo” pasando por Stalingrado, una antigua aldea tártara convertida en ciudad modelo en homenaje al jefe supremo soviético.

Paulus había heredado el mando del 6to Ejército de panzers del mariscal de campo Walter von Richenau, muerto por un infarto, pero antes héroe de la campaña en Ucrania. Entre sus proezas estaba haber emitido una Orden de Severidad que habilitó a reunir a 33 mil judíos de Kiev para fusilarlos en los barrancos de Babi Yar junto a partisanos y comisarios políticos del Ejército Rojo. Con aprobación de muchos habitantes.

Entre los convocados para la nueva campaña estaba también el capitán general de la Luftwaffe, el barón Wolfram von Richthofen, sobrino del famoso Barón Rojo de la Primera Guerra Mundial. Su fama también lo precedía: jefe de la Legión Cóndor en España, había comandado en 1937 el bombardeo al pueblo vasco de Guernica con la nueva táctica de vuelos rasantes. Cuatro años después destruyó la capital rumana, Bucarest, matando a 17 mil civiles.

La confianza del Führer en sus tropas excedía largamente sus conocimientos militares. La Wehrmacht había ocupado Austria, Checoslovaquia, Polonia, Suecia, Dinamarca, Noruega, Holanda, Bélgica y Francia en campañas relámpago, la blitzkrieg, donde los ejércitos apenas ofrecían resistencia.

La operación Barbarroja, contra la URSS, se había iniciado once meses antes y aunque sus divisiones habían sido detenidas en las puertas de Moscú, sitiaban Leningrado en el norte y se habían comido Ucrania, el granero de Europa oriental, en el sur. Hitler creía que la victoria estaba a unos pocos pasos.

Para ese entonces, los oficiales nazis de alto rango ya habían comprendido la diferencia. Los regimientos del Ejército Rojo podían caer uno tras otros y con pérdidas de miles de hombres, pero resistían encarnizadamente. Detrás de sus líneas de avanzada, surgían tropas de partisanos que los combatían en una guerrilla despiada, a semejanza de los sufrimientos que los invasores ocasionaban a los vencidos.

Las instrucciones de los mandos alemanes en su marcha hacia el Este era triunfar “en la última batalla contra el enemigo judeo comunista”, en la que todo valía. Estaba permitido despojarlos de sus bienes, quedarse con sus alimentos y viviendas, y disponer de sus vidas, sin temor a ningún reproche. Muchos oficiales profesionales se escandalizaron al principio, pero terminaron practicando esa brutal doctrina de guerra. 

Un día inolvidable

Batalla de Stalingrado

La mañana del domingo 23 de agosto de 1942 fue inolvidable para los habitantes de Stalingrado. Los bombarderos Heinkel 111 del barón von Richthofen hicieron sucesivas pasadas rasantes no sólo sobre las fábricas suburbanas y tanques de combustible sino sobre los edificios blancos que bordeaban la margen occidental del Volga. Arrojaron 1.000 toneladas de bombas incendiarias sólo este día. 

Unos 40 mil habitantes de la ciudad, algo menos del 10% de su población, murieron en la primera semana de bombardeos. El resto quedó sin luz ni agua potable. La batalla más famosa de la Segunda Guerra Mundial se había iniciado.

Los primeros indicios de que allí se libraría el combate decisivo surgieron dos semanas después de que Hitler conferenciara con sus comandantes. Entonces llegaron a Stalingrado varios regimientos de fusileros de la NKVD, la temible policía del ministerio del interior soviético dedicada a combatir “contrarrevolucionarios”. Se encargaron de organizar milicias de ciudadanos y tomaron el mando de otras fuerzas militares a través de comisarios políticos que harían cumplir las órdenes del jefe supremo.

Requisaron los barcos para que nadie pudiera escapar cruzando el Volga y garantizar que sólo se usaran para ingresar suministros. Decretaron el estado de sitio. Uno de esos comisarios era Nikita Jrushov, quien luego fue presidente de la URSS y jefe del Partido Comunista soviético entre 1953 y 1964.

Pocos días después, Stalin lanzó desde su Stavka (estado mayor) en Moscú una consigna que haría historia: “Ni un paso atrás”. Retroceder, abandonar un puesto, rendirse, sería tomado como una traición a la patria pasible de fusilamiento. Unos 13 mil soldados del Ejército Rojo fueron pasados por las armas bajo esos cargos, muchas veces injustos. Pero no era esa amenaza la que motivaba a soldados y civiles a resistir con furor.

Destacamentos de mujeres se hicieron cargo de las defensas antiaéreas. “La resistencia (a los panzers) provenía de las baterías operadas por jóvenes voluntarias apenas salidas de la secundaria”, relató el historiador militar inglés Antony Beevor, autor de Stalingrado, la más completa historia de esos días. Sólo los trabajadores especializados de las fábricas de armas fueron trasladados a otras fábricas en los Urales. La ciudad quedó enteramente bajo jurisdicción del partido comunista y todo el mundo fue puesto bajo el esfuerzo de guerra.

La tarde del primer bombardeo la vanguardia de tanques de Paulus cruzó el Volga por el norte de la ciudad y estableció una cabecera de playa. Tras batir a la artillería, descubrieron que sus servidoras eran mujeres. Los estudiantes universitarios cavaban trincheras de tal hondura que los tanques cayeran sin poder salir. Carteles en las esquinas proclamaban: “Nunca abandonaremos nuestra ciudad natal. Hagamos barricadas en cada calle. Transformemos cada distrito, cada manzana, cada edificio en una fortaleza inexpugnable”. 

De la fábrica de tractores reconvertida salían los tanques T-34 sin pintura pero cargados de municiones. Recién al cabo de unos días se permitió evacuar a mujeres y niños a la otra orilla.
A fines de agosto, como era habitual, el clima cambio súbitamente. Se iniciaron las lluvias y los caminos de tierra se inundaron de un fango pegajoso. Los soldados se empaparon y las trincheras se llenaron de agua. Las tropas alemanas que hasta pocas horas antes festejaban comenzaron a maldecir su destino.

Retroceder nunca, rendirse jamás

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El 29 de agosto del ‘42, el general Gueorgui Zhukov, recién nombrado vicecomandante supremo inmediatamente por debajo de Stalin, llegó a la ciudad para hacerse cargo de la batalla. El mismo hombre que 27 meses más tarde recibiría en Berlín la rendición incondicional del Tercer Reich.

Lo que pasó en Stalingrado en los siguientes cinco meses puede contarse de muchas maneras. Una es la “guerra de ratas”, el combate edificio por edificio y piso por piso, con miles de cadáveres en las ruinas de la ciudad cubierta de un olor nauseabundo. De eso habla el film francés Enemigo en las puertas (2001), una historia mínima donde Ed Harris y Jude Law encarnan el duelo entre dos francotiradores, uno alemán y otro ruso. Es la versión más conocida en Occidente, y dice poco de los grandes combates con miles de muertos y heridos de ambos lados.

Con mejor aproximación a la épica de esos días, el director ruso Serguéi Bondarchuk ganó el Oscar de 1976 con Ellos lucharon por la patria, basada en la novela homónima del premio Nobel de Literatura Mijaíl Shólojov. Es la historia de un regimiento de fusileros que resiste la ofensiva de los panzers pero va perdiendo a sus soldados mientras retrocede en un combate desigual. Nadie duda de su misión ni piensa en el precio.

La realidad fue menos cinematográfica. A mediados de septiembre Zhukov depositó el mando en el general Vassili Chuikov, jefe del 62º Ejército Soviético. Las bajas de ambos bandos en el primer mes del otoño fueron terroríficas. Todos los intentos alemanes de capturar los muelles de la margen norte fueron abortados por los lanzacohetes Katiushas disparados desde la margen occidental del río. Pero el Ejército Rojo perdía un promedio de 3 mil hombres por día y luego subió a 4 mil.

La superioridad aérea alemana demolió, literalmente, la ciudad. En noviembre el 90 por ciento de esos escombros estaba en poder de los nazis. La resistencia soviética se concentraba en unas pocas construcciones fortificadas de la orilla oeste del Volga y en la estación ferroviaria, un nudo importante en las vías entre Moscú y el Mar Negro. La línea de frente, que incluía la playa, cambiaba en horas y había combates cuerpo a cuerpo. Un silo, una fábrica de ladrillos, una casa o un montículo se disputaban palmo a palmo, con bayoneta y cuchillo. “Una lucha desesperada y feroz”, cronicó el historiador Beevor.

El general Alexandr Rodimtsev, de apenas 37 años, cruzó una noche el Volga en balsa con un regimiento de fusileros y contuvo el avance alemán con armas personales y algunas ametralladoras. Con el alias de “Pablito” había sido el asesor soviético clave en la batalla de Guadalajara en que republicanos españoles hicieron huir a los expedicionarios de Mussolini.

Los comisarios políticos estaban pasmados con la determinación de Chuikov de no entregar la plaza. Pero no era sólo una actitud testimonial. El 9 de noviembre, cayeron las primeras nevadas. La ciudad quedó bajo un manto blanco con temperaturas que rondaban los -18ºC.  “El general invierno” comenzaba a trabajar para los defensores.

La batalla final

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El 19 de noviembre se inició la esperada contraofensiva. Algo más de un millón de soldados del Ejército Rojo distribuidos en 100 divisiones, se desplegaron en torno a la ciudad con 13.541 cañones, 894 tanques y 1115 aviones. Al frente iban los batallones siberianos trasladados desde el Extremo Oriente, con el mejor entrenamiento para el combate en condiciones extremas.

A fines de diciembre Zhukov lanzó la Operación Urano y quebró con sus blindados las defensas de los ejércitos rumanos y húngaros que protegían los flancos alemanes. Luego rodeó con sus fuerzas al 6to Ejército de Paulus y lo aisló el 4to Ejército de panzers ubicado al sur de Stalingrado.

Cuando cerró la pinza, 300 mil alemanes con 150 tanques y 5 mil cañones quedaron “embolsados”. Los nazis llamaban a eso der kessel, el caldero donde se cocinaban los que quedaban adentro. El 23 de noviembre murió de inanición el primer soldado alemán. En vísperas de la Navidad, unos 1200 alemanes murieron congelados en un solo día. A fines de diciembre la situación se tornó desesperante cuando quedó inutilizada la pista de aterrizaje donde llegaban vituallas. Miles de soldados caían enfermos de disentería, tifus y heridas sin curar.

A mediados de enero, Paulus fue ascendido a mariscal de campo: el Führer tenía la esperanza de que cumpliera la tradición de que ningún oficial de ese rango en el ejército alemán se había rendido jamás. Pero todo era cuestión de tiempo. 

Cuando los soldados soviéticos penetraron en el túnel subterráneo donde Paulus tenía su cuartel general, no tuvo dudas. Antes le habían escuchado decir que no pensaba suicidarse “por un cabo bohemio”. Junto a él se rindieron 22 generales de su estado mayor y los 130 mil soldados sobrevivientes, entre ellos varios miles de “auxiliares” del ejército soviético tomados prisioneros. El 2 de febrero de 1943 entregó las armas y firmó la rendición.

Todos fueron enviados en tren a Siberia tras limpiar la ciudad y recoger los muertos. Apenas 6 mil regresaron alguna vez a su país. Entre ellos el mismo Paulus, que volvió a su ciudad, Dresde, en la entonces Alemania Oriental. Unos 2 millones de soldados habían participado de toda la operación. El balance de la sangrienta batalla habla de un millón de muertos y otro millón de heridos, desaparecidos o capturados de ambos bandos; de 40 mil civiles fallecidos; de 91 mil alemanes hechos prisioneros.

Dentro de Stalingrado -hoy Volgogrado- quedaron los cuerpos de 80 mil soldados nazis y el sueño de un Tercer Reich eterno.

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