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La Guerra Fría entre Estados Unidos e Irán

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15 de enero de 2020 a las 05:03

La recientes tensiones, iniciadas por una serie de ataques a barcos e instalaciones petroleras en el Golfo Pérsico y en Arabia Saudita, seguidas por el derribamiento de un drone de los Estados Unidos y el ataque con misiles a una base en Irak que causó la muerte de un ciudadano americano-iraquí, forman una reciente escalada, en apariencia provocada por el régimen de Irán. La represalia fue el asesinato ordenado por Donald Trump, del General Qassem Soleimani, comandante de la Quds, una fuerza de élite de la Guardia Revolucionaria de Irán. Esta nueva fase se inserta en el marco de un prolongado antagonismo entre el régimen teocrático iraní y los Estados Unidos, y que lleva ya 40 años.

En enero de 1979, una revolución liderada por el Ayatollah Ruhollah Khomenei derrocó al entonces monarca iraní, el Shah Mohammed Reza Palevi, un aliado firme de los Estados Unidos que rigió el país aplicando métodos represivos, oprimiendo al radicalismo islámico e impulsando un proyecto de modernización y secularización de raíz nacionalista. Con la instalación de una teocracia fundamentalista, Irán dejó de ser aquella nación aliada a occidente durante la Guerra Fría, para transformarse en su principal enemigo, encabezando un proyecto de guerra santa pro islámica. La agenda de la teocracia era igualmente brutal en sus objetivos regresivos y represivos.

El nuevo régimen declaró a Estados Unidos como el “gran Satán”, ubicándolo así como el principal enemigo del Islam y destinado a ser el objetivo prioritario en una nueva guerra santa purificadora del mundo, empezando por los países del Medio Oriente. Un segundo blanco a ser destruido es el Estado de Israel, tanto en lo político, como aliado de Washington, y naturalmente en lo religioso.

A lo largo de estos 40 años, se fue gestando un estado de conflicto latente, en el que irrumpieron en forma intermitente, atentados a intereses principalmente estadounidenses en la región. En la década de 1980, Irán enfrentó al Irak de Sadam Hussein, en una guerra de casi ocho años en la que la devastación mutua fue el único resultado final. Dentro del mismo período, comenzó a gestarse una nueva configuración del poder entre los estados de la región, a medida que el antagonismo entre los Estados Unidos y la Unión Soviética comenzaba a diluirse, en el umbral de la implosión final del sistema comunista soviético y su influencia en Medio Oriente. Las alianzas establecidas tanto con Washington como con Moscú perdieron su valor como lo perdió la propia zona en su carácter geopolítico dentro del ajedrez de la Guerra Fría, aunque manteniendo su importancia estratégica en lo económico como fuente de petróleo.

La conflictividad entre el mundo árabe e Israel fue cediendo a una condición menos volátil, en particular en lo referente a la histórica enemistad de Egipto y Siria con los israelíes, que dio lugar a varias guerras y que derivara en acuerdos de paz, limitándose las tensiones desde entonces al aun irresoluto problema con Palestina. Desde entonces, el centro del conflicto se concentró en las rivalidades históricas internas, entre las dos grandes corrientes sucesorias e interpretativas del Islam: el chiismo y el sunismo.

Esta gran división al interior del mundo islámico constituye hoy uno de los tantos factores de inestabilidad que amenaza con mantener al Medio Oriente bajo un constante estado de violencia. A la cabeza de ambos bloques confrontados se ubican respectivamente la teocracia iraní y la monarquía saudita, aliada natural a Washington. Esta rivalidad ancestral no tiene posibilidades de resolverse por las vías políticas o diplomáticas tradicionales y condenará al mundo islámico a la esclavitud de un conflicto permanente. En este contexto y como primer gran objetivo de la hegemonía iraní, los Estados Unidos deben desaparecer de la zona.

En esta prolongada confrontación, la teocracia de Teherán ha sido capaz de recurrir a diversos métodos y recursos para atacar en forma indirecta a los Estados Unidos y a sus aliados regionales –con Israel a la cabeza– valiéndose tanto de sus fuerzas especiales como la Quds, o bien a través de la organización terrorista Hezbollah, con sede en el Líbano y hoy casi convertida en un ejército profesional, algo que Israel comprobó con dureza en la guerra que mantuvieron en el 2006. Pero sin duda alguna, lo que hoy convierte al régimen iraní en una amenaza desestabilizadora es su potencial desarrollo de armamento nuclear, desde sus formas más rudimentarias, como la de una “bomba sucia” o más sofisticadas, a nivel de ojivas, factibles de ser lanzadas mediante misiles balísticos y de los que Irán ya dispone. En los días que vienen, este será quizás el umbral definitivo que lleve finalmente a los Estados Unidos y a sus aliados occidentales a tener que enfrentar la eventual hipótesis de una intervención militar, como única forma de detener un proceso que pondría a Medio Oriente y al mundo en el curso de una escalada sin retorno.

La historia muestra un paralelismo interesante en esta dinámica peligrosa en la Guerra Fría librada entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Tratándose de dos superpotencias con capacidad de destrucción masiva y terminal, la propia posibilidad de tal consecuencia actuó como una barrera de contención hacia una guerra abierta y directa. El antagonismo se liberó en guerras focales y conflictos limitados, hasta la implosión del régimen comunista.

En esta versión de guerra fría que llevan adelante Washington y Teherán, la apuesta del presidente Trump y de sus asesores, debería considerar a este ejemplo como una posible  solución. La del colapso de la teocracia ante las presiones de los propios iraníes, exhaustos ya de los efectos de las sanciones económicas y de la represión del régimen. Las condiciones existen y son manifiestas. La oportunidad depende hoy de la inteligencia geopolítica, la cautela y el sentido común. Condiciones improbables en un presidente como Trump, inestable, impredecible y arrinconado por un eventual proceso de destitución y obligado a la reelección.

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