La renuncia de De la Rúa fue uno de los mojones que dejó la crisis del 2001.

Economía y Empresas > UNA CRISIS QUE MARCÓ

La herida abierta de los argentinos a 20 años del 2001

La efeméride de la peor crisis social trajo a primer plano el recuerdo del desempleo, los saqueos, los muertos y la renuncia de De la Rúa. Y, sobre todo, reafirmó que la discusión sigue en los mismos términos
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21 de diciembre de 2021 a las 05:00

Pasaron ya 20 años, pero para millones de argentinos es como si hubiese ocurrido ayer: las cicatrices de la crisis económica y social de fines del 2001 permanecen hasta hoy y condicionan la política y la cultura.

Sus señas son visibles en todos los ámbitos: esa crisis determinó una marca irreversible en el sistema financiero, en el discurso político —con la instalación del lema “que se vayan todos”— en la actitud de los argentinos frente al ahorro y el crédito, en el crecimiento exponencial del empleo público, en las tendencias del sistema educativo y, sobre todo, en el panorama social. Se poblaron las calles de desempleados que sobreviven como “cartoneros” y dejaron un sólido piso de 25% de pobreza, que en ocasiones como la cuarentena sube por encima de 40%, y se instaló en un lugar protagónico de la sociedad la figura del “piquetero”, que fue ganando en poder político.

Por eso a nadie extrañó que la efeméride de los 20 años ocuparan largas horas en programación televisiva y trajera de nuevo al primer plano a los protagonistas de aquellas horas.

Hubo notas históricas que contaron detalles de cómo en noviembre de 2001 el Fondo Monetario Internacional decidió que ya no habría más salvatajes financieros para Argentina, que llevaba cuatro años consecutivos de recesión, un desempleo en torno de 25% y se negaba a abandonar su sistema de convertibilidad “uno a uno” entre el peso y el dólar, a pesar de que le generaba una gigantesca fuga de capitales y un déficit récord en la cuenta corriente.

También hubo recordatorios sobre el “corralito” que limitaba la extracción de efectivo en los cajeros automáticos y que, en los hechos, marcaba el fin del compromiso estatal de responder con dólares por cada peso circulante.

No faltaron las entrevistas con Adolfo Rodríguez Saa, que ocupó la presidencia por una semana —en la cual declaró el default más grande de la historia financiera mundial por unos US$ 70.000 millones— y con Eduardo Duhalde, que lo sustituyó cuando el primero perdió el apoyo del peronismo.

Y, sobre todo, estuvieron las dramáticas imágenes de los días 19 y 20 de diciembre: los saqueos en los barrios marginales, el presidente Fernando de la Rúa anunciando un toque de queda, la población desobedeciendo masivamente esa medida con su presencia en la calle y, finalmente, la dramática refriega de Plaza de Mayo, con su saga de 39 muertos. Y, como imagen final que sintetizó el caos del país, el helicóptero en el que De la Rúa abandonó la Casa Rosada tras haber firmado la renuncia.

Debates de alta tensión

Pero si hubiese que elegir un solo elemento que ilustrara la vigencia de esa crisis en la memoria colectiva de los argentinos, tal vez lo mejor sea el apasionamiento de los debates entre los protagonistas, que 20 años después siguen lanzándose acusaciones cruzadas con una vehemencia que resiste el paso del tiempo.

El debate que alcanzó el máximo grado de tensión fue entre el exministro de economía, Domingo Cavallo —el creador del régimen de convertibilidad, que defendió su vigencia hasta el final y que renunció la noche del 19 de diciembre cuando una multitud furiosa se reunió frente a su casa— y José Ignacio de Mendiguren, que había sido presidente de la Unión Industrial y ocupó el cargo de ministro de la producción en el gobierno de emergencia de Duhalde.

Cavallo dijo que la verdadera tragedia no había sido sus dificultades con el FMI ni el corralito sino la devaluación con la posterior pesificación de deudas y ahorros.

“La devaluación era evitable con una renegociación de la deuda. De Mendiguren convenció a Duhalde de pesificar porque su plan era licuar las deudas de las empresas que él representaba”, acusó Cavallo.

“Cavallo, ¿usted está hablando en serio o cree que somos todos bobos? Usted es un mentiroso y está mal de la cabeza. ¿Vio los muertos que provocó? Tenga un poco de piedad por lo que le hizo a los argentinos”, replicó De Mendiguren.

Toda la discusión fue en ese tono, con acusaciones mutuas de traición a la patria y hasta pedidos de prisión. Cavallo recordó que efectivamente había estado preso y que fue liberado porque 60 economistas del mundo, incluyendo varios premios Nobel, habían pedido por su libertad.

“Sacate la careta, vos querías la dolarización de la economía, ser un suburbio de los Estados Unidos. Explotaste a la Argentina, la sometiste a las peores barbaries. Hacete cargo, te debería dar vergüenza. Hiciste un incendio y querés culpar a los bomberos”, le espetó De Mendiguren.

A lo que Cavallo respondió que era “un chivo expiatorio” para culparlo por la crisis que se profundizó luego de la devaluación y el default de la deuda.

El trauma no superado del “uno a uno”

Lo que está claro es que posiblemente esta generación nunca llegue a un acuerdo sobre quién tuvo la culpa de la peor crisis social en la historia argentina. Pero si hay un elemento que parece generar consenso es que la devaluación uno de los fenómenos más temidos por todo el arco político.

De hecho, los gobiernos prefieren tomar cualquier medida, por antipopular que sea, antes que devaluar, y hacen lo posible por dejarle esa responsabilidad a su sucesor.

Una de las curiosidades de esta efeméride del 2001 es que, entre todos los recuerdos de esa época, nadie ha recordado lo que ocurrió al día siguiente de la renuncia del presidente De la Rúa, cuando tuvo que volver a su oficina para hacer el último trámite antes de abandonar definitivamente la Presidencia. Ese día, ante el amontonamiento de movileros que pretendían una última declaración, el ya exmandatario sólo se preocupaba por repetir una frase: “Yo no devalué”.

Los historiadores del futuro tendrán ahí tela para cortar: el hecho de que un mandatario deba renunciar dos años antes del fin de la gestión, en medio de un caos social nunca visto, y aun así se muestre orgulloso de no haber alterado el “uno a uno” entre el peso y el dólar es algo bastante elocuente.

La corrida bancaria colapsó el sistema financiero.

De la Rúa, como todos, intuía que lo que se venía era un mega ajuste por vía devaluatoria —el otro ajuste, el que se produjo por vía recesiva, ya lo había hecho él— y, en ese momento de renuncia, quiso tener un último gesto de dignidad.

Desde su punto de vista, devaluar era algo prohibido, era el pacto que él tenía con su electorado, y de alguna manera transmitía que el respeto a ese principio le había costado el cargo. Posiblemente imaginaba que en el futuro la historia lo rescataría como alguien que había resistido las presiones del sistema financiero.

Lo cierto es que el 48% del electorado que lo había votado le había dado un mandato claro: lo que había que cambiar de la década menemista era la corrupción, la frivolización de la gestión pública, la política internacional, el desprecio por la cultura. Pero no el “uno a uno”, que garantizaba un alto nivel de consumo.

Y De la Rúa interpretó el mensaje: subió impuestos, convalidó recesión, desempleo récord, riesgo país por las nubes y la quiebra del sistema financiero, pero no alteró la ecuación de “un peso igual a un dólar”.

Ese es uno de los temas tabúes que los argentinos no logran superar: había algo obvio para todo el mundo, que era la insostenibilidad de una paridad cambiaria que no se condecía con la productividad del país. Pero, salvo contadas excepciones, los argentinos no lo querían aceptar. Ni el gobierno ni la oposición, ni los sindicatos ni las empresas, ni los medios de comunicación ni los “caceroleros” que rompían los vidrios de los bancos pedían una devaluación.

Veinte años después, un peso, en el mercado paralelo, equivale a medio centavo de dólar. Y, por más que la mayoría no se atreva a pronunciarlo en voz alta, el recuerdo del “uno a uno” provoca una nostalgia inconfesable. La nostalgia de no poder continuar la fantasía de los años ’90, la de Argentina como integrante del “primer mundo”. 

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