Las 16 niñas duermen en la misma habitación.

Nacional > En Sarandí de Aiguá

La historia de 16 niñas que duermen en una escuela que resurgió de las llamas

Tres años después del incendio que destruyó el 60% del centro educativo, la escuela de Sarandí de Aiguá vuelve a ser el aula y la casa de 16 alumnas
Tiempo de lectura: -'
17 de diciembre de 2022 a las 05:04

Hay un pizarrón, hay un comedor, hay un salón de clases —en realidad hay dos—, hay juegos al aire libre y un rincón de libros… como en cualquier escuela. Hay una habitación con ocho cuchetas, 16 colchones y peluches sobre esos colchones. Hay un baño con ducha, hay cepillos de dientes de los más diversos colores y hay roperos… como en cualquier casa. Hay una escuela que es, a la vez, una casa.

La escuela —suelen decir los adultos— es como una segunda casa. Pero para las 16 alumnas de la escuela rural n° 15 de Sarandí de Aiguá, la institución educativa es su primer hogar. Pasan allí las horas de clase y de las comidas, las noches, los miedos, la extrañitis, la caída del primer diente, la primera menstruación, los primeros sueños.

Desde un parlante móvil sale una música tenue, apenas perceptible. Los primeros rayos del sol del amanecer se cuelan por el diminuto espacio que separa a la cortina black-out de la ventana de la habitación. Se escuchan unos pasos sigilosos de una señora que se acerca a la cortina y la levanta poco a poco. De pronto, una cabeza asoma desde debajo de un acolchado rojo, en una de las camas de abajo, y la voz fina de una niña dice: 
—¡Buenos días, maestra!

Maite está triste, pero no se le nota. Esta semana vive sus últimos despertares en esta habitación, su habitación desde hace seis años cuando entró por primera vez con su túnica blanca, con la moña azul y sin saber siquiera el abecedario. Sabe que tras el acto de cierre de cursos, y de ser bañada con los huevos que obtienen del gallinero de la propia escuela en ese ritual tradicional al que se somete a los recién graduados, dirá adiós para siempre a las maestras-madres, al director-padre, y al resto de alumnas-hermanas.

El director es como el padre y las maestras las madres.

No habrá cánticos del estilo “Eo, eo, eo, pasamos al liceo…”, porque ni siquiera se conoce si habrá liceo, o UTU, o continuidad educativa alguna. Porque como Maite, las alumnas de esta escuela viven internadas en este centro en el límite entre Maldonado, Rocha y Lavalleja porque sus familias las abandonaron, o no pueden hacerse cargo, o no hay familias.

Una de las chicas era la menor de seis hermanos. Su madre era adicta a la pasta base y empezó a venderlo todo para consumir. Primero un florero, una tele, una jarra eléctrica… hasta que en la desesperación, cuando ya estaban en la calle, quiso vender a sus niñas. El Estado intervino, le quitó la patria potestad, las menores pasaron a manos de una abuela que tenía que hacerse cargo —sin lograrlo—, para al fin y al cabo quedar internadas en la escuela rural de Sarandí de Aiguá.

Otra niña —sí, en esta escuelita son todas niñas por eso de que “hay un solo baño y se requiere intimidad”, justifican las autoridades— fue víctima de abuso. El Instituto del Niño asumió la responsabilidad y, para evitar la desescolarización, se optó por matricularla en el centro rural. Los fines de semana, cuando la escuela cierra y las compañeras que tienen algún familiar pasan las horas con ellos, esta pequeña queda en un hogar estatal.

Otra fue abandonada por sus padres y los abuelos la criaron. La abuela murió y al abuelo se le hacía cuesta arriba el llevarla y traerla todos los días a la escuela más cercana. Prefirieron el internado. Otra tiene a su madre sin techo. Y otra…

“¿Extrañar? ¿A quién? Claro que no extraño”. Maite habla convencida y cada vez que puede procura que alguna compañera o una maestra le dé albergue por el fin de semana.

El baño tiene duchas y los cepillos de dientes de cada alumna.

Para esta niña de 12 años, ojos celeste pastel, sonrisa pícara que acaba en unos pronunciados hoyuelos, y que se proyecta como “peluquera o profesora de piscina”, cada último instante en la escuela-casa tiene relevancia. Y así lo hace notar.

Con alguna que otra lagaña todavía pegada al costado de los ojos, pega un salto, escapa del acolchado que la cobijó desde las diez de la noche —la hora en que religiosamente la maestra da la orden de irse a dormir—, pisotea en busca de sus crocs, se las pone y sin más sale del cuarto. Atraviesa los cuatro, cinco o seis metros del comedor, abre la puerta, siente cómo empiezan a calentar esos primeros rayos de sol, y se asoma a un mástil. Es hora de otro ritual: a ella le toca izar el pabellón nacional, ese que luce toda escuela rural en la entrada a la hora en que hay actividad.

Recién entonces, con la bandera flameando en lo alto, da marcha a la rutina habitual: lavarse los dientes, peinar a una compañera y que la otra la peine a ella, desayunar y ponerse la túnica. Aquí no vale el antojo de quedarse durmiendo hasta más tarde o la rabieta de “no quiero ir a la escuela”. La escuela es la casa y viceversa.

El día que la escuela ardió

Las llamas aún no se habían apoderado de la cocina, cuando desde un ómnibus local que pasaba por la ruta el chofer vio el humo y dio la alerta. Eduar Nogueira —quien por entonces llevaba 21 años como docente, pero era su debut como director de la escuela n° 15— recibió el aviso. Eran pocos minutos después de las nueve de la mañana del 6 de noviembre de 2019.
—Director, ¿hay niños en la escuela? —el chofer habla inquieto.
—No, no. Estamos en una actividad en otra escuela. ¿Qué pasó?
—Se incendia.
—¿Lo qué?
—La escuela se incendia.

Cuando el director y una de las tres maestras que estaban en la actividad regresaron al predio de la escuela, ya no había lo que hacer. Más del 60% del local quedó destruido, se perdió el mobiliario y hasta la ropa que cada niña tenía en su habitación. Los colchones que se salvaron olían a humo, y los acolchados habían quedado negros del hollín.

“Durante la pandemia, o mejor dicho en las fechas en que hubo clases presenciales en pandemia y que se habilitó el régimen de internado, la escuela n° 46 de Paso Los Talas nos prestó un lugarcito. Y este 2022, después de las reformas, retornamos a la escuela 15. A nuestra escuela”. La maestra Cecilia Birriel habla con una dicción cuidada que la delata como maestra. Lleva lentes que magnifican cuando los ojos se le humedecen, se enrojecen y están a punto de largar el lagrimón.

Porque Cecilia eligió esta escuela por primera vez hace diez años y “la volvería a elegir una y mil veces”, pero no se acostumbra a que cada diciembre sean momentos de despedidas.

Entre el fin de las clases y el juego con animales se palpita el Mundial.

Cecilia comparte más tiempo con las alumnas que con sus hijos. “Entro a la escuela a las 13 horas y salgo a las 23. Así que además de la clase convencional, como cualquier escuela, cuando se sacan la túnica soy un poco la mamá. Hay que ayudarlas con el baño, darles el beso de las buenas noches, abrazarlas, mirar una película. Ese es el plus que me gusta de esta escuela: se desarrollan las relaciones humanas en su máxima expresión”.

Las palabras de la maestra saben edulcoradas y es probable que así las sienta. Pero no todo brilla en la escuela 15. “En cualquier casa hay veces que dos hermanos se pelean, imaginate con 16 conviviendo a la vez”, dice el director Eduar. Por eso, explica, en las noches quien está a cargo de las niñas también es una maestra formada. Le llaman maestra nochera.

En Uruguay hay cinco escuelas públicas rurales —incluyendo la de Sarandí de Aiguá— que funcionan con régimen de internado. Entre todas suman 44 escolares que duermen de lunes a viernes en el centro educativo. Y en cualquiera de los casos, por las noches hay una maestra nochera.

Las alumnas reciben las cuatro comidas diarias.

Según Límber Santos, director del departamento de Educación Rural de Primaria, “a diferencia de otros países, en Uruguay no está tan extendida la modalidad de internados porque no existen grandes distancias geográficas entre las zonas habitadas y las escuelas… hay una suficiente densidad de escuelas que cubren todo el territorio”.

A la escuela de Sarandí de Aiguá, por ejemplo, llegan desde decenas de kilómetros porque “muchas de las alumnas son derivadas de las ciudades”, explica el director Nogueira. “En este momento, por ejemplo, no tenemos alumnos de Aiguá, la localidad más cercana, pero sí hay estudiantes que vienen desde Maldonado o San Carlos y que son de todas las edades (desde nivel cinco de inicial hasta sexto grado)”.

Yasmín, una de las compinches de Maite, se aburre. Cuando está en lo de su familia, se aburre. Por eso la despedida de la escuela (ella también se gradúa) le pegó para la nostalgia. Sentada al borde de una cama, a unos pasos del perchero en el que cuelgan las túnicas, reflexiona. “Una vez nos pusimos a jugar en la habitación a Charly-Charly. Era como que convocábamos a Charly. No nos dimos cuenta y la maestra se puso detrás de la puerta, era de noche. Entonces las niñas preguntamos: ‘Charly-Charly, ¿estás ahí?’. Y la maestra, con voz grave, nos hizo la broma: ‘Aquí estooooy’. Hasta ahora me acuerdo del susto que nos pegamos”

La maestra Cecilia ríe cómplice. Ella era la maestra detrás de la puerta.
—Yasmín: ahora que te estás graduando, ¿qué vas a extrañar de la escuela?
—Mmm… a mis compañeras que son como hermanas, a las maestras y los animales. Tenemos un burro, ovejas, patos, gallinas de las que aprovechamos los huevos para comer.
—¿Y qué te llevás de la escuela?
—Valores.

La maestra Cecilia ya no ríe. Ahora se emociona. “Escucharlas decir que se llevan valores es un mimo al alma. Cuando una empieza en esto de la docencia cree que puede cambiar las vidas de muchas personas. Después te das cuenta que hay realidades que no podés cambiar. Pero sí se puede hacer la diferencia en el lugarcito que a cada uno le toca compartir con otras personas, y hacer de este lugar un espacio más feliz”.

En la mañana hacen talleres y en la tarde hay clases convencionales.

Se hace silencio. La maestra deja la sala en la que reflexiona y va en busca de las otras niñas. Atraviesa el comedor, ahí donde había sido el origen del incendio hace tres años, y pasa delante de un cartel con una frase del pedagogo brasileño Paulo Freire que reza: “Quien enseña aprende al enseñar, y quien aprende enseña al aprender”.

Comentarios

Registrate gratis y seguí navegando.

¿Ya estás registrado? iniciá sesión aquí.

Pasá de informarte a formar tu opinión.

Suscribite desde US$ 345 / mes

Elegí tu plan

Estás por alcanzar el límite de notas.

Suscribite ahora a

Te quedan 3 notas gratuitas.

Accedé ilimitado desde US$ 345 / mes

Esta es tu última nota gratuita.

Se parte de desde US$ 345 / mes

Alcanzaste el límite de notas gratuitas.

Elegí tu plan y accedé sin límites.

Ver planes

Contenido exclusivo de

Sé parte, pasá de informarte a formar tu opinión.

Si ya sos suscriptor Member, iniciá sesión acá

Cargando...