Las manos transpiran. La voz tiembla, las respuestas son dudosas. Acierta una vez, y la siguiente, y la próxima. El presentador de sonrisa perfecta está atónito. La tribuna aplaude, la gente en sus casas se fanatiza. Los productores se muerden las uñas. No puede ser. ¿Cómo hace? Hasta que un oído atento lo nota. Una tos. Una tos y un acierto. Otra tos. Otro acierto. La trampa.
Fue un escándalo en 2001 en Gran Bretaña. Charles y Diana Ingram, en conjunto con Tecwen Whittock, un aliado circunstancial, lograron burlar las reglas del programa de televisión que concentraba la atención de miles de apasionados por los shows de preguntas y respuestas y que además, como premio casi inalcanzable, ofrecía £ 1 millón. Así al menos lo entendió la Justicia. Pero la burla fue también circunstancial. El premio mayor nunca llegó a manos de los Ingram pese a los festejos con papelitos brillantes después de la última respuesta correcta.
La trampa –difícil de probar– quedó expuesta y terminó en un juzgado, y, verdad o no, los jugadores mordieron el polvo de la derrota. Culpables.
Pero Quién quiere ser millonario fue mucho más que un show de televisión. La miniserie Quiz (disponible en NSNow, MC Go Live, Cablevisión Flow y TCC Vivo) lo presenta como un programa que cuenta con un grupo de fanáticos que recolectan preguntas y respuestas, que se pasan datos y se contactan entre sí, y una enorme red clandestina por detrás.
Charles es la última oportunidad, el jugador menos pensado. Es el que mira incrédulo a su esposa, su cuñado y su suegro cuando se enfrascan en competencias interminables. El que acepta que ella participe de competencias de Pub Quiz sin descanso y observa su obsesión por ganar. Sus hijas también entienden que con su madre es así. ¿Hay una nueva canción aprendida en el piano? La escuchará por teléfono. Ahora está jugando.
Sin embargo, Charles es el que termina con la responsabilidad de pelear por quedarse con algo de dinero. Sus familiares participaron antes pero quedaron por el camino, con algunas libras en la mano pero nada cercano a lo que pretendían. No había opción.
Charles, un capitán del Ejército con experiencia escasa en competencias, fue preparado exhaustivamente en los días previos para poder ingresar. Pero su primera participación fue mala. Quizá por eso también su desempeño posterior sorprendió tanto.
Las sospechas de que algo extraño estaba pasando comenzaron poco antes de que Charles ingresara en el show, cuando algunos participantes de la tribuna se repetían o eran –justo– parte de su familia. Lo notó la productora de piso y lo notaron los productores generales del programa, que invirtieron una fortuna en el producto televisivo y no iban a dejar que el gran premio se fuera tan fácilmente. Todo estaba pensado, claro, para que fuera difícil, muy difícil de conseguir.
Durante los 51 minutos de participación de Charles en el programa, la tensión se traslada al espectador, que, aunque ya sabe lo que va a pasar, entra en estado de nerviosismo porque, justamente, sabe lo que va a pasar.
A la vez, los nervios de Diana se evidencian ante cada respuesta. ¿Por qué Charles no para? Tendría que equivocarse para que no fuera tan evidente. Pero él no se equivoca. Titubea, repite las posibles respuestas, da explicaciones inverosímiles y, una vez más, la tos. Respuesta correcta. Un millón de libras, saltos, abrazos, lágrimas. Y la policía en la puerta.
Mientras Charles contesta, la producción hace la denuncia con base en la suposición de que los estaban timando, aunque sin tener muy claro cómo.
Sin embargo, esta serie de tres capítulos, dirigida por Stephen Frears, en el último episodio abre la ventana a la duda. ¿Y si no eran culpables? ¿Y si las toses fueron casualidad? Hubo casi 200 toses durante el programa, muchas de las cuales coincidieron con las respuestas esperadas. No hay más pruebas.
Pero la Justicia, a pesar de la defensa cerrada de la abogada de los Ingram, los condenó. Charles fue a prisión, debió pagar una multa y fue señalado como el autor de la mayor estafa a un programa de televisión, aun sin haber visto un cobre. Él nunca lo asumió. Y la duda queda planteada. ¿Y si no hicieron trampa?
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