Alberto les comunicó a sus hijos que tenía miedo y les pidió que lo sacaran del hospital

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Coronavirus: la historia del abuelo que murió por covid-19, asintomático, solo y con miedo

Se contagió en un residencial, lo internaron sin consulta a la familia y murió a los 10 días
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12 de marzo de 2021 a las 05:00

Imaginate que tenés 90 años y vivís en un residencial. Estás en tu cuarto durmiendo. Pasadas las 10 de la noche tres personas vestidas con lentes, guantes, sobretúnica, doble barbijo y máscara interrumpen tu sueño, te suben a una ambulancia y te internan en una sala, solo. No les ves caras, pero sobre todo no ves caras familiares.

¿Entenderías lo que pasa?, ¿te angustiaría la situación?, ¿sentirías miedo?

Esta es la historia de Alberto. Desgarradora, cruda, triste, pero real. Le pasó a una familia uruguaya, le pudo haber pasado y le puede pasar a muchos más si la pandemia sigue acentuándose. Los nombres de los protagonistas fueron cambiados para conservar la identidad de los involucrados, a pedido de la familia.

El virus entró al residencial de Alberto a través de dos enfermeras. Alberto fue el primero en dar positivo al test de covid-19, pero no presentaba síntomas de la enfermedad. Aun así la encargada técnica del hogar decidió trasladarlo a su mutualista.

“El hogar de ancianos se sacó el problema de encima. Como hijo lo único que siento es que condenaron a mi padre”, relata uno de sus hijos.

Un descuido peligroso 

Alberto tenía 90 años, pero muchas ganas de vivir. Hacía dos años que vivía en un residencial, no tenía enfermedades ni comorbilidades y solo tomaba una pastilla para el vértigo. Podía comer solo e incluso, a su ritmo, desplazarse con la silla de ruedas.

En junio de 2018 su familia lo encontró en su casa caído. A partir de ahí quedó sin fuerza muscular y tuvo que empezar a usar una silla de ruedas. Con dolor, sus hijos tomaron la decisión de llevarlo a un residencial: a su edad precisaba de ayuda todo el día.

Con el tiempo se pudo adaptar a su nuevo hogar y más allá de las nanas de una persona de su edad, se había estabilizado. Su hijo Rafael percibía que su padre estaba mejorando, contrario a lo que suele suceder.

Alberto fue el primero en ser diagnosticado con covid-19, asintomático igual lo internaron. Foto de archivo.

Y ahí llegó la pandemia. Hasta ese momento las visitas eran libres. Cuando apareció el covid-19 en Uruguay, en marzo de 2020, el residencial restringió todo contacto hasta que los contagios en el país se estabilizaron y le permitieron a los familiares empezar a acercarse. “Teníamos que verlo a través de una puerta con un vidrio. Era espantoso porque no se escuchaba nada. No te escuchaba, uno tenía que gritarle, él también hablaba bajo y no se podía escuchar bien”, recuerda su hija Cristina. Pero su ánimo era muy bueno, incluso les pedía que lo fueran a visitar.

Más adelante habilitaron otro protocolo en el que los familiares mantenían distancia entre sí a través de una mesa grande. Una enfermera controlaba el tiempo. La familia siempre respetó los protocolos: guantes, túnica, tapabocas y cero contacto físico. El miedo a contagiar a su padre o a cualquier residente los llevaba a cuidar el mínimo detalle, como desinfectar varias veces la comida que le llevaban. 

Lejos estaban los pensamientos de que su padre pudiera contagiarse. “Sinceramente siempre pensé que era el que menos se iba a poder contagiar de la familia porque era el que estaba más cuidado, mas guardado”, cuenta su hija Cristina.

Transcurrieron varios meses y la situación en el país parecía mejorar. Los positivos diarios no pasaban de los 20 y las muertes que se reportaban eran esporádicas. Uruguay parecía tener el virus controlado.

Pero para Alberto y su familia esa noche de un sábado de octubre empezó una película de terror.

Dos días antes se habían enterado a través de un mensaje de Whatsapp que dos funcionarias habían dado positivo al test de covid-19 y en consecuencia el resto de los empleados y los residentes iban a ser testeados. Días después con una llamada a la noche les notificaron que su padre había dado positivo y que estaban esperando la ambulancia para trasladarlo a su mutualista. Más tarde se enteraron de que Alberto era asintomático.

La soledad de la muerte en pandemia

Alberto quedó internado en la sala covid, solo y casi sin contacto con su familia. La única manera de comunicarse era con un teléfono fijo de la sala para el cual precisaba asistencia de una enfermera para hablar. Según sus hijos, la mutualista no le permitió entrar un celular para poder hablar más directo.

El único contacto que tenían era un teléfono fijo para el que dependían de la buena voluntad de los empleados. Foto de archivo

Recibían el reporte médico, que siempre fue el mismo: estable y asintomático, pero sabían que la situación no era la ideal para Alberto. La salud de una persona de 90 años acostada todo el día, sin incorporarse a una silla, sin sus actividades cotidianas y sin ver ni hablar con su familia, se va deteriorando. Así opinan sus hijos que no solo sufrían por su padre si no por la impotencia de estar atados de manos. “Para nosotros era desesperante porque no podíamos hacer nada, como tampoco hicimos nada para que lo internaran", cuenta su hijo.

“Desde marzo que no le di un beso a mi padre” - hija

No podían ver a su padre ni abrazarlo. No podían consolarlo ni contenerlo. No podían sostenerle la mano y decirle que todo iba a estar bien. Alberto quedó solo. Murió solo y con miedo. Y eso fue lo que les transmitió a sus hijos la única y última vez que los pudo ver –ya que un médico suplente tuvo el gesto de dejarlos entrar (con todo el protocolo de vestimenta) y saludarlo un rato–.

“Me dijo que se sentía preso, que lo sacara de ahí”, recuerda su hijo. “Que estaba en una cárcel”, agrega Cristina. “Fue una muerte dolorosa en el sentido de la soledad. Tanto él no podía estar con nosotros ni nosotros con él. Si bien nosotros somos los que quedamos y el que se está muriendo es él, me dijo que se sentía en una cárcel, padeciendo dolor y que tenía mucho miedo”, confiesa su hija.

Ese fue el día anterior a que muriera Alberto y ellos lo sintieron como una despedida. “Me di cuenta que la soledad es desesperante, si bien me reconoció, me pidió desesperadamente que lo sacara de ahí, que estaba preso”, cuenta Rafael.

Inhumanos, así definieron a los protocolos de la pandemia

Cristina remarca la crudeza que genera esta pandemia y lo fríos que son los protocolos: “El que fallece de covid-19 o con covid-19 padece la soledad y creo que morir en soledad debe ser muy feo. La soledad absoluta, que no te vea nadie, que no te toque nadie. El cariño es fundamental. Ni un mimo, ni un beso, ni un abrazo. Ni tocarlo ni nada. Es espantoso”. Y afirma: “Desde marzo que no le di un beso a mi padre”.

Después de esa breve visita la doctora les comunicó que estaba con dificultad para respirar y que empezaba a agravarse. “Y se apagó como una vela”, cuenta Rafael.

La ausencia del duelo

La muerte en pandemia por covid-19 tiene un tinte más angustiante para la familia. Desde no poder despedirse, no poder reconocer el cuerpo, a no tener la opción de hacer un velorio. Son todas etapas distintas y relevantes de un duelo. “La impotencia que te da y la tristeza que te genera la soledad y no poder despedirte es parte del duelo que no pudiste hacer y te queda para toda la vida”, cuenta Cristina.

Su hija pidió para ver el cuerpo de su padre en la morgue y por más vestimenta protocolar que se pusiera no la dejaron entrar. “No le podía dar un beso, pero igual yo lo quería ver. Necesitaba eso, tan simple como verlo y no pude”, afirma. “Enterrás a alguien que no sabes quién está adentro”, agrega.

Y en ese momento de máxima vulnerabilidad, la empresa fúnebre les dijo que no podían estar ahí, porque su padre había muerto por covid-19. “Uno se fue a acostar aplastado. Esa fue la sensación y al otro día fue más aplastado”, recuerda Rafael.

Desde marzo de 2020 sus hijos no lo pudieron ni tocar más, ni darle un beso a Alberto

Tampoco pudieron hacer cortejo, afirma el hijo: "Esperamos para ir a acompañarlo en la vereda, tomamos nuestros autos y seguimos el coche en una camioneta pick up con cúpula que iba a una velocidad inadecuada en la ruta, a más de 100 kilómetros por hora”.

La única despedida que la familia pudo tener fueron dos minutos en el cementerio. Cuando sacaron el féretro, el cajón estaba empapado. “Nadie te explica eso”, cuenta Cristina quien sintió como si su padre fuera un bicho, que estuviera apestado.

“Muerte por covid-19 o con covid-19 es soledad total, sin cariño ninguno, sin abrazo ninguno y eso debe ser horrible, para cualquier de los que mueren así” – hija

El hijo de Alberto cuenta que lo más duro es quedarse con la idea que su padre murió de una forma muy angustiante para él. “Y con mucho miedo”, agrega su hermana.

Una observación de Cristina deconstruye lo que es la muerte en pandemia. Cuenta que conocidos al consolarla remarcan en la edad del padre y en la idea de que podía haber muerto de cualquier cosa como una infección urinaria. A ellos, Cristina les responde: “Pero si moría de una infección urinaria yo le hubiera podido dar un beso. Si moría de una infección urinaria mi padre hubiera estado en un lugar que yo podría haber estado con él, le hubiéramos podido dar un beso y lo podríamos haber acariciado. Podría haber tenido una muerte más digna”. 

Este artículo forma parte de la serie Vidas rotas por el covid-19: las historias detrás de los números. 

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