Hace 87 años, en Colonia 19 de abril, en Paysandú, en medio de la campaña nació Amanda Dour. Desde niña amó el campo. Junto a su hermana se crio ayudando en las tareas rurales: “Éramos las peoncitas de la casa”, porque sus hermanos varones, mayores, trabajaban en otros campos, recordó a El Observador. Aprendió a ordeñar, cortar leña, esquilar, hilar lana, deschalar maíz y trillar girasol. Las tareas de campo las disfrutaba, pero fue en ese entorno en el que sufrió uno de los golpes más fuertes de su vida.
Tenía 13 años, trabajaba con la trilladora cuando un remolino de viento hizo que una espiga de trigo le pinchara un ojo. Cuando fue al médico junto a su padre, un medicamento que se le administró le quemó la vista. Fueron varias veces las que visitó a diferentes doctores, incluso viajó a la capital a atenderse, pero la córnea estaba quemada y pese a que tuvo 14 operaciones en cada ojo, no recuperó la visión.
Al principio le fue difícil volver a las actividades, pero fue aprendiendo a realizar las cosas siguiendo el sentido del tacto. Según contó, lo más difícil fue hacerle saber a la familia que ya no podía ver. Estuvo seis años con ceguera hasta que sus hermanos descubrieron que no podía ver nada. En todo ese tiempo intentó ocultarlo.
Las tareas de campo continuaron, en la tierra, con animales y en la casa. Un día uno de sus hermanos mayores –que trabajaba de peón en una estancia– volvió a la casa por su licencia y Amanda lo acompañó a prender un arado. Y fue a buscar unos caballos, sin saber que se enfrentaría a un nuevo accidente.
Tenía que arrimar seis caballos a donde estaba su hermano, pero uno de ellos se quedó atrás. Cuando su hermano le dijo: “dejaste al Picaflor, ¿qué pasó?”, Amanda se excusó diciendo: “Cómo estaba escondido adentro de los tártagos no lo vi”, y acto seguido volvió a buscarlo, a caballo, pero Picaflor se puso a retozar y el hermano de Amanda le gritó “tirate y alcanzame el freno”, y así descubrió la verdad, porque Amanda se tiró del caballo y sin saberlo cayó encima del alambrado. Lo recuerda como si hubiera sido ayer, y una cicatriz en su frente –hecha por un pique con el que se golpeó– es testigo de aquel accidente, con el que su hermano mayor descubrió que ella era no vidente.
Tras ese accidente vivió en el campo trabajando junto a sus hermanos hasta los 24 años, cuando se casó y se fue de la casa. Años después tuvo hijos y se fue a vivir a Treinta y Tres, pero cuando uno de sus hijos mayores se quedó sin trabajo por el cierre de la planta de Coca Cola en la ciudad, se mudó junto a él a Paysandú.
En todo ese tiempo la lana siempre la acompañó bien de cerca: su hijo fue a trabajar en Paylana, aunque dos años después la empresa cerró y él debió irse del departamento en busca de otro trabajo.
Fue así que Amanda pasó de vivir acompañada a vivir sola en su tierra natal. De todos modos hace todas las tareas en su casa, cocina comida casera, se encarga del jardín, hace arreglos de construcción y limpia.
Amanda es tejedora, desde 1948 trabaja con lana virgen y cruda, tiñe la lana, trabaja con telares y también teje con agujas.
Ese es su trabajo, gracias a la lana se gana la vida y está segura de que seguirá trabajando con ella hasta que el cuerpo se lo permita.
Además, la lana sigue siendo su esperanza de cumplir un sueño: poder terminar de construir su casa.
Sueña con hacer una habitación en su casa para tener su taller, y con ese objetivo en mente sigue trabajando con fuertes ganas.
Este año por primera vez Amanda visitó la Rural del Prado, invitada por Juan Carlos López, “Lopecito”, a participar del Primer Encuentro Nacional de Tejedoras. Allí expuso sus productos y mostró cómo trabaja hilando la lana. Amanda conoce a “Lopecito” desde que él tiene 25 años, siempre lo escuchó en la radio y luego en la televisión, pero nunca lo había tenido enfrente, hasta este año.
Varias personas se acercaron a hablar con ella en el Galpón de Ventas, visitantes de la exposición y también autoridades.
Nicolás Olivera, intendente de Paysandú, fue uno de los que pasó a conversar con ella en el stand. En ese momento Amanda no perdió oportunidad de pedirle ayuda: mano de obra para terminar de construir su casa. Los materiales los tiene.
“Yo hago reboque y trabajo”, le dijo. “Yo hago todo en mi casa, pero necesito ayuda. Esa manta que tengo ahí la tengo que vender porque necesito comprar una puerta”, le comentó a Olivera, y minutos después él comenzó a gritar: “A ver quién compra esta manta”, levantando un pie de cama marrón hecho con lana virgen.
“No tener visión no me ha perjudicado en nada, al contrario, me dio más, hago todo al tacto. En mi casa corro, no sé andar despacio, no uso bastón porque camino más ligero que el bastón”, comentó.
Amanda es así, habla a las apuradas y así anda también, como sus manos en la máquina y con las agujas. Teje a mano y en telar, cose su propia ropa y también algunas prendas para vender, hace ruanas, ponchos, jergones, chalecos y camperas.
Con su emprendimiento “Hilados Cerro de los Potros”, ha sufrido bullying por la ceguera, contó, y eso ha sido difícil, pero nada la ha detenido para seguir junto a la lana.
Sobre eso, reflexionó: “Todo me gusta de la lana, siento amor por la lana. A veces me digo ‘Amanda, sentate a tomar unos mates, dejá las agujas’, pero no suelto el tejido ni cuando viene gente a casa, converso y los atiendo, pero siempre estoy tejiendo o cosiendo. La lana está siempre conmigo”.
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