Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

La inmortalidad y Outsourcing

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06 de octubre de 2019 a las 05:00

Estimado Leslie:

La inmortalidad

Imagino que debe de conocer al historiador israelí, Yuval Noah Harari, catapultado a la fama por su libro Sapiens: De animales a dioses (2011), que narra la evolución de la especie humana desde la Edad de Piedra hasta la actualidad.  Su celebridad se extendió y consolidó más tarde con Homo Deus (2016) donde analiza el futuro de la humanidad, muy presumiblemente regido por la ingeniería genética y la inteligencia artificial. Así, luego de examinar tanto lo pretérito como lo venidero, Harari se enfoca en el presente y escribe su último libro, 21 lecciones para el siglo XXI (2018), en el cual analiza y propone modos y medios para lidiar con los mayores desafíos que enfrenta hoy la humanidad: la crisis ecológica, la disrupción tecnológica y la amenaza de una guerra nuclear.

Pienso que los libros de Harari son de lectura obligatoria, no sólo por su reputación sino también porque trascienden los gustos e intereses particulares, abordando cuestiones y hechos que nos conciernen a todos. En mi caso, el que más me impresionó fue Homo Deus, fundamentalmente porque ahí plantea la inminente caducidad de la máxima socrática Conócete a ti mismo. “Multinacionales sin conciencia ética -y partidos políticos- están trabajando duro para usar los algoritmos y el big data para conocerte más y mejor (cada vez que usas tu teléfono o tu tarjeta estás regalando valiosos datos sobre ti mismo). Vivimos en la época de hackear a humanos, y si los algoritmos entienden de verdad lo que ocurre dentro de ti mejor que tú mismo, la autoridad pasará a ellos”. Este presagio pone en jaque al sentido de mi vida como filósofa y psicóloga… Pero, acto seguido -¡y parabién!- Harari subraya que para no caer presos en la redes del dataísmo debemos apelar, precisamente, a los beneficios del autoconocimiento. Cuando sabemos lo que somos y lo que queremos, es menos probable que nos dejemos seducir por las sugerencias de Google, Amazon o Facebook.

Son muchísimos los temas que aborda Harari en sus obras, pero hay uno en particular que resulta vital para poder comprender el por qué del rumbo emprendido por el hombre a lo largo de su historia: la búsqueda de la inmortalidad.

Como humanos, nos encontramos poseídos –en palabras de Unamuno- por un sentimiento trágico de la vida. Somos los únicos animales conscientes de su propia finitud, y como seres sintientes, o capaces de experimentar tanto el placer como el dolor, nos resistimos a la angustia de saber que la vida es una muerte que está viniendo. Este deseo de inmortalidad ha llevado al hombre a pensar lo trascendente, plasmado en ideas tales como el Ser, el Alma, la Verdad, el Bien, Dios, el Primer Motor Inmóvil de Aristóteles y el Eterno Retorno de Nietzsche. También la Ciencia, el Comunismo y el Liberalismo. Grandes relatos, todos ellos, investidos con una cierta promesa de bienaventuranza para la humanidad.  Mas estas “ficciones”, al decir de Harari, se han ido desmoronando como castillos de naipes con el tiempo, tan fugaces como la inteligencia que las concibió.  Ya lo dijo Woody Allen, “No quiero alcanzar la inmortalidad mediante mi trabajo, sino simplemente no muriendo”.

Pero, es verdad, la fuerza del deseo moldea a la realidad. En poco más de 150 años podríamos ser finalmente inmortales, no ya como sapiens, sino como una novel especie de cyborgs, organismos cibernéticos dotados de inteligencia artificial. Esta nueva especie de Homo Cyborgs representaría, no solo el triunfo de un dataísmo inequívoco sobre un humanismo inevitablemente contingente, sino también la posibilidad de experimentar el paraíso en esta vida, y no en otra augurada más allá de la muerte. Pero no sin sacrificio: una existencia eficiente e imperecedera exige la renuncia a la fascinación del asombro, la inquietud de la incertidumbre y el vértigo de la libertad.

El futuro depende en gran parte de nosotros. Hasta ahora hemos procurado conocer el mundo con el objetivo de controlarlo en función de nuestros interés y utilidad. Harari nos propone un cambio de perspectiva en pos de la búsqueda de la verdad por la verdad misma porque, aun en su inconveniencia, ella siempre nos fortalece y libera. Ya sabemos que podemos, ¿pero nos hemos preguntado, acaso, si realmente queremos inmortalidad?.

Outsourcing

Estimada Magdalena:

Su carta ha venido, esta vez, llena de sorpresas.

Cuando antiguamente el cartero se acercaba en su bicicleta, era portador de mundos que exigían ser esperados. Lo más que podía uno hacer era impacientarse y salir a sentarse en la escalera de la entrada, o en el cordón de la vereda, y allí desear con todas las fuerzas de su alma que se reprodujera una vez más, en los hechos, la legendaria regularidad del Royal Mail. Que la silueta del cartero no fuera infiel a la cita. Y que, en aquel día que la costumbre y la rutina habían sacralizado, un zorro y un Principito volvieran a existir, bajo los lluviosos cielos de la Gran Bretaña. ¡Cuántas cartas y cuántos libros esperé así, que venían de lejos y otros me habían destinado como un don, espiando la cuesta de Campden Hill Road por donde subían aquellos héroes vestidos de azul!

Cuando ayer recibí su carta, en mi buzón de Gmail, fue un poco en ese espíritu, y en esa tradición. Todavía no he encontrado demasiadas cosas que puedan compararse a recibir una carta. Y María y yo esperamos y leemos las suyas, Magdalena, con semanal alegría (weekly happiness).

Pero no me sobrestime: jamás había oído hablar de Harari. Así que disfruté mucho de su prolija introducción a su obra y a sus interesantes teorías. Pero, antes de decir nada al respecto, quiero detenerme en un hecho colateral que me resultó intrigante.

Como le decía, era la primera vez que el nombre de Harari aparecía ante mí. Y ese nombre estaba escrito en un documento adjunto a un correo electrónico que usted me había enviado desde la lejana Montevideo. Pero, menos de 24 horas más tarde, recibía otro correo, está de vez de los almacenes de la empresa Amazon, sugiriéndome comprar, en la tienda de libros electrónicos, la obra Sapiens, de animales a dioses que usted, Magdalena, me acababa de recomendar. Era obvio que algún organismo cibernético había violado nuestra correspondencia -ahora sé que al amparo de ciertos Terms & Conditions tácitamente aceptados- y usaba la información allí contenida con fines comerciales.

Precisamente comentaba usted que “en la época de hackear a humanos... si los algoritmos entienden de verdad lo que ocurre dentro de ti mejor que tú mismo, la autoridad pasará a ellos” y que, por lo tanto, según Harari, estaríamos asistiendo a la fecha de caducidad del Conócete a ti mismo.

Encuentro por demás atractiva, dadas las circunstancias, la conclusión de Harari. Quizás más adecuada como premisa de una película futurista que como conclusión lógica de sus propios razonamientos. Porque, si las premisas fueran ciertas, esa inteligencia superior debería ser capaz de usar toda su supuesta sabiduría para algo que fuera más significativo que comprar un libro en las tiendas de Jeff Bezos. No pretendo polemizar con Harari, a quien no he leído, pero sí sé que la sabiduría no es tanto el resultado o la conclusión de un proceso, sino el proceso mismo. Alguien o algo puede pensar mejor que nosotros, pero nadie puede pensar por nosotros. No hay, pues, posible outsourcing del Conócete a ti mismo.

Quizá menos original, aunque no menos chispeante, me resultó su afirmación de que el “deseo de inmortalidad ha llevado al hombre a pensar y concebir lo trascendente...”. Sería casi impertinente de mi parte recordar aquí que ya Feuerbach (y, después de él Marx, Nietzsche, Freud y Sartre) concebía a Dios como la proyección de un deseo: “Lo que el hombre echa de menos, eso es Dios”. Pero, aún ignorando los matices hararianos de aquel argumento feuerbachiano, me atrevo a decir esto: en lo que a la trascendencia se refiere -y ahí incluimos a Dios y a la inmortalidad- no resulta práctico fiar nuestra suerte a los argumentos elaborados por un tercero, sea éste Feuerbach o Harari. Ya que, por mucho que nos sintamos deslumbrados por una inteligencia ajena, en el momento en que nuestra existencia se resuma en su todo, a las puertas del infinito, estaremos a solas con nuestra conciencia. Como decía Tomás Moro con mucha gracia: no faltaría más que nos fuéramos al Cielo o al infierno por cosas que ha hecho o pensado otro– aunque sea un algoritmo.

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