Jorge se sube todos los días a su vehículo, y pone rumbo al estadio Luis Tróccoli con una carpeta en mano, el cronómetro y un silbato colgando del cuello. Allá, lo recibe la soledad. No suena la plena, no reina la alegría del día a día, esa que se vive cuando los jugadores comparten el mate mientras se preparan para entrenar. El vestuario está vacío. Faltan los gritos, la risa, el baile de Toto, el histórico utilero.
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