orman Mailer amaba el boxeo, el lado dramático de la lucha dentro del ring, donde el peleador golpea y recibe, noquea y es noqueado. El periodista "cruzó guantes" con todas las grandes figuras de Estados Unidos de su época: James Dean, Marilyn Monroe, Ernest Hemingway, Jackie Kennedy, Malcolm X o (¡cómo no!) Muhammad Ali, entre tantos otros. Los retrató en perfiles agudos, ácidos, vehementes, llenos de la energía que caracterizó la pluma de Mailer y lo subió al tren de la historia.
Leer a Mailer es ver una pelea de boxeo: el rival puede ser su personaje retratado, el contexto que lo rodea, las circunstancias personales que lo llevaron a teclear en una máquina de escribir lo que el lector lee, o todo eso mezclado al mismo tiempo en un exuberante cóctel gramatical y sintáctico.
En esta época de convenciones de los grandes partidos en Estados Unidos, de cara a las elecciones generales de noviembre, no es mala decisión volver la mirada hacia Norman Mailer para disfrutar su forma de ver el mundo a través de estas espectaculares reuniones de demócratas y republicanos.
De todas las convenciones en las que participó Mailer, cuatro son muy memorables. En 1960, una ráfaga de viento fresco estaba soplando en la convención demócrata de Los Ángeles. Tres letras: JFK. El joven senador de Massachusetts desplegó en esa convención una aceitada maquinaria electoral en la ciudad californiana como un gigantesco supermercado donde se resumía la cultura de una superpotencia a través de un candidato superhéroe. Mailer pinta un fresco tan completo que superpone arquitectura, sociología, conflictos raciales, deportes, lenguaje de la calle, humor e ironía para describir el advenimiento de una nueva era de la política mundial (era que culminaría con un disparo certero tres años después, en Dallas). Todavía hoy la página web de la revista Esquire tiene colgada la crónica como una de las mejores de su historia. Ayudó, nada más y nada menos, a parir lo que luego se denominó como "nuevo periodismo".
En 1964, Mailer asistió a la convención republicana en San Francisco que nominó al retrógrado Barry Goldwater a la presidencia (a la postre, vencido por Lyndon Johnson). De nuevo, el método Mailer: descripciones incisivas, situaciones narrativas, la perspectiva vivencial, en una victoria amarga que conduciría al Grand Old Party al fracaso rotundo.
Para 1968, las escaladas de violencia dentro de Estados Unidos con los asesinatos de Martin Luther King y de Robert Kennedy, sumada al desastre bélico en Vietnam, le pusieron al ambiente espiritual del país un color oscuro y sórdido. Mailer asistió a las dos convenciones: la republicana en Miami, que nominó al finalmente vencedor Richard Nixon, y la demócrata en Chicago, que nominó a Hubert Humphrey. Su poder descriptivo es absolutamente barroco y desenfrenado, pero logra efectos de sutileza y de desbroce de la realidad que rara vez se habían tocado en periodismo hasta entonces. El calor del verano en la Florida, el rugir del aire acondicionado, el universo semiótico de los delegados, las instancias de nominación y los discursos son la carne de un relato que Mailer opone con la represión policial desbocada de Chicago, con manifestaciones de hippies, negros y pastores alemanes de fauces vigorosas entre gases lacrimógenos.
Mailer habló de sí mismo en tercera persona, se expuso, se peleó con la policía, denunció, experimentó, escribió con fervor y concluyó para volver a poner en duda su razonamiento. A lo largo de esa década fundamental, estuvo en la primera línea de la página. Creó un idioma y delineó una forma de texto. Las crónicas de las convenciones son el mejor testimonio de aquellas trincheras.
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