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Los perfectos anfitriones marinos

En 45 minutos, un espectacular viaje a la isla de Lobos, crónica de un paseo al santuario de una especie cercana y sociable que para el Estado tiene estatus de plaga
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16 de febrero de 2013 a las 05:07


Es un sábado soleado en Punta del Este y en la parada 18 de la Mansa se agolpan las sombrillas, mientras dos parejas conversan sobre qué película nominada al Oscar ir a ver al cine esa noche, una mujer le cuenta confidencias a una amiga con los ojos llorosos, y chicos y grandes contemplan en la orilla a las gigantes aguavivas que reposan putrefactas.

Pero mientras la rutina veraniega se repite como cinta de Moebius, al otro punto de la ciudad, en el puerto del balneario, un médico de 70 años, Gerardo Allo, y un grupo de personas zarpan hacia la isla de Lobos, a 45 minutos de distancia, para bucear con lobos marinos. “A la mayoría de la gente le parece que el borde del mapa es la arena de la playa. Pero abajo es un mundo diferente”, sostiene Allo. Y vaya si lo es. Porque en las aguas que surcan la isla más austral de Uruguay, el ser humano no es más que un invitado de estos hospitalarios mamíferos.

La escuela de buceo Octopus de Montevideo, dirigida por Daniel Piñeiro, es la que organiza la travesía, en la que la mayoría de los 14 tripulantes que realizarán la actividad son exalumnos de los cursos que la institución imparte. Los turistas argentinos también suelen concurrir.
Los lobos chicos son tan juguetones como un cachorro de perro y les gustan los colores brillantes. Una vez yo bajé con una pata de rana anaranjada y uno se la llevó. A veces nos roban las boyas de señalización”, comenta Gerardo Allo

Octopus otorga la certificación PADI, que habilita a bucear hasta 18 metros de profundidad y es válida a nivel mundial. El curso, que cuesta $ 7.000, consta de cuatro clases teóricas, cuatro prácticas en la piscina del club Malvín y dos salidas al mar, con cuatro inmersiones. No obstante, Uruguay no es un país que se caracterice por la buena visibilidad de su agua; por ello, para bucear es necesario movilizarse hacia el este desde Piriápolis, y la isla de Lobos es uno de los lugares preferidos para realizar esta actividad. El precio de esta excursión, si no se dispone del equipo de buzo, es de $ 1.250 más US$ 60 para el viaje en barco.

En el camino hacia la isla, los lujosos edificios puntaesteños van quedando atrás, el agua se vuelve cada vez más azul y una tortuga de gran tamaño yace inerte en el agua. Durante el recorrido se inician los preparativos para la posterior actividad. Calzarse el ajustado traje de neopreno (el método de poner una bolsa de plástico en el pie para que deslice funciona), adjuntar el chaleco inflable a la botella de aire comprimido, probar el oxígeno de los dos reguladores con los que se cuenta para bucear y ver que las agujas del manómetro estén en su lugar. Luego se escogen las patas de rana y la máscara, para lo que no se ha encontrado método más eficaz que extender la propia saliva sobre los visores para evitar que se empañen. Antes de saltar al agua se coloca el cinturón de lastre, formado por piezas de plomo, que permiten al buzo hundirse y compensar la flotabilidad de la botella.

El olor inconfundible de los lobos marinos y su estruendosa cháchara colectiva marcan el ingreso a su territorio. A varios metros del santuario se divisa, fuera del agua, parte del casco derruido del barco Ciudad de Santander, hundido en 1895. Pero la atención se dirige a los atentos anfitriones, que acuden a los alrededores, curiosos por los nuevos visitantes.

“Los lobos chicos son tan juguetones como un cachorro de perro y les gustan los colores brillantes. Una vez yo bajé con una pata de rana anaranjada y uno se la llevó. A veces nos roban las boyas de señalización”, comenta Allo, quien una vez que se jubile planea estudiar oceanografía y biología marina.

“Respetando sus códigos, no son agresivos. Cuando se ponen tensos, se paran delante de ti y abren la boca”, añade. No obstante, estos mamíferos sí son muy territoriales con su pedazo de costa, especialmente en verano, ya que allí se aparean, por lo que Piñeiro recomienda a los buzos no acercarse a menos de 20 metros de la tierra y llevar las manos en posición de alto o contra el cuerpo al bucear, por si jugando los lobos mordisquean los dedos.

Una vez en el agua, no hay que patalear mucho para estar rodeado de lobos marinos, los únicos animales visibles en este ecosistema, junto con los sargos. En comparación con otros lugares, en los que uno de los miedos más frecuentes es la sensación de claustrofobia que se puede llegar a experimentar por la profundidad, en la isla esto no es un problema porque no se baja a más de cuatro o cinco metros. Sin embargo, la visibilidad no es buena y suele ser de dos o tres metros de distancia.
Respetando sus códigos, no son agresivos. Cuando se ponen tensos, se paran delante de ti y abren la boca”, explica Allo

De apariencia torpe en la tierra, abajo del agua la realidad de los lobos marinos es bien distinta. A toda velocidad, saltan y se contonean sin respiro y en segundos es fácil verse rodeado de ellos, así como perder a los compañeros de buceo tras la bruma acuática.

Salen de atrás, de abajo, de los costados, casi rozando a sus invitados, algunos detienen su frenético fluir y miran a los ojos al submarinista.

El susto por su ímpetu pronto deviene en ternura y hasta dan ganas de que muerdan las patas de rana. Debajo del agua también se escuchan los sonidos de los lobos marinos.

De repente todos desaparecen dejando una estela de burbujas y un silencio celestial se apodera del espacio marino. La sensación es la de ser un ser diminuto en un vaso de agua carbonatada dejando que el aire encapsulado haga sus cosquillas. Entonces aparece el buzo instructor y hace la típica seña de OK para ver si todo está bien en el mundo sumergido. Y sí, la verdad que todo es fantástico. Lástima que pasaran los 45 minutos y haya que regresar al barco.

Protección o consumo


La isla de Lobos, situada a 8 millas náuticas de Punta del Este, concentra en sus 41 hectáreas una de las colonias con mayor población de lobos marinos en el mundo, los cuales reposan frente al faro más alto de América del Sur, construido por primera vez en 1858. Se calcula que unos 180 mil ejemplares de estos mamíferos viven allí (la mayoría pertenece a la especie lobo común, pero también habita en este paraje el lobo fino o de dos pelos).

La isla fue descubierta por Juan Díaz de Solís en 1516 y se cree que su expedición sacrificó algunos de estos animales para llevar a España. En la actualidad forma parte de una reserva natural, pero fue explotada como colonia lobera hasta 1992. Se calcula que hasta esa fecha se mataron hasta 200 mil ejemplares en este paraje. En la actualidad existe el debate sobre si es conveniente volver a sacrificar a estos animales, de los cuales se utiliza su carne y su piel.

De acuerdo a la memoria anual de 2011 del Ministerio de Defensa Nacional, los lobos marinos son una plaga (Uruguay es la mayor colonia reproductiva del mundo de este especie, con unos 300 mil animales). Para el biólogo Martín Petrella, integrante de la excursión de buceo, el consumo no es malo si crece demasiado, pero no hay una estimación científica sobre ello. Para Petrella, que haya crecido la población en Uruguay puede indicar que hay sobrepesca en Argentina, ya que el lobo marino es un animal migratorio, y no que los que viven en Uruguay hayan aumentado su cantidad.

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