Ilustración de Nicolás Peruzzo

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Los restos del sismo: así recuerda la cultura a la crisis del 2002 veinte años después

Novelas, obras de teatro e ilustraciones rescatadas son la muestra contemporánea de que la debacle del 2002 encuentra nuevas vías para ser contada hoy
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31 de julio de 2022 a las 05:10

Se tarda entre dos y cinco días, más o menos, para que los vasos sanguíneos se recompongan alrededor de la herida y la sangre traslade el oxígeno y los nutrientes necesarios para la cicatrización. El resultado visible, después, dependerá de factores particulares de cada organismo. Y la marca será una protuberancia color piel nueva o algo más invisible, pero quedará. 

La crisis económica, política y social del 2002 fue una herida que Uruguay tardó varios años en cicatrizar. Para quienes el tajo no fue tan hondo, la huella se disimula mejor. Pero el cimbronazo se siente en las imágenes, en la memoria, y se siente ahora: a 20 años del terremoto que dio vuelta a un país entero, que marcó las fisuras de una capital que no pudo sacudirse el fracaso de las promesas de los 90 y eyectó la curva del exilio a niveles estratosféricos.

Pero con el tiempo los traumas se asimilan de otra forma. La luz empieza a colarse entre las grietas de aquella realidad y volver la mirada hacia atrás empieza a ser más fácil. Algo más llevadero. La cultura, en ese sentido, siempre ha sentido ese impulso: el de dejar pasar un tiempo adecuado para procesar las experiencias y, una vez asimiladas, hacer algo con ellas. Encontrarle un nuevo valor. Sublimar la herida ya cerrada, enrojecida todavía, con una inyección de creatividad.

Las dos décadas que pasaron de aquel momento en que todo parecía enterrarse de cabeza fueron propicias para que procesaran lo ocurrido las generaciones de adolescentes y jóvenes adultos que vivieron la época. Son personas de 30, 40 años, que lograron filtrar el dolor y el sufrimiento colectivo en obras de diferentes registros y plataformas, y que hoy también son parte de las huellas de lo que pasó. En teatro, en literatura, en la ilustración, la crisis del 2002 está presente hoy y se atomiza de muchas maneras.

La actriz y dramaturga Josefina Trías, por ejemplo, sabe que quería hablar de eso en su teatro desde antes de debutar en los escenarios capitalinos. La debacle económica llegó cuando ella encaraba la adolescencia temprana, a los 14 o 15 años, y aunque su círculo más íntimo no sufrió grandes bajas, las imágenes de aquel contexto, el de sus amigos y el resto de la ciudad de Las Piedras, donde creció, la llevan constantemente a una época que recuerda como amarga.

“La crisis me marcó como uruguaya de clase media, y sobre todo como adolescente. Quienes lo fuimos en esa época, quienes estábamos empezando a entender el mundo de forma no adulta, pero sí con un poco más de conciencia del mundo, lo hicimos con uno de los peores momentos de fondo. Fue una herida que quedó y que me parecía interesante transformar en historia”, cuenta.

Esa historia, si bien fue la primera obra que pensó cuando sintió que podía largarse a escribir por su cuenta, llegó en 2021 y algunos años después de su irrupción en las tablas –irrupción sonada, elogiada y aplaudida– con el unipersonal Terrorismo emocional. Su abordaje de la crisis se tituló Llamaste a Walter, se estrenó en la sala Vaz Ferreira y en estos días volvió al cartel, junto con esa primera obra, en el Teatro Alianza. Allí estará durante buena parte de agosto.

Josefina Trías (izquierda) y el resto del elenco de Llamaste a Walter

Trías define a Walter –como llama a la pieza– como una precuela de Terrorismo emocional. Lo hace por esa idea de “primera obra” con la que se gestó y también porque el personaje es el mismo: Clara, interpretada por ella misma, en este caso es una adolescente de 17 años que poco a poco ve cómo sus padres pierden el trabajo, cómo llevar comida a la mesa empieza a ser más complicado y el panorama se enreda hasta un punto crucial en ese desmoronamiento familiar: el exilio de uno de sus integrantes. Vista de esa forma, la trama de la obra solo tiene visos de tragedia. Pero no. Es una comedia.

“Es un registro muy doméstico e íntimo el que hago en la obra. En Walter se cuela lo que más me interesa a la hora de escribir: los vínculos interpersonales, las dinámicas afectivas, el desarrollo de un mundo emocional, sobre todo femenino, que en el caso de la crisis tuvo que ver con intentar replicar esa sensación de días interminables, esa letanía de la incertidumbre, la sensación de que cada vez había más pérdidas: salariales, de cobertura de salud, de necesidades básicas, sumada al debilitamiento de la estructura familiar y cómo se podía sostener a nivel psicológico. Eso fue lo que intenté hacer con mi estilo, porque no deja de ser una comedia. Me tiene prendida esa manera de encarar la escritura, en este momento no concibo otra forma, siempre le busco la vuelta a través del humor. Quería que los diálogos fueran efectivos y que la comedia fuera un ejercicio. Necesitaba y quería que funcionara. El humor me apasiona como creadora y espectadora”, asegura.

Llamaste a Walter no es el único registro dramático de lo que se vivió en la crisis, ya que en 2018 Florencia Caballero estrenó Cheta, un abordaje desde una perspectiva diferente pero que dialoga con el sentir de una generación que Trías considera que está lista para contar.

Hay una maduración de los creadores que fuimos adolescentes en esa época, y hay una distancia siempre sana frente al hecho real que permite contar. Si uno estuvo involucrado, si hubo sufrimiento, esa distancia se hace necesaria, pero así y todo sigue doliendo. Los espectadores de Walter se iban muy interpelados y después recibíamos mensajes por Instagram de gente contándonos sobre el exilio de su familia, o de que la mitad se había quedado y la otra se había ido. Es fuerte, pero el tiempo que pasó ya es considerable y es necesario hablar de ello.”

En 2002, el escritor Gonzalo Baz tenía los pies más afirmados en la adultez que Trías –tenía 17 años–, pero el sabor de boca era bastante parecido. La vida en ese entonces estaba marcada por una pátina gris que lo cubría todo, y la desazón en las generaciones incipientes era rotunda. No había manera de zafar, solo se podía escapar.

En 2020, Baz –que el año pasado fue elegido por Granta como uno de los mejores narradores en español menores de 35– publicó Los pasajes comunes, una primera novela que habla de la vida en un bloque de viviendas en el amanecer del siglo, y que aunque no enfoca a la crisis de frente, la tiene como banda sonora de fondo. El sonido de la debacle del país se puede escuchar en cada una de las páginas del libro.

Gonzalo Baz

“En Los pasajes la crisis es muy importante –cuenta Baz–. En la novela no hay futuro, todo está medio detonado, hay muy pocas posibilidades de proyectarse colectiva e individualmente. Esa es la sensación que teníamos todos: que lo único que se podía hacer era irse del país. El clima de Los pasajes comunes es bastante denso y tiene todo que ver con ese momento. A los que nacimos a mediados de los 80 o principios de los 90, de alguna forma la crisis nos afectó, porque tuvimos nuestra educación sentimental en esos años. Hay toda una generación de escritores de la poscrisis que tiene algunos rasgos en común en cómo define su adolescencia, o cómo define al Montevideo de esa época.”

Como bien dice Baz, Los pasajes comunes mantiene ese clima opresivo, de incertidumbre urgente en todo momento. Y aunque la situación del Uruguay en esa época es el telón de fondo, por momentos el autor se permite traerla al frente de manera solapada, como puede leerse, por ejemplo, en este pasaje:

«Dos pisos más arriba del nuestro, en el octavo, vivía Lucas, que fue mi hermano durante mi adolescencia. En el edificio conocían a sus padres como “los deudores”, porque habían dejado de pagar la cuota después de fundir la ferretería. ¿Cómo fundís una ferretería? Tenés que ser muy poronga, le decía habitualmente uno de los vecinos a Jorge, un tipo flaco con una barba marrón que se amarilleaba según la intensidad de sus temporadas de fumador. Así como habían dejado de pagar la cuota, también habían dejado de pagar el cable, los gastos comunes, la luz. La tensión entre ellos podía sentirse mientras subías las escaleras, sea por los griteríos o por el silencio que traspasaba la puerta e inundaba el palier del piso 8. Huir de ese lugar era la fantasía de Lucas, su único proyecto era la emigración. Una idea recurrente en épocas de crisis. Emigrar a bares en el Mediterráneo.»

Fuera del texto, el autor mantiene esa imagen: la de una adolescencia que buscaba la salida, “el afuera”, que plantaba los pies en el barrio y se formaba a partir de allí. “En Los pasajes hay algo de ese conflicto entre pibes intentando darle sentido a un espacio atravesado por discursos de seguridad, policiales, institucionales”, dice.

En la teoría, es difícil que el retrato de una época arrasada como esa pueda llegar a guardar algo de luz, pero, con el paso de los años, el autor de Los pasajes comunes y de Animales que vuelven entiende que en medio del hundimiento otras cosas valiosas empezaron a flotar. 

“Pienso que la situación generó también cosas que estaban buenas. Esa no perspectiva, la falta de circuitos, impulsó otras maneras de hacer que a mí me influenciaron mucho en todo lo que hice después. Desde los toque de bandas de barrio autogestionadas a los circuitos más under de los fanzines. No había un escenario cultural demasiado interesante y estaba todo medio muerto, pero de ahí surgió una ética, una perspectiva de autogestión y la cultura empezó a moverse por canales diferentes. Se plantaron un montón de semillas. En la música todo lo que fue la escena de Esquizodelia –colectivo de bandas autogestionadas–, que en realidad es posterior a la crisis, pero era gente que se había formado cultural y sentimentalmente en esa época, y después la movida de la edición independiente del colectivo Sancocho, que también es producto de esa generación”.

La catarsis y el futuro

En 2002, Nicolás Peruzzo tenía 22 años y trabajaba en un estudio contable. Todavía faltaba para que se volcara definitivamente a la ilustración y la caricatura y se convirtiera en uno de los referentes del cómic en Uruguay, pero la semilla estaba. Y esa semilla, en esos años de turbulencia, funcionaba como un escape.

Entre clientes que empezaban a fundirse en cadena, más algunos trabajos que lo obligaban a hacer auditorías en puntos tan disímiles del espectro económico como una fábrica en problemas graves y el Club de Golf de Montevideo, el historietista llegaba a su casa y descargaba todo lo visto: la gente en la calle, los comercios cerrados y, sobre todo, el avión. Ese que, una semana sí y la otra también, poco a poco lo dejaba sin amigos, conocidos ni juventud.

Ilustración de Nicolás Peruzzo

“El recuerdo más vívido que tengo es de empezar a ver gente a mi alrededor que se empieza a ir a mansalva, entre ellos mis mejores amigos. Despedíamos a alguien todas las semanas. Recuerdo que canalizaba todas esas angustias, mías y de mi entorno, a través del dibujo. Sentía que Montevideo era una ciudad que había quedado vacía y desolada, y que yo era lo último que quedaba acá”, cuenta Peruzzo.

Hace algunos días, el autor se encontró con una situación que lo hizo volver a esos trazos y decidió postearlos en sus redes. Y lo que no tuvo demasiada trascendencia hace 20 años, en un fotolog que asegura que ya no existe, no cayó en saco roto dos décadas después. Las ilustraciones se compartieron y le llegaron, de paso, varios mensajes e historias sobre aquella época.

Ilustración de Nicolás Peruzzo

“Vi a un economista hacer un análisis muy correcto desde el punto de vista académico sobre los efectos de la crisis, que dice que la recuperación se dio en el segundo semestre del 2003 porque los números macro empezaron a levantar. Eso probablemente sea cierto, pero estaba muy lejos de ser lo que se vivió en mi entorno cercano, y sobre todo muy lejos de lo que fueron las repercusiones sociales de la crisis. El coletazo más grande, en mi círculo íntimo, se empezó a vivir entre 2003 y 2004. Me pareció importante hacer el posteo porque he percibido que la forma en la que se empezó a contar la crisis en la última década no es exactamente lo que muchos recordamos –agrega–.Soy parte de una generación que quedó bastante diezmada. Solo uno de mis mejores amigos volvió 15 años después, dos de ellos nunca volvieron, y tanto ellos como sus familias quedaron partidos para siempre”.

Peruzzo no limita su interés por retratar ese momento de la historia a la publicación de estos viejos dibujos, sino que proyecta una nueva obra. En 2011, su primer libro, Ranitas: catarsis y rock’n roll, ya le dedicaba una página a las despedidas en el viejo aeropuerto de Carrasco, pero ahora retomará la historia de sus amigos exiliados para un proyecto que espera encarar en el futuro próximo. “Ese va a ser el punto de partida para el libro. Tengo la experiencia de mis dos mejores amigos que se fueron, la experiencia de uno de ellos al que le fue bien, que revalidó su carrera, se casó y tuvo hijos, y el otro caso, que nunca pudo superar los empleos en el sector de servicios, y que cuando llegó la otra crisis española, la del 2011, tuvo que volver a emigrar. Es un proyecto que está planeado desde hace tiempo, y he acumulado en estos años mucho material visual. Hay un montón de cosas relacionadas con la crisis que no se han rescatado”.

La página de Ranitas, de Nicolás Peruzzo

La promesa, entonces, es la una cicatriz que late y sigue motivando nuevos impulsos creativos. Hay varias generaciones marcadas por la debacle del 2002, pero hay un par que la está contando ahora, cuando las herramientas para decir están entrenadas, cuando la necesidad de hablar es patente y el aniversario la deja más a la vista, la hace notoria. Los pasajes comunes, Llamaste a Walter, y lo que Peruzzo planea son la punta de un iceberg al que le falta mucho para derretirse. Las dimensiones subacuáticas permanecen desconocidas y están por mostrarse. 

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