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Me enamoré en el metro y mi vida cambió para siempre

Nuestros dos hijos se parecen a él; no tenía idea de lo mucho que eso me transformaría
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24 de diciembre de 2019 a las 05:02

Por Zoe Fishman

The New York Times Service

 

Nos conocimos en el metro un sábado por la mañana hace casi catorce años. Nuestro encuentro se había gestado durante mucho tiempo. Había sido mi galán del metro durante cuatro años.

Me había encontrado con él una o dos veces en una de esas fiestas en departamentos de Nueva York a las que van los jóvenes veinteañeros, donde hay bolsas abiertas de totopos sobre barras de formica, salsa grumosa en tazones de IKEA, botellas de licor barato acomodadas al lado de vasos desechables rojos y cigarrillos que se consumen en ceniceros sobre salidas de emergencia en caso de incendio, con actividades ilícitas dentro de los baños o directamente en la mesita de centro.

Había estado saliendo con una colega mía, una mujer llamada Lana, y después ya no, pero aún estaba por ahí, solo que ni a la vista ni al alcance. Me gustaba. Me gustaba mucho.

Su nombre era Ronen, pero mis amigos y yo lo conocíamos como “ese tipo israelí” y después, meses más tarde, como el Galán del Metro.

A veces lo veía en la mañana camino al trabajo, en mi parada en Carroll Gardens. Yo me quedaba nerviosa al otro lado de la columna de concreto que nos separaba mientras el tren F llegaba a la estación y yo lo veía después de que se iba la multitud: era alto, con cabello negro y barba. Manos grandes. Escuchaba música. Leía. Jamás estaba con otra mujer.

Pasaron siete años. A veces pasaban meses y él desaparecía. En ocasiones me subía al tren con otro chico y esperaba encontrármelo para que me viera con otro.

Jamás ocurrió así. Tampoco lo vi nunca en el vecindario, aunque era evidente que vivía cerca.

Cuando por fin nos encontramos aquel sábado fatídico, mi voz tembló. Él estaba con mi antigua colega, Lana, la mujer con la que solía salir, y su esposo más o menos nuevo, Max, el mejor amigo de Ronen que él le había presentado. Ella y Ronen no habían tenido química, pero Lana y Max sí. Y Ronen era parte de ese amor.

Lana me saludó y Ronen continuó el saludo diciendo: “¡Siempre te veo en el metro!”. Estoy segura de que lo dijo demasiado fuerte.

“Yo también”, dije. Y su sonrisa iluminaba su rostro como una bombilla. No pude evitar entrecerrar los ojos mientras observaba su brillo. Y le sonreí de regreso.

Una semana después salimos juntos. Seis meses más tarde me fui a vivir con él. Tras un año ya estábamos comprometidos y, un año después, casados. No podía creer que había tenido razón, que mi intuición sobre Ronen había sido tan precisa.

Y después el universo me dio un golpe en mi cara boba y engreída.

Ocho años y dos hermosos hijos después, Ronen salió de nuestra casa en Decatur, Georgia para ir a trabajar y jamás regresó. Durante el día, sufrió un accidente cerebrovascular y entró en un coma del que jamás salió. Murió una semana después.

Dentro de esa hermosa cabeza, detrás de esa sonrisa de mil megavatios, había una bomba de tiempo, una malformación arteriovenosa —un nudo poco común de vasos sanguíneos mal formados y susceptible a hemorragias y rupturas— que esperaba latente para acabar con él y devastar a todas las personas que lo querían.

Nadie lo esperaba. Mucho menos yo. Esa idea jamás se me había ocurrido, que Ronen pudiera estar aquí una mañana y dejar de existir esa misma tarde.

El termómetro marcaba casi 37 grados Celsius el día del funeral. El sol ardía sin piedad sobre los dolientes. Más tarde, mi padre me diría: “Jamás había visto una multitud como esa. Era como el funeral de John F. Kennedy o algo así”.

Era cierto.

Habían venido amigos y familiares de todo el mundo para ofrecer sus condolencias, sin poder creer del todo que ese tipo de tragedia le hubiera podido ocurrir a Ronen, el tipo de hombre que despedía una energía vital en todo lo que hacía.

Y ahí estaba yo, tomando de la mano a nuestros hijos, el de 5 años y el de 2, que chupaba una paleta sobre mi regazo, mientras me hacían preguntas sin cesar: “¿Ema?”, “¿Ema?”, “¿Ema?”. En hebreo, madre se dice “ema”. Siempre supuse que me dirían “mamá”, pero me había convertido en una ema. Ronen era aba y yo, ema. Así nos llamaban.

Por mis piernas corría el sudor y por mis ojos, las lágrimas. ¿Qué había ocurrido? Ni en un millón de años habría esperado este destino injusto. No se parecía a mi infancia, y no tenía punto de comparación alguno. ¿Cómo iba a ser madre soltera? ¿Cómo podía ser que su padre estuviera muerto? El tiempo pasaría. Con suerte, todos creceríamos, y Ronen tendría por siempre 44 años.

Han pasado dos años y medio. Lo busco. ¿Ese halcón que sobrevuela es él? ¿O esa mariposa que rodea el patio? Pero nada de eso me reconforta.

Tengo un sueño recurrente en el que me deja por otra mujer, y me enojo tanto que quiero gritar. No me gusta ese sueño. Mi sabia amiga, Pam, sugirió que quizá es mi inconsciente que trata de darme una explicación de remplazo para su ausencia, una que tenga algún tipo de sentido, y me parece una buena respuesta.

¿Pero para qué agregar dolor al dolor? ¿No podría simplemente imaginarlo con una túnica blanca? ¿No podría darme uno de sus famosos abrazos? Preferiría eso mil veces.

En cuanto a mi intuición, ya no confío en ella como solía hacerlo, pero el tiempo me ha permitido reiniciar mis sentidos. Todos mis sentidos, pero sobre todo he entendido la diferencia entre la intuición y la clarividencia. Confiar en tu instinto y seguir lo que dicta tu corazón es intuición. No soy clarividente y jamás afirmé serlo.

Hay una diferencia. Solo porque no pude prever la muerte prematura e injusta de Ronen no significa que no pueda escuchar (de vez en cuando, cuando se oye más fuerte) esa voz interior en mi cabeza, esa sensación de reconocimiento en mi pecho. Quizá tenga el corazón roto, pero volvería a enamorarme de Ronen y me casaría con él de nuevo.

Lo haría otra vez.

En una de nuestras citas, Ronen me dijo algo que aún guardo en mi corazón. Estábamos viendo pasar a la gente en South Beach cuando volteó a verme y me dijo: “A veces te miro y se me olvida que eres mi novia. Pienso: ‘Dios mío, es tan hermosa’. Como si fueras una extraña, pero después me doy cuenta de que no lo eres y me siento muy orgulloso”.

Jamás había escuchado algo más romántico. No importaba si otros hombres me veían de esa manera o no; lo importante era que él me veía así. Y el hecho de que me lo dijera de una forma tan sencilla mientras se escuchaban tambores de metal y el sol se posaba en el cielo rosado hizo que mi corazón estallara con el canto de un millón de aves.

Veo a Ronen en nuestros hijos, Ari y Lev. Ari, de 7 años, es igualito a Ronen: alto y delgado con pies de yeti y dedos imposiblemente largos en los pies. Su rostro es el de Ronen, al igual que sus expresiones faciales. Era demasiado pequeño cuando Ronen murió como para imitar sus gestos, pero ahí están: la mirada de asombro de Ronen, su sonrisa tonta, la manera en que su sonrisa ilumina sus ojos marrones. Ahí está.

Y Lev, mi hijo de 4 años. Se parece más a mí que a Ronen, ¡pero las cosas que dice! Ronen solía pedirme que lo abrazara “más fuerte”. “¡Más fuerte!”, me decía hasta que casi no podía respirar.

Lev dice lo mismo, exactamente de la misma manera.

Nuestros hijos lo encarnan. Dicen cosas que me dejan atónita.

Una vez estaba sentada al lado de la piscina, mojada y sin nada en el rostro, en la casa de Florida de los padres de una amiga. Lev se puso en la parte poco profunda y me miró. Me observó fijamente.

“¿Qué?”, le dije, mientras tocaba mi cabeza no sé para qué.

“Ema”, me dijo. “Te ves tan hermosa”.

En otra ocasión, cuando llevé a Ari a la cama, antes de salir de su habitación, me dijo: “¿Ema?”.

“¿Sí?”.

“Eres más hermosa de lo que crees”.

No me imagino a los niños pequeños diciendo ese tipo de cosas a sus madres. No con ese tipo de convicción sobrecogedora, como de otro mundo. Juro que no los soborné. La única explicación que se me ocurre es que Ronen habla a través de ellos.

Es lo que me diría ahora, si pudiera, si estuviera aquí como debería.

De manera intuitiva y absoluta, lo siento en mis huesos; lo escucho en sus voces.

El tiempo ha vuelto a plantar algunas semillas de optimismo en el suelo nuevo y por siempre alterado que piso. Puedo y debo seguir escuchando mi corazón.

Y estoy agradecida por este crecimiento.

Nos conocimos en el tren, nos casamos y tuvimos dos hijos que se parecen a él.

 

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