Aquella noche sentí algo parecido al pánico, rodeado de miles de tipos que saltaban como energúmenos en el medio de la cancha de River Plate en Buenos Aires. Tocaban los Rolling Stones y en realidad yo lo único que quería era salir de ahí.
Marzo de 1998. En el walkman, la inconfundible voz de Mario Pergolini hacía la previa desde la mítica Rock&Pop. El día había empezado temprano tomando algunas cervezas con mis amigos Alejandro y Luis. Había ansiedad, algo de adrenalina y, obvio, mucha expectativa por ver a los Rolling Stones.
Soy de una generación que creció con el rock de la década de 1960. Es raro pero muchos de los que pasamos la adolescencia y los primeros años de la juventud en los 90 teníamos a los Rolling, los Doors, Creedence, Beatles o los Beach Boys como bandas de cabecera. Las escuchábamos como si fuera música nueva, como si los discos hubieran salido ayer.
También soy de una generación que creció con una premisa imposible de rebatir: en Uruguay no se podían hacer megaespectáculos de rock. Acá no había mercado para eso, se decía. La única posibilidad cierta de ver un show grande era cruzar a Buenos Aires. No quedaba otra.
A eso de las cinco de la tarde el Monumental todavía estaba semivacío. Nos sentamos a esperar en el piso de metal que cubría el césped, bastante cerca del escenario, y las horas pasaron rápido.
Tanto que cuando me di cuenta ya sonaban los primeros acordes de "(I Can Get No) Satisfaction". Miles de personas saltaban y fue ahí que la empecé a pasar mal. Miraba para un costado y para el otro y solo veía cabezas que subían y bajaban, manos que se alzaban al aire, cuerpos que parecían saltar más y más en cada canción.
A la euforia inicial me ganó una suerte de nerviosismo y temor. Me empezó a faltar el aire, sudaba, quería que se detuviera ya ese enorme pogo stone, quería respirar un poco.
¿Cómo salgo de acá, por favor?
Y fui aprovechando los brevísimos cortes entre canción y canción para moverme como podía hacia atrás. Media hora más tarde estaba en la otra punta de la cancha, donde se podía mirar más tranquilo aquel increíble show de la gira Bridges to Babylon Tour. Y ahí sí lo empecé a disfrutar, como debía ser.
Se sabe, los argentinos son maestros en esto de generar grandes climas en los estadios. ¿Será que yo no estaba preparado para tanto rock?
A Luis y Alejandro los perdí pero, en una época sin SMS, whatsapp ni Facebook, los encontré -aún no sé cómo- después del show, en uno de los extremos de la cancha.
El 16 de febrero espero ir al Centenario. Los Rolling van a estar casi 18 años más viejos y, qué lástima, yo también.
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