Marta es una vecina de casi 90 años del barrio Pocitos. Vive sola, le cuesta mucho caminar –apenas puede hacerlo con la ayuda de su andador- y a veces se ataca de los bronquios.
Muy seguido en la semana se pide dos deliveries. Uno a la farmacia y otro al supermercado. La conocen como la señora del primer piso y se saben de memoria su protocolo. Como no puede bajar, cuando el repartidor llega, le tira la llave por la ventana, los hace pasar al edificio y subir hasta su puerta. A veces aprovecha y les pide que le prendan la estufa a gas, porque no tiene fuerza, y otras si le bajan la basura.
Los trabajadores de reparto son más que un servicio de delivery para Marta. Son el momento en que recibe una visita, un poco de ayuda y la posibilidad de charlar unos minutos con alguien. Sobre todo son compañía.
Con la llegada de la pandemia a Uruguay, el reparto a domicilio se convirtió para muchos, como para Marta, en un servicio esencial. Y los repartidores pasaron a estar en uno de los frentes de batalla.
La exposición del trabajador late apresuradamente. En moto o en bici trabajan, cuatro, ocho horas, en la calle con tapabocas y alcohol en gel como sus únicos aliados. No cuentan con los medios necesarios para desinfectarse todo el tiempo como en las oficinas o en las casas. Visitan varios domicilios, tocan timbres y manejan dinero efectivo. La posibilidad de contagio crece mucho más.
Así lo vive Mauricio Salaberry (24) que tiene una cadetería, Masi’s21, con cinco empleados, de los cuales dos tuvo que enviar al seguro de paro. Salaberry pone foco en la cantidad de clientes que se visitan al día: al menos diez. Si bien él está tomando todas las medidas de precaución (tapabocas, guantes, alcohol en gel), dice que no son actitudes a las que está acostumbrado, por eso la exposición al virus crece.
Desconocen dónde anduvo la plata, qué cuidados tuvo el cliente, cuánta gente deambuló por los edificios. “Tocas la plata, el celular, un timbre, un portón”, ¿cuántas veces al día tenés que desinfectar las cosas para prevenir un contagio?, se pregunta Salaberry. Y el cuidado no es gratis, se suma otro presupuesto más: barbijos y alcohol en gel para los cadetes.
Con el casco de la moto el uso del tapabocas se dificulta, cuenta Salaberry. “¿Cuánto tiempo te dura, cuántas veces tenés que cambiarlo al día?, ¿cuánto te dura el tapabocas de tela? Es bastante complejo”, asegura.
Los días de lluvia son el peor enemigo del delivery y en tiempos de pandemia se transformaron en su peor pesadilla. “¿Guantes?, negativo, se te resbala todo”, cuenta Salaberry. “Perdes plata, te incomoda el casco, el barbijo se te moja”, agrega.
“Nosotros tratamos de tomar la mayores prevenciones” reitera el delivery, “pero no solo somos nosotros, es el otro también”, sostiene.
Todos coinciden en lo mismo: la psicosis del comienzo. Se conocieron los primeros casos de coronavirus en Montevideo y los pedidos de alcohol en gel se dispararon. “La gente estaba desesperada”, recuerda Salaberry. Incluso uno de sus clientes, la Farmacia Maipú, le demandó un cadete más por la cantidad de trabajo.
Con el tiempo la demanda de productos farmacéuticos se fue normalizando, pero el rubro alimenticio a pesar de que parezca lo contrario, decreció mucho. “El flujo de trabajo se mantiene, sobre todo con los productos de desinfección”, cuenta José De Marco (29) que trabaja en la farmacia Tapie de Ciudad Vieja.
Y todos coinciden en el miedo. Confiesan que no tienen miedo por ellos, sino por contagiar a sus familias al llegar a casa.
De Marco hace cinco años que trabaja como delivery. En la farmacia entrega los pedidos caminando, ya que la mayoría son cerca. Dice que fueron de los primeros en el barrio en usar tapabocas: “a lo primero te miraban raro, ahora es común”.
Desde que la pandemia se expandió por Uruguay, muchos comercios se vieron obligados a cerrar. Sin embargo, las farmacias nunca cerraron sus puertas y se convirtieron en uno de los focos de demanda. De esos primeros días, De Marco recuerda que sí sintió miedo al salir a trabajar. “Al principio no sabías con lo que te ibas a encontrar. Nosotros estamos todo el tiempo entrando a lugares diferentes, donde hay mucha gente y no sabes los cuidados que tienen”, agrega.
“Expuestos estamos todos” asegura Eduardo Machado, con su barbijo de tela y el casco de moto puestos. Machado es empleado de la cadetería Masi’s21 y cuenta que toma todas las precauciones, pero que cualquiera se puede contagiar. Es el único ingreso al núcleo familiar ya que la situación del virus imposibilitó a su esposa para trabajar.
Cada mañana hace tres o cuatro horas y entrega promedio 22 bandejas de comida. Su ruta lo lleva desde Malvín Norte al Centro de Montevideo para terminar en el Cerro. “Me da miedo salir a trabajar por mi familia”, afirma, pero por el momento es su única opción.
Un cartel de la rotisería Tía Eva en Punta Gorda anuncia que el horario de atención se redujo. El local se tuvo que adaptar: quitó las mesas del exterior, redujo las de adentro y las distanció, y colocó una membrana de plástico enfrente a la caja.
Afuera espera Salaberry. Cuando tiene pedidos entra, se pone alcohol en gel en las manos y toma el pedido. “Eran cuatro horas de delivery, bajó a dos. En esas dos horas se sacan muy pocos pedidos. Era un local que sacaba en tres horas 20 pedidos promedio”, comenta.
En estos días está repartiendo en camioneta porque la moto la tiene que arreglar. Su protocolo al llegar a una casa consiste en abrir el portón con el pie, entregar el pedido manteniendo distancia y colocarse alcohol en gel cuando sube al vehículo.
Se ha encontrado con variedad de clientes. Gente que sale con alcohol en gel para ofrecerle, gente que sale sin tapabocas, gente que le tosió arriba, que estornudó sin taparse. Pero también están los clientes que le dejan la plata debajo de una piedra para evitar el contacto.
Según la experiencia de De Marco, “hay gente que es más cuidadosa, pero la mayoría de la gente no”. “Hay gente que te da la plata en un sobre, hay gente que no te agarra la plata, la pone arriba de una mesita y la desinfecta”, agrega.
También le ha tocado llevar pedidos a empleados del Banco Santander en Ciudad Vieja. “No importa que seas delivery, tenés que hacer la fila igual para entrar", cuenta. Además, le indicaron que se bajara el tapabocas, mirara hacia una cámara de seguridad y se volviera a subir el barbijo.
Para su compañero, Leonardo Muela (23), es su primer trabajo en el rubro reparto a domicilio y comenzó en la farmacia unas semanas antes del brote de virus. “Comúnmente los clientes no quieren aceptar monedas”, señala. Algunos le preguntan si conoce casos de contagios de la zona y recuerda a un cliente que le avisó por teléfono que había vuelto de viaje y estaba en cuarentena. Le pidió que se fuera prevenido.
¿Qué importancia cobra este servicio en tiempos de pandemia? Los deliveries opinan que son un servicio para la gente que se queda en casa, una ayuda para la gente mayor, un servicio de primera necesidad.
“Me han dicho muchas gracias por arriesgarte, por estar en la calle, por lo que estás haciendo”, relata Muela, que al finalizar su horario de trabajo se vuelve caminando a su casa.
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