Que a una novela le sobren doscientas páginas no quiere decir que sea una mala novela y como ejemplo se podría citar Canadá, de Richard Ford, que a pesar de tener una primera parte deslumbrante y una segunda para el olvido, nadie podría catalogar de descartable. Lo mismo puede decirse de este último trabajo de Mariana Enriquez, que hasta la mitad de su extensión sube y crece como una montaña empinada para luego caer, más que nada por ser redundante al contar en detalle lo insinuado antes.
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