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Retazos de celuloide

Dos escenas de cine europeo me recuerdan que el universo es más frágil y misterioso de lo que parece a simple vista
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09 de diciembre de 2018 a las 05:00

La ficción dentro de la ficción es un artilugio muy antiguo. La obra más célebre escrita en español es un ejemplo notable: los personajes de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha han leído la primera parte de Don Quijote de la Mancha, un libro que trata de un hombre que sale a vivir las aventuras que habían escrito otros autores.


Desde entonces ha habido demasiados intentos de mejorar argumentos flojos mediante el artificio de introducir ficciones dentro de la ficción, y también un puñado de obras maestras. Shakespeare lo hace en Hamlet, cuando el príncipe les pide a unos actores que pongan en escena el drama de cómo su tío mató a su padre.


El cine, sin embargo, es un arte mucho más propicio para desarrollar ese juego. La realidad del séptimo arte es tan potente que, cuando advertimos que lo que vemos es una ficción dentro de la película, se produce una magia verdadera.  


A mí me interesa mucho más cuando ese juego de muñecas rusas se produce de manera incidental y no cuando es parte esencial del argumento. Hay dos escenas, en particular, que se mantienen porfiadas en mi memoria a pesar de su levedad.

La realidad del séptimo arte es tan potente que, cuando advertimos que lo que vemos es una ficción dentro de la película, se produce una magia verdadera
 

La primera pertenece a El estado de las cosas, esa gran película de Wim Wenders. A mí me quedó para siempre el recuerdo de una escena que no es relevante para la trama. El protagonista está dirigiendo una película independiente de atmósfera entre apocalíptica y de ciencia ficción y se queda sin dinero para seguir rodando. Sin embargo, mantiene a todo el equipo a la espera de conseguir los fondos.


Viven en una especie de hotel en ruinas. Una noche, una niña que es parte del elenco, está sentada en la cama viendo a su madre planchar. Y entonces le dice a su madre: “Vos sabés que yo vengo de un lugar muy lejano y tuve que venir a este planeta y me puse a mirar a través de las ventanas para ver adónde me iba a quedar. Y te vi a vos, que estabas planchando, como ahora, y eras tan linda y parecías tan buena que decidí que vos serías mi mamá”.


Los actores y el equipo de filmación esperan, como en un limbo, que la vida –el cine– continúe y en una de esas noches muertas esta niña le declara su amor a la madre inventando otra ficción. La niña es un personaje que hace de actriz que a su vez hace de otro personaje pero también es una niña que espera, como todos los demás, y mientras espera sueña que el universo es su propia elección y además ama a su mamá. ¿Qué más se le puede pedir a una escena secundaria?


La otra es una minucia casi, casi insignificante. Una suerte de broma de autor, un pequeño lujo. Sucede en una película danesa independiente que olvidé de manera completa, desde el título a la trama, salvo esta escena, que también involucra a una madre, esta vez con su hijo varón. Están en la cocina y ella está nerviosa, por alguna razón, y dice: “Y encima esta película, que no se termina más”. El hijo, sorprendido, le pregunta: “¿Qué película?” y ella: “Esta, en la que estamos actuando” y el hijo: “¿De qué hablás, mamá?” y ella: “No me hagas caso, estoy nerviosa”. Y la película sigue sin que haya ninguna otra mención al hecho de que todo es ficción.


Es como una minúscula fisura que deja entrever que tal vez todo es un juego y luego se cierra y volvemos a la dura realidad. En este caso, además, todo sucede como si fuera un descuido, una distracción del cosmos. La madre olvida que es la madre y se comporta como una actriz fatigada por el oficio de ser otra y luego vuelve en sí, vuelve a la ficción que le toca vivir.


Deja la incómoda sensación de que en la vida misma, incluida la sala de cine y quienes la habitamos, también seamos personajes de una trama más vasta. 
 

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