La uruguaya Natalia Oreiro es Evita

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Santa Evita: llega a Star+ (Disney) la miniserie protagonizada por Natalia Oreiro basada en la novela de Tomás Eloy Martínez

Otro 26 de julio, pero de 1995 el periodista y escritor publicaba la novela Santa Evita, de editorial Planeta
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26 de julio de 2022 a las 05:04

Por Miguel Russo
Escritor y periodista

Pasaron setenta años de su muerte, exactamente setenta años. Quizás por esas pertinencias de los números redondos, este 26 de julio de 2022, se estrena por Star+ la serie Santa Evita, basada en la novela de Tomás Eloy Martínez (T.E.M.) que, un mismo 26 de julio, pero de 1995 –sin redondeces absurdas, esa vez–, publicaba la editorial Planeta. “Aquí está, por fin, la novela que yo quería leer”: letras blancas sobre fondo negro, la faja cruzaba la tapa de aquella primera edición. Una línea más abajo, el nombre del autor de la afirmación: Gabriel García Márquez.

Lo redondo no dependía, entonces, de los números, sino de la solvencia de uno de los mejores narradores argentinos –T.E.M.–, el aval de uno de los mejores escritores mundiales –Gabo– y la centralidad de uno de los principales personajes de la historia de todos los tiempos: Eva Perón.          

“Todo relato es, por definición, infiel. La realidad, como ya dije, no se puede contar ni repetir. Lo único que se puede hacer con la realidad es inventarla de nuevo.” La frase, ubicada en la página 97 de aquella memorable edición reformulaba todo lo que se había leído y presagiaba todo lo que continuaba a partir de ella. Esta vez la pronunciaba el propio autor, el periodista. “Periodista”, decía T.E.M., cada vez que se le preguntaba cómo se definiría a sí mismo, como si “escritor” le sonara abusivo, desproporcionado. Y entonces se comprendía el motivo por el cual había decidido quitar, cuando la editorial le acercó la primera prueba de galeras para su corrección, el epígrafe de Paul Auster, extraído de Leviathan: “Comprendió que todas mis obras eran historias, y aunque fueran historias verdaderas, también eran inventadas. O, aunque fueran inventadas, también eran verdaderas”. Esta vez debía decirlo él, no hacerlo decir. Había reunido, durante años, fichas y documentos, charlas y lecturas, realidades e invenciones, secretos y estruendos, vértigo tras vértigo. Entonces, como les ocurre a los verdaderos escritores, cuando tuvo un universo de certezas y de pruebas en la mano, Tomás Eloy Martínez se sentó a dar rienda suelta a todas las dudas. Y comenzó, como deben comenzar las buenas historias, las irresistibles, las que nunca dejarán de contarse, dándole una vuelta más a la fórmula fantástica que García Márquez había patentado, tres décadas atrás, en 1967, con Cien años de soledad: “Al despertar de un desmayo que duró más de tres días, Evita tuvo al fin la certeza de que iba a morir”.    

El relato de Santa Evita es el relato de la imposibilidad de escribir sobre Evita. Esa imposibilidad atraviesa toda la literatura posterior a 1952: de Néstor Perlongher hasta los hermanos Lamborghini pasando por Copi, de Borges hasta Onetti. Obviamente, Rodolfo Walsh, que, sin mencionarla, construye el personaje. 

T.E.M. lo sabía. Buscó, con precisión de detective, cada uno de esos mojones; hurgó en las miles y miles de personas que dejaron testimonio de que la conocieron, la escucharon, la adoraron, le temieron, la odiaron. Tuvo la increíble y genial sinceridad de dejarse de lado –“A Evita la vi sólo de lejos, en Tucumán, una mañana de fiesta patria…”–, algo que lo hizo doblemente valioso a la hora de narrarla. Su Evita es todas las Evita, el inacabable maremoto de cada una de sus palabras y de cada uno de sus hechos, de cada uno de los recuerdos de sus palabras y sus hechos que hacen la historia argentina de las últimas siete décadas. “Si Evita los viera, ¡mamita!”, se dijo hace poco más de un mes y se volvió a desatar el maremoto. Palabras y hechos que continuarán haciendo la historia argentina para siempre. Una historia que será, también, irremediablemente deudora de lo que T.E.M. contó en Santa Evita: el derrotero de un cuerpo que se agiganta a medida que se aleja, que nunca deja de estar, que es referencia obligada de cada sonrisa y de cada lágrima.

Escribió T.E.M. que no siempre la literatura es voluntaria. Se refería al cuento “El simulacro”, donde su autor, Borges, obviamente insospechado de evitismo, habla de una muñeca muerta en una caja de cartón que se venera en todos los arrabales y construye, sin proponérselo, un profundo homenaje a la inmensidad de Evita. Pero T.E.M. no se queda en el análisis, y se larga, anticipando toda revolución del lenguaje: “Evita es la imagen de Dios, mujer, la Dios de todas las mujeres, la Hombre de todos los dioses”. 

Mientras investigaba y escribía Santa Evita, Tomás Eloy Martínez dirigía el suplemento “Primer Plano” de Página 12.

Allí, en una oficinita de dos por tres, Tomás contaba sus locuras a los poquitos privilegiados que entraban en el cuarto. Cada una de esas locuras era una fiesta de los oídos. Y cada tardecita era, también, una excelente lección de escritura. Por ejemplo, la de aquel invierno, infaltable polera negra de lana, cuando contó que aquella mañana había llegado hasta un PH de la calle Carlos Calvo siguiendo un dato que vaya a saber quién le había dado: dar con algún familiar de José Nemesio Astorga, el Chino Astorga, dueño del cine Rialto, de Córdoba y Lavalleja, donde se había escondido temporariamente el cadáver momificado de Evita. La cuestión es que en el departamentito del fondo del PH, contó y los ojos de Tomás brillaban a medida que contaba, vivía la hija del Chino, Yolanda Astorga de Ramallo. Sin dejar de revolver la olla para el guiso del mediodía, Yolanda le había dicho que su obsesión de niña eran las muñecas. Y que detrás de la pantalla del cine, su padre la dejaba jugar con la que más le gustaba, la Pupé. A ella le servía el té en tacitas de juguete y conversaba y conversaba cada tarde mientras, juntas, veían el lado de atrás de la película que su papá proyectaba. Largo rato le estuvo contando Yolanda de sus charlas con la Pupé. Y Tomás contaba cómo, sin dejar de escuchar cada palabra, pensaba el modo más oportuno de decirle quién era realmente esa muñeca. 

El desenlace, obviamente, fue disparatado, caótico. En el libro lo cuenta, mejor dicho, en el libro lo narra de una manera más literaria. Una vez que “el investigador” le dice que aquella Pupé era Evita, Yolanda llama a su marido para que eche de la casa a ese loco: “Decile que se vaya, Papi. No me hizo nada. Me asustó. Está mal de la cabeza”.      

Por eso, a setenta años de aquella muerte, es decir, nuevamente, quizás por esa predilección por los números redondos, se estrena el primer capítulo de la serie televisiva Santa Evita. La novela de Tomás Eloy Martínez, esa historia que iba a llamarse La perdida, esa historia que su autor persiguió desde que había terminado de escribir La novela de Perón, cumple hoy, 26 de julio, unos notoriamente menos marketineros veintisiete años. Sin embargo, está allí, editada, reeditada, leída, releída, imposible de olvidar. Tan imposible como esos ríos de fichas y relatos que acumuló durante años para saberlo todo y para poder desprenderse de cada uno de ellos y largarse a escribir: “Ahí los dejé, saliéndose de la historia, porque yo amo los espacios inexplicados”. Tan imposible como aquello que repetía Tomás en la oficinita de dos por tres: “Si no la escribo, voy a asfixiarme”. Frase que reluce en las páginas finales de la novela. Frase que ilumina cada momento de la Historia. 
 

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