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Trump y Macron: dos versiones de nacionalismo

El tradicional del presidente francés Emmanuel Macron frente al del mandatario estadounidense Donald Trump y el nuevo nacional-populismo
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17 de noviembre de 2018 a las 05:04

Las campanadas volvieron a resonar en toda Francia como aquel día. Se festejaban los 100 años del fin de la Gran Guerra, con el armisticio del 11 de noviembre de 1918; y París estaba de manteles largos para que el presidente Emmanuel Macron recibiera en el centro de la escena a más de medio centenar de jefes de Estado, en lo que parecía un brevísimo regreso de la grandeur francesa de antaño.

Consciente en extremo de los simbolismos y los gestos, el mandatario galo no desaprovechó su momento bajo los reflectores del mundo para plantear la encrucijada en la que se encuentra el viejo continente y reafirmar la autoridad moral que, entiende, le confieren los valores del liberalismo y el internacionalismo que defiende, y que hoy ve amenazados por el avance del nacional-populismo. 

La invitada de honor era la canciller alemana, Angela Merkel, líder de la potencia vencida en aquella primera guerra mundial, detonada tras el asesinato del archiduque de Austria-Hungría en Sarajevo, y que de 1914 a 1918 bañó de sangre a Europa. Meses después, una paz malavenida en Versalles espoleó el resentimiento alemán, exacerbando el sentimiento nacionalista que terminó en la segunda guerra mundial.  

Tanto Macrón como Merkel aludieron a aquella fatídica Europa de entreguerras en una suerte de paralelismo con la de estos tiempos. Ambos fustigaron el nacionalismo que hoy se abre paso desde Hungría hasta las islas británicas –y ya cruza el Atlántico hasta las Américas– contra la globalización, el multilateralismo y el proyecto europeo.

El francés arriesgó a plantear una dicotomía entre patriotismo y nacionalismo, con más vehemencia que sustento en alguna consideración filosófica atendible. “El nacionalismo es el exacto opuesto del patriotismo –dijo Macron–; el nacionalismo es una traición”. Merkel se sumó a la condena del nacionalismo y recordó al aislacionismo como el otro flagelo que hace 100 años causó tanta muerte y destrucción. La alemana llevaba hilo en esa puntada: el aislacionismo había sido hasta entonces una de las líneas maestras de la política exterior de los Estados Unidos, con la que el entonces presidente Woodrow Wilson se negaba a romper para entrar en el conflicto. Hasta que debió hacerlo en abril de 1917, decidiendo la suerte a favor de la entente encabezada por Francia, el Imperio Británico y Rusia.

Y es que todas las alusiones iban dirigidas principalmente al presidente Donald Trump, a quien las élites liberales europeas ven como la mayor amenaza a la globalización y al orden mundial que ha prevalecido desde fines de la segunda guerra. Desde luego también apuntaban a los movimientos de la derecha dura soberanista europea. Pero Trump, por ser nada menos que el residente en la Casa Blanca, por los numerosos desplantes que les ha hecho, además de ser un modelo a imitar precisamente para esas corrientes nacionalistas europeas, es su principal preocupación.

La otra es Vladímir Putin, quien también estaba en París para las celebraciones. Y la tensión entre estos dos y los demás mandatarios se cortaba con cuchillo. El establishment de la vieja Europa parece sentirse hoy como alguna vez se sintieron los césares del Imperio Romano, amenazados desde adentro y cercados desde afuera.

Sin embargo, no parecen entender ni las causas ni la naturaleza de estos nuevos nacionalismos y la llamada derecha alternativa. Son unos nacionalismos muy diferentes a los de la Europa de entreguerras y al sentimiento que en Alemania llevó a Hitler al poder. Macron se equivoca si realmente lo ve así.

Estos nacional-populismos de ahora surgen también en época de crisis, pero como una respuesta a la globalización, al desempleo y a los salarios deprimidos. Surgen, en suma, como una respuesta al deterioro en la calidad de vida de la clase trabajadora.  Y desde luego que las élites y la burocracia internacional (como las de las instituciones europeas y la ONU) son el principal blanco de ese descontento.

La globalización, y con ella la robotización, la inteligencia artificial y la llamada “uberización” de la economía, por todos los beneficios que representan para la sociedad y la riqueza que crean, dejan a mucha gente por el camino, cuando no en la calle, que no son pocos. El mundo se encuentra hoy en una etapa de transición, y en algún momento habrá de enmendar esos desajustes y vacíos sociales que producen la globalización y las nuevas tecnologías. Pero, mientras tanto, quienes lo padecen seguirán refugiándose en la retórica de los demagogos que prometen regresar al pasado añorado, volver a pegar los sueños de bienestar rotos con poxipol. Para colmo, sienten que el fenómeno migratorio deprecia aun más sus ya lánguidos salarios, y eso se convierte en otro caballito de batalla para los populistas. 

Contra todo eso votaron los estados depauperados del “cinturón del óxido” que llevaron a Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos; contra eso votó la Inglaterra provinciana que le dio el triunfo al brexit y la Francia no calificada que puso a Marine Le Pen en la segunda vuelta de las presidenciales.

Por otra parte, no se trata este de un nacionalismo violento como el de entreguerras. Macron haría bien en tratar de entenderlo. Además, el propio Macron es a su modo un nacionalista. De otra manera, tal vez más ilustrada; pero también lo es. Él creerá que lo suyo es patriotismo, pero todos esos despliegues napoleónicos que hace en sus actos públicos desde el día mismo de su toma de posesión hasta el domingo pasado exudan el más inveterado nacionalismo francés.  

Como sea, hasta que no entienda los motivos del auge de este nuevo nacionalismo seguirá cayendo en los mismos errores. Atacar, señalar y dividir solo enardece los ánimos. Eso es justamente jugar para los demagogos, que todo lo plantean en términos maniqueos. 

Aunque es muy probable que él ya lo sepa. Sucede que Macron es hoy un político en campaña. Sus miras están todas puestas en las elecciones europeas de mayo próximo, donde aspira a arrasar con una gran coalición, y así asumir el liderazgo de Europa tras el retiro de Merkel. De hecho el tono de su discurso el domingo era más el de un político en campaña que el de un estadista tratando de promover la reconciliación durante la celebración por el aniversario de un armisticio de una guerra mundial.

Y un político en campaña, sobre todo cuando hay tanto en juego, es muy difícil que vea más allá de la elección. 

 

Un ejército europeo común
La canciller alemana, Angela Merkel, propuso poner en marcha un ejército europeo común que complemente el trabajo de la OTAN.
Merkel , que intervino ante el pleno de la Eurocámara, el martes 13,  dijo que las  fuerzas armadas comunitarias  son para “demostrar al mundo que entre los países de Europa no puede haber más guerras”.
Para la canciller, que consideró  el ejército europeo como  complementario a la Alianza Atlántica, el sistema de defensa actual no es eficiente.
La intervención de Merkel tuvo lugar dos días después de la conmemoración del centenario en París del Armisticio que puso fin a la primera guerra mundial y se trata de su presumiblemente última alocución en la Eurocámara, tras anunciarse  que abandona la política.
Merkel dedicó buena parte de su discurso a ensalzar “valores europeos”, como la solidaridad y la tolerancia, que, dijo, deben prevalecer sobre los “egoísmos” nacionales. En ese sentido, destacó la importancia de que todos los países se involucren tanto con el fortalecimiento de la eurozona como con la inmigración y los refugiados, un asunto, sobre el que quiso entonar el mea culpa.
Agencias

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