Mundo > 40 días de mandato

Un enigma llamado Alberto Fernández se debate entre gobernar o simplemente acompañar

En poco tiempo ha ido y ha venido tantas veces, que aunque mañana decidiera romper con Cristina Fernández de Kirchner, no se podría saber con certeza qué Alberto Fernández gobernaría
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26 de enero de 2020 a las 05:00

Los 45 días de Alberto Fernández en la presidencia de Argentina han ido corriendo a velocidad de vértigo el telón de una función que muchos temían por adelantado. En primer lugar, el poder ineludible de la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner en la toma de decisiones. Y luego la condición, algunos dicen “el descaro”, del presidente para poder decir un día una cosa y al otro día la otra sin que se le mueva un pelo. 

Su política exterior –más o menos como la interior— navega en un mar de dudas e indefiniciones. Y algunos tics autoritarios y el maltrato a algunos periodistas han hecho a muchos recordar al Alberto Fernández jefe de Gabinete de Néstor Kirchner, cuando llamaba directamente a los comunicadores o presionaba a sus jefes, o cuando en 2006 hizo echar de manera infame a Pepe Eliaschev y todo su equipo de Radio Nacional.

Ni bien desembarcar en la Casa Rosada el pasado 10 de diciembre, Fernández envió al Congreso una ley de emergencia. Se trataba de un brutal ajuste sobre la clase media y los sectores productivos, pero el gobierno la llamó “Ley de solidaridad social”. Y la promovió en el marco de una “emergencia pública” para que fuese aprobada por la vía rápida, lo que según el presidente era “una demostración de fuerza”.

Tanta era la fuerza que quería demostrar que les congeló los salarios a los jubilados, y se arrogó el derecho de decidir él, por sí y ante sí, cuándo y cuánto deben subir las jubilaciones. Y en la misma ley se hizo delegar, por cuenta de la “emergencia”, una enorme cantidad de poderes que limitan aun más el contrapeso del Legislativo, ya de por sí bastante acotado en un sistema hiperpresidencialista como el argentino.

Aunque tal vez por eso mismo, el presidente argentino despertó en un principio expectativas favorables en cuanto a que en definitiva al timón estaría indiscutiblemente él.

Se hablaba de su carácter, de que eso no le permitiría subordinarse a Fernández de Kirchner, y sobre todo de su talante mucho más conciliador, lo que haría a su gobierno considerablemente menos confrontacional y más democrático que la aplanadora kirchnerista.

Esas expectativas se esfumaron rápidamente. Hoy nadie duda del enorme poder que ejerce la vicepresidenta, o como lo puso más crudamente Jorge Lanata: “pensar que Chirolita habla por sí mismo y que no es Chasman el que está detrás es un error”. 

Al día siguiente de asumir la presidencia, el gobierno argentino recibió a Evo Morales en calidad de refugiado. El canciller Felipe Solá, hombre del riñón político de Fernández, dijo entonces a los medios: “Lo único que le pedimos a Evo Morales es no hacer política ni declaraciones políticas mientras esté en nuestro país”. Acto seguido trascendió que desde el kirchnerismo duro estaban muy molestos con la acotación de Solá.

Y el propio Evo, cada vez que le preguntaban en los medios, se hacía el que no había entendido el mensaje del canciller argentino: “Por supuesto que no vamos a hacer política de Argentina –contestó Evo-; solo de Bolivia, a lo que tenemos derecho”.

Hasta que pasó lo que tenía que pasar: en declaraciones a una radio del Chapare, el expresidente boliviano dijo que en su país “hay que organizar milicias armadas del pueblo, como en Venezuela”; lo que escandalizó a medio mundo y recordó lo atinado de la idea original de Solá.

El caso del homicidio del fiscal Alberto Nisman, ocurrido el último año de la presidencia de Cristina Fernández, también ha puesto en evidencia las presiones que debe resistir Fernández al interior de su gobierno. La ministra de Seguridad, Sabina Frederic, una ficha del cristinismo, anunció por cuenta propia que se proponía revisar el peritaje de la Gendarmería Nacional sobre la muerte del fiscal. Ese peritaje concluyó que el caso Nisman fue un homicidio, y no un suicidio como siempre esgrimieron desde el gobierno de Cristina. 

Y homicidio fue también el dictamen de la Cámara Federal de Buenos Aires (equivalente a un Tribunal de Apelaciones en el sistema uruguayo) en 2018. Por lo que las declaraciones de la ministra Frederic parecían llevar la clara huella del cristinismo, eso de pretender llevarse las instituciones y todo por delante y no detenerse ante nada, el viejo “vamos por todo”. Pero pronto le arreció el repudio en su contra y hasta los pedidos de juicio político, y el propio presidente hubo de salir a poner paños fríos sobre la ministra de Seguridad. 

Sin embargo días después, con motivo del estreno del documental de Netflix sobre Nisman, El fiscal, la presidenta y el espía, el presidente volvió a quedar otra vez en falsa escuadra. Entrevistado en el documental, el hoy presidente había dicho (como había dicho tantas otras veces en los medios) que lo de Nisman había sido un homicidio y no un suicidio. Pero la víspera del estreno del documental, se ocupó de llamar en persona a todos los medios para aclarar que ahora “había cambiado de opinión”: ya no cree que fue un homicidio como siempre creyó, sino que está seguro de que fue un suicidio, como ha sostenido el kirchnerismo todos estos años.    

Pero la demostración más palmaria de lo arrinconado que está Alberto Fernández en su propio gobierno, fue la ofensiva de los principales referentes cristinistas para que libere a los presos por corrupción que ellos consideran “presos políticos”. 

El presidente matizó que en Argentina no hay “presos políticos”, sino algunos “detenidos arbitrarios”. Pero horas después su propio ministro del Interior, el camporista Eduardo “Wado” de Pedro, salía a contradecirlo. “Milagro Sala lleva cuatro años detenida, no queremos más presas ni presos políticos en Argentina”, escribió el ministro en su cuenta de Twitter, refiriéndose a la dirigente sindical jujeña condenada por extorsión, fraude y asociación para delinquir. 

A De Pedro se sumaron el senador cristinista Oscar Parrilli, el intelectual orgánico Ricardo Foster y Hebe de Bonafini, quien exhortó al presidente a “decidir de qué lado está: si con el Poder Judicial corrupto, o con los presos políticos”. La pinza la cerró con soberbia el periodista militante número uno de Cristina, Horacio Verbitsky, quien en una entrevista le decía al presidente lo que debía hacer y dejar de hacer con la justicia –algo realmente surrealista- mientras el mandatario obedecía sumiso. 

Es llamativo el contraste en la actitud del presidente argentino hacia otros periodistas con los que inmediatamente “le salta la térmica”, como Diego Leuco, Luis Majul o Rodrigo Jorge de Radio Mitre, a quienes ha destratado de modo bastante autoritario.

El otro ante quien Alberto Fernández también parece sacar patente de guapo es el gobierno uruguayo, después de todo, un viejo némesis del kirchnerismo, al que los camporistas, y cristinistas en general, aman odiar.

Tras el anuncio del presidente electo Luis Lacalle Pou de que buscaría flexibilizar las regulaciones a los inversores argentinos, Fernández lanzó una advertencia que se pareció más a una amenaza: “Yo le diría que se lo pensara dos veces, le costó tanto a Uruguay salir de ese mote de paraíso fiscal…”.

Suena a amenaza porque en Uruguay todavía retumban los ecos de las operaciones y brutales presiones de los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner ante la OCDE para que Uruguay fuera incluido en la entonces “lista gris” de paraísos fiscales.

Pero en todo caso forma parte de una política regional mucho más amplia, en la que Alberto Fernández deberá congeniar como un equilibrista dos posiciones irreconciliables en torno a Venezuela, Bolivia, Nicaragua y Cuba: por un lado la de Estados Unidos, con quien le conviene estar en muy buenos términos para renegociar la deuda de US$ 50.000 millones que tiene con el FMI; y por el otro, la de vicepresidenta y el cristinismo, firme aliado de La Habana, Caracas, Managua, Evo y todas las expresiones del Socialismo del Siglo XXI.


De hecho, la actual visita del presidente a Israel, donde asiste al 75 aniversario de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz, ha sido ampliamente interpretada como un gesto hacia Washington. Aunque también le puede puntuar a favor en el pesado lastre que ahora debe arrastrar por el caso Nisman, una muestra más de los enormes problemas que le acarrea su complicado compañero de ruta en el gobierno.
 

Por todo ello, a poco más de 40 días, no se avizora como un matrimonio que vaya a terminar bien. Para Cristina es un juego de suma cero, por lo que o sigue mandando tras bambalinas, o habrá una fractura entre cristinistas y albertistas, por muy poco que estos representen ahora mismo. 

Él es el presidente, deberá decidir si quiere gobernar o dejarse gobernar. Aunque aun si decidiera romper con la expresidenta, ha ido y venido tantas veces, ha dicho y se ha desdicho tantas veces, que nunca sabríamos con certeza cuál Alberto Fernández habría de gobernar en circunstancia normales. 

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