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Un rebelde con causa

Veiroj retrata un nuevo hombre excéntrico, más onírico y entrañable
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15 de octubre de 2015 a las 05:00
Pese a ser español y tener unos treinta y tantos años, Tamayo no dista tanto de los que lo precedieron. A kilómetros y un océano de distancia, el protagonista de El Apóstata, de Federico Veiroj, comparte el tránsito del adolescente Bregman (Acné, 2007) y del entrado en edad Jorge (La vida útil, 2010), pero las rutas a recorrer por todos, de tan propias, son radicalmente distintas.

"Me voy dando cuenta de que me interesan esas cosas, personajes que están intentando sobrevivir en el entorno que les toca", define Veiroj, identificando el denominador común entre sus principales "excéntricos": un adolescente desvirgado que no ha dado su primer beso, un cinéfilo de mediana edad que debe reconfigurar su vida ante una Cinemateca que comienza a derrumbarse y el más reciente, Tamayo, un hombre que quiere apostatar del catolicismo.

"Son películas con personajes que buscan el amor y están con el instinto de supervivencia a flor de piel, buscando la manera de ser quienes son, de atravesar el cambio que tengan que atravesar", comenta a El Observador el director, que presentará hoy en las pantallas uruguayas su última película, que ya ha cosechado éxitos en festivales internacionales.

Procurando renunciar definitivamente a una religión que le ha sido trasmitida por sus progenitores y que no lo identifica, Tamayo podría caer fácilmente en la crítica acérrima a la Iglesia o en una trama de enredos marcada por una burocracia eclesiástica que obstaculiza la eliminación de su acta bautismal.
Sin embargo, la fe es una mera excusa, tanto para el personaje como para El Apóstata en sí, que prefieren moverse en el plano existencial del autodescubrimiento.

El síndrome de Peter Pan


Eterno estudiante de filosofía, Tamayo no ha logrado graduarse y se desempeña como profesor de apoyo de su pequeño vecino, Antonio, al tiempo que hace diligencias para su padre. En el plano romántico tampoco ha alcanzado los logros convencionales y esperados para su edad, sino que oscila entre mantener una relación con su prima Pilar y desear otra con su vecina, la madre de Antonio.

Esa suerte de inmadurez que lo caracteriza se vuelve aún más evidente en sus vínculos con los demás personajes, que adolecen de una total falta de desarrollo, como los demás secundarios de Veiroj. En vez de contrastar con el niño al que le da clases o con el silencioso monaguillo de una Iglesia, Tamayo mantiene un vínculo de complicidad con ellos, dejando entrever cierto deslumbramiento lozano en su manera de ver al mundo y pulsiones infantiles en su relación con su madre o en sus deseos carnales hacia su prima.

Aunque pueda sonar como un díscolo, Tamayo solo lo es en las dosis justas. Sin estar desbordado por el nihilismo o la irreverencia, el personaje parece embargado por una inconformidad o ansiedad naturales, que llevan que ninguna de sus decisiones parezcan forzadas, sino síntoma de un espíritu aventurero y entrañable.

"Me parecía fundamental verlo adaptado, que se lleva bien con su familia, que está estudiando y que, si no termina la carrera ,es porque lo quiere hacer a su gusto. Que tiene dos trabajos, por más que no sean en una oficina. Era importante construirlo con ese tipo de apertura, de luminosidad, para que no sea estigmatizado como un tipo radical que se lleva mal con la gente", señala Veiroj.

La fantasía del ídolo


Parte de la candidez de Tamayo puede deberse no solo a los recursos narrativos sino a su intérprete, Álvaro Ogalla, un actor natural que, amigo de Veiroj, inspiró al cineasta con su propio intento de apostatar. Aunque en ciertos instantes afectados se hace evidente su falta de experiencia actoral, Ogalla (también guionista) se muestra generalmente cómodo frente a las cámaras, y la agilidad de sus intercambios con otros personajes hace olvidar que se trata de su primera vez frente al lente.

Si bien la apostasía de Ogalla fue el disparador, el personaje no se condice totalmente con la persona, sino que Tamayo se erige también con elementos de los otros dos guionistas y de Veiroj mismo. "No es un retrato de mi amigo", afirma el director, aunque reconoce que Tamayo sí comparte "la manera de expresar las emociones, el deseo, la mirada" de Ogalla.

De la misma manera que el personaje no se asemeja totalmente a la realidad, la trama dista del conato de apostasía de Ogalla. "Lo que me interesaba es que apostatar era como intentar dejar atrás algo que a su vez lo representaba totalmente. Me parecía que era como una cosa muy ambigua e irrealizable, más allá del papeleo, y eso me resultaba súper interesante para construir una película de ficción, porque le podía dar lugar a la fantasía, un aire fabulesco", señala el director.

Si bien Veiroj ya había explorado ese aura fantasioso en La Vida Útil, la irrealidad se torna más palpable en El Apóstata, convirtiendo a lo surreal en una de sus marcas más distintivas. Esto no se logra solo al incluir escenas claramente oníricas y una música incidental entre lo fantasioso y lo delirante, sino a través de una mirada tan marcada por el personaje que hace dudar del límite entre la realidad y la imaginación de un filósofo ocioso.

En una película más española que uruguaya, la fotografía de Arauco Hernández enfatiza las coordenadas de la acción, con los tonos cálidos de las iglesias y ambientaciones más costumbristas que cosmopolitas, parte de una España atemporal. Contradictoriamente, en esa esencia omnipresente, el enredo de Tamayo se torna aún más pintoresco, y su pequeña victoria, en sus propios términos, aún más universal, más fácil de compartir.


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