Eduardo Espina

Eduardo Espina

The Sótano > OPINIÓN

Una historia con final sagrado

Quien sobrevivió batallas militares y políticas, murió en paz, con regocijo sagrado
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05 de diciembre de 2018 a las 05:02

Los últimos días y horas de un ser humano que sabe que le queda muy poco de vida suelen ser fascinantes. Ver al destino cumplido, ahí adelante nomás,  tiene un fenomenal impacto y origina diferentes tipos de comportamiento. Queda expuesto el temple del individuo al momento de tener que lidiar con lo más difícil: la aceptación del fin definitivo. Dice la canción Maradonade Andrés Calamaro: “Maradona no es una persona cualquiera / Es un hombre pegado a una pelota de cuero”. En las horas finales y definitivas, nadie “es una persona cualquiera”. Hay una excelente película al respecto: Las invasiones bárbaras, la cual tiene varias escenas majestuosas. Hay otras, pero la del director canadiense Denys Arcand consigue penetrar con especial lucidez en áreas del espíritu humano poco frecuentadas por las diferentes disciplinas artísticas.

Hay personajes históricos, reconocibles a lo largo de las eras, en cuyo fin de fiesta demostraron de qué estaban hechos. Según relatos de fuentes diferentes, Leonardo da Vinci, le temía más al hecho de morirse sin poder terminar varias obras que tenían en desarrollo, que a la muerte misma. Hay una nueva biografía sobre la gran mente del Renacimiento, respecto a la cual pienso escribir en breve, pues aun no terminé de leerla, y en la cual las últimas horas del personaje reciben especial atención.

Cuando el médico le dijo a Ludwig Wittgenstein que tenía cáncer de próstata y que era terminal, el filósofo que mejor entendió la cuestión del lenguaje y la poesía de la mente humana cuando crea mediante pensamientos, le estrechó la mano y le dio las gracias. Le dijo que estaba cansado de vivir. Sus últimas semanas de vida fueron más bien gozo que penuria, más allá de los dolores físicos que padeció relacionados a la enfermedad. No todos reaccionan igual ante lo peor. Según me contó la profesora argentina Zunilda Gertel, estudiosa y amiga personal de Jorge Luis Borges, quien lo visitó en su residencia en Ginebra, Suiza, en sus últimos días de vida el escritor argentino sentía ‘fiebre fría’, pues el cáncer al hígado que tenía estaba haciendo estragos en su organismo. Borges no quería morir, y veía a la muerte con mayor temor que su personaje Juan Dahlmann, protagonista de El Sur, quien al final del cuento sale a enfrentar el fin con el mismo entusiasmo anímico con que otros salen a jugar un partido de tenis un domingo de mañana, sabiendo en este caso que va a perder.

Las horas de posdata de George Herbert Walker Bush, muerto el viernes pasado a la edad de 94 años, parecen venidas de un libro. Hacía tiempo que el ex presidente estadounidense estaba padeciendo serios problemas de salud. Sabiendo que la cuenta regresiva había comenzado y que iba rápido, el martes de la semana pasado Barack Obama visitó en Houston al ex presidente, pero no se informó sobre lo que hablaron.

James A. Baker III, amigo de toda la vida de Bush y quien fue secretario de Estado durante su presidencia, contó que el viernes de mañana fue a visitarlo. Baker, quien tiene 88 años, notó que Bush continuaba acostado y que el detalle permitía vislumbrar indicios sobre la condición del enfermo. Al ver que su amigo había entrado al cuarto, Bush despertó, lúcido, y tuvieron este diálogo, según contó Baker:

 

-“¿A dónde vamos, Bake?”, preguntó Bush.

-“Vamos al cielo”, fue la respuesta de su amigo.

-“Ahí es donde quiero ir”, comentó Bush.

 

Murió 13 horas después de dicha conversación. Al momento de su deceso lo rodeaban integrantes de su familia, amigos, el pastor de la iglesia episcopal a la cual asistía, y  los dos doctores que eran sus médicos de cabecera, a los cuales les había dicho que no quería volver al sanatorio. También estaba Sully, el perro labrador entrenado para cuidar enfermos que lo acompañaba a todas partes. Las últimas palabras de George H. W. Bush fueron: “Yo también te amo”. Se las dijo a su hijo mayor, George W. Bush, quien lo había llamado por teléfono para decirle lo mismo, que lo amaba y que había sido un gran padre. Falleció a 22.10 horas, en su casa del barrio de Tanglewood, en Houston.

 

Todo sucedió con mucha calma y tranquilidad. Como si el libreto de las horas y minutos finales lo hubiera escrito alguien en otra realidad superior. Bush, persona de fe, estaba convencido de que ese día Dios lo había puesto en camino al reencuentro con Barbara, quien fue su esposa por 73 años, y Robin, su hija muerta en 1953 a los tres años de edad, las cuales lo esperaban en el cielo. El héroe y patriota, quien sobrevivió más de medio centenar de peligrosas misiones aéreas durante la segunda guerra mundial, salía nuevamente victorioso en su última batalla. A fin de cuentas, no triunfaba la muerte, sino la vida, esta vez, la del más allá.

 

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