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Vladimir Putin continúa su reinado ininterrumpido sobre la segunda potencia nuclear del planeta

El presidente ruso se mantiene en el poder hasta 2024
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13 de mayo de 2018 a las 05:00
Más allá de su "decreto de mayo", que presentó el pasado martes ante la Duma con una serie de medidas económicas para colocar a Rusia entre las primeras potencias del planeta, la consagración de la autocracia de Putin hace presagiar la profundización de un mundo crecientemente bipolar, donde la influencia rusa choca permanentemente con el poder de Estados Unidos y la OTAN en varias regiones del mundo. Desde el Medio Oriente hasta las Repúblicas Bálticas, pasando por Ucrania y otros países de la Europa Oriental, las fronteras de esos poderes enfrentados seguirán presenciando el ya prolongado tire y afloje entre Moscú por un lado, y Washington y Londres por el otro.

La pica en Flandes que recientemente logró insertar en el Levante, al reafirmar a su aliado Bashar al Assad en Damasco y completar el tridente con la teocracia de Irán, al tiempo que aceitó sus relaciones con Ankara y El Cairo, seguirá siendo un dolor de cabeza para los intereses de Washington y sus aliados en la región. Y por las mismas razones, su presencia al frente del Kremlin garantiza el predominio de los halcones de línea dura en la política exterior de Estados Unidos y sus países aliados.

La "guerra tibia", como la hemos llamado en El Observador —por sus similitudes con el viejo esquema geopolítico que durante la segunda mitad del siglo XX enfrentó a Estados Unidos con la Unión Soviética—, podría ahora calentarse peligrosamente. Y Medio Oriente aparece como su más inmediato teatro de operaciones. La paz siempre ha parecido muy lejana en Medio Oriente; pero hoy existen aun menos razones para ser optimistas.

Más allá de la demonización que a menudo se hace de Putin en los medios occidentales, el autoritarismo parece un rasgo innegable del líder ruso: controla los medios, controla la justicia; y el resto lo puede comprar mediante una pléyade de nuevos magnates rusos, muchos de los cuales le deben sus fortunas al propio Putin.


Las enormes gigantografías de Putin que tapizan los muros públicos de Moscú, San Petersburgo y otras ciudades, su omnipresente imagen estampada en las matrioskas, remeras y otros souvenirs rusos hablan de un culto a la personalidad que evoca el de varios líderes autoritarios del último siglo. Incluso sus excesivos despliegues de chauvinismo y masculinidad, las numerosas fotos que lo muestran sin camisa (que a muchos recuerdan las de Mussolini) y su atribuida homofobia resultan bastante chocantes para el paladar más bien sobrio y comedido de las élites occidentales.

Sin embargo en Rusia esas mismas actitudes lo hacen enormemente popular. Fue reelecto en marzo con el 77% de los votos, en unas elecciones donde nadie —ni sus más acérrimos adversarios— se quejó de fraude.

Es cierto que en la Rusia culta y docta muchos tienen sus reservas; en la academia existen algunos sectores críticos que lo resisten con cierta visibilidad.

Pero la enorme mayoría de la masa rusa, dentro y fuera de sus actuales fronteras, apoya a Putin con gran entusiasmo.

Y es que Putin les ha devuelto el orgullo, la dushá, eso que Dostoyevski describe como "el alma rusa", y que representa, además de un sentimiento de identidad nacional, los sueños de grandeza del pueblo ruso. Putin encarna en buena medida esos sueños de grandeza. Su vocación expansionista retrotrae a sus compatriotas a la gloria del Imperio Ruso, la Rusia zarista, heredera de Bizancio tanto en el imaginario como en el relato histórico ruso.

Es un sentimiento que trasciende por mucho la cortedad de miras de las interpretaciones que normalmente se hacen desde Occidente, donde se suele glosar el fenómeno como una mera nostalgia del poder soviético. No es así como opera en la conciencia rusa. La identidad rusa se fogueó en la vocación imperial y la ortodoxia religiosa de los siglos XVIII y XIX. (Vocación imperial, dicho sea de paso, que sus pueblos vecinos sufrieron de forma atroz.) El socialismo de los soviets, más allá de toda su mística y narrativa revolucionarias, cambió la religión por un dogma ideológico. Pero el imperio se mantuvo intacto, y de modo no menos cruel para con sus vecinos que durante la era zarista.

Por eso el impasse histórico iniciado por la Perestroika no es bien recordado por el grueso del pueblo ruso. Y por eso también, Gorbachov es un héroe en Occidente mientras que en Rusia es considerado un pusilánime, objeto además de numerosas burlas en la cultura popular.


En el relato ruso, ellos son los vencedores de Hitler y de Napoleón, un pueblo con un destino manifiesto, llamado a dominar sus tierras adyacentes como un poder hegemónico que ha de ejercer de contrapeso a las potencias occidentales, no ser su aliado obediente como lo fue bajo el mandato de Boris Yeltsin.
Y en ese discurso, la figura de Vladimir Putin ha calzado como anillo al dedo.

"Una Rusia grande"

El presidente ruso, Vladímir Putin, presidió el miércoles 9, en la plaza Roja de Moscú, el tradicional desfile de la Victoria sobre la Alemania nazi.

El jefe del Kremlin elogió a los veteranos de la II Guerra Mundial como "un eterno ejemplo" para las siguientes generaciones y denunció los intentos de "distorsionar la historia" y minimizar el papel que desempeñó la Unión Soviética.

"Hoy en día tratan de ignorar el acto heroico del pueblo que salvó a Europa y el mundo de la esclavitud, de la destrucción, de los horrores del Holocausto, tratan de tergiversar los acontecimientos de la guerra", dijo Putin en el corto discurso que ofreció antes de comenzar la parada militar con ocasión del 73 aniversario de la Victoria.

"Seguiremos trabajando duro, alcanzando éxitos en aras de una Rusia grande y floreciente", declaró el líder ruso desde la tribuna principal.

(EFE)

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