Opinión > ANÁLISIS

Wilson, el que no pidió permiso

Produjo la renovación partidaria, sin que nadie le diera paso
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10 de marzo de 2019 a las 05:00

Hace un siglo nació Wilson Ferreira Aldunate (enero 28 de 1919). Son muchos los ángulos de análisis de una vida fulgurante, cambiante, polifacética y trunca, como que muere hace tres décadas largas en un momento especial de su vida política, de la vida de su partido y de la vida del país. De esos ángulos, para este análisis se toman dos, quizás no necesariamente los más relevantes, o quizás sí, pero los menos invocados y estudiados: las del renovador y del unificador.

A mitad de camino hacia las elecciones de 1971, el Partido Nacional exhibía una arquitectura en parte estable (o fosilizada, según sus críticos) y en parte conmovida por las muertes de líderes sectoriales, dividida en dos grandes bloques ideológicos. De un lado el herrerismo, fragmentado a la muerte de Luis Alberto de Herrera entre los herrero-ruralistas y los ortodoxos. El herrero-ruralismo perdió en 1964 a una de sus cabezas (el ruralista Benito Nardone) pero quedó bajo la égida central de Martín R. Echegoyen, cuasi octogenario (hoy equivaldría a nonagenario largo), ministro en los años treinta, consejero de Gobierno al despuntar los cincuenta y presidente al culminar esos mismos cincuenta; además, desde largo tiempo cabeza del Directorio del Partido. Don Martín era el símbolo de la continuidad, de la estabilidad y para sus críticos de la fosilización partidaria. 

El herrerismo ortodoxo, organizado tras Eduardo Víctor Haedo, renovó su conducción con la figura del ex presidente Alberto Heber Usher y luego de hecho funcionó dividido entre los seguidores del ex mandatario y los de su hermano Mario Heber Usher.

La alianza anti-herrerista, Unión Blanca Democrática, estalló en 1966, ya muertos también en 1964 Daniel Fernández Crespo (líder de la fracción Movimiento Popular Nacionalista) y Javier Barrios Amorín (figura clave del nacionalismo independiente y fundador principal del recién creado Movimiento Nacional de Rocha). Uno de los fragmentos de esa estallada UBD fue la Unión Nacional Blanca, conducida por Washington Beltrán Mullin y cuyo número dos lo era Wilson Ferreira Aldunate.

A ese cuadro de entre inmovilismo y fragmentación del Partido Nacional, se sumaba una creciente disconformidad general en la sociedad, especialmente expresada en un gran descontento con el sistema político. De esa disconformidad -que comenzó más bien a principios de los sesenta- surgieron en el plano político partidario los fenómenos del pachequismo y del Frente Amplio, y en el plano político parapartidario los fenómenos contrapuestos de la lucha armada y de los reclamos de golpe militar.

En ese contexto surge el Ferreira Aldunate con visos de liderazgo nacional, que devendrá Wilson en 1971, en la campaña electoral (fue el primer candidato presidencial cuya campaña giró en torno a su nombre de pila y no a su o sus apellidos, como sí había girado en sus dos candidaturas a diputado por Colonia). Saltó al plano nacional primero desde el Ministerio de Ganadería y Agricultura, que en realidad fue un “primus interpares” del gabinete en el segundo colegiado blanco, hasta que accedió al Ministerio de Hacienda Dardo Ortiz, y entonces devino en una diarquía. Luego se proyecta desde el Senado, en particular por sus célebres interpelaciones, cada una de las cuales costó la cabeza de un ministro.

No reclamó que los viejos dirigentes se hicieran a un lado. No se quejó de la falta de renovación partidaria. No pidió permiso a nadie, ni a los de su propio grupo (Unión Nacional Blanca), del que terminó escindiéndose. Salió a recorrer los departamentos, a construir un nuevo proyecto de partido y de país. Primero lo hizo con su propia gente, con los diputados Guillermo García Costa y Alembert Vaz, el ex senador Horacio Polla y el ex diputado Hugo Rodríguez Carrasco; más tarde con Dardo Ortiz. Después vendrá el salto del muro histórico partidario; llegarán del herrerismo Walter Santoro y Pedro Zabalza, Héctor Gutiérrez Ruiz, Fernando Oliú y Diego Terra Carve. Y después muchos más. Y hará el pacto con el Movimiento Nacional de Rocha y Carlos Julio Pereyra. Y se le sumará la fracción de la que se fue, la Unión Nacional Blanca, con Washington Beltrán a la cabeza. Llegaron las elecciones y la renovación duplicó a la vieja dirigencia, que buscó defenderse tras la candidatura del general Mario Oscar Aguerrondo.

En momentos de quejas generalizadas en los tres grandes partidos sobre la falta de renovación partidaria, el camino recorrido por Wilson Ferreira Aldunate es una lección. No se necesita que las viejas dirigencias se vayan, porque si no se quieren ir y nadie las saca, tienen el legítimo derecho (sociológico) de quedarse. No se necesita que esas dirigencias abran paso a otras generaciones u otros elencos, porque si hay ansias de renovación y hay elencos capaces para esa renovación, la misma se dará. Y si no se da, no es porque los viejos elencos no quieran apartarse, sino porque no surgen nuevos al menos con la densidad requerida por la gente.

En realidad, si se piensa bien, lo que hizo Wilson puede no ser tan original. Si se observan las últimas décadas, en los tres partidos surgieron personas y proyectos para enfrentar a las dirigencias y tratar de sustituirlas, y fracasaron; ocurre incluso en la actualidad y muchas van camino del fracaso. Lo original está en que no basta la voluntad de querer la sustitución, sino la capacidad de lograrla. De crear esa fenomenal adhesión que logró Ferreira Aldunate, no solo en votos, sino en apoyo fervoroso. Que tras su muerte ha alcanzado niveles hagiográficos entre los suyos. Queda para analizar el Wilson unificador del Partido.  

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